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Authors: Najat El Hachmi

Tags: #Drama

El último patriarca

 

Mimoun y su hija nacen para cumplir los papeles que el patriarca les ha asignado, unos roles establecidos hace miles de años. Pero las circunstancias les llevan a cruzar el estrecho de Gibraltar y a entrar en contacto con las costumbres occidentales. La protagonista sin nombre tratará de comprender por qué su padre se ha convertido en una figura despótica, mientras inicia un camino sin retorno hacia su propia identidad y libertad.

Najat El Hachmi

El ultimo patriarca

ePUB v1.0

Enylu
17.07.12

Colaboran Mística y Natg

Título original:
L'últim patriarca

Najat El Hachmi, 2008.

Traducción: Rosa María Prats, 2008.

Nº Páginas: 298

Editor original: Enylu (v1.0)

ePub base v2.0

A Rida

0

Ésta es la historia de Mimoun, hijo de Driouch, hijo de Allal, hijo de Mohamed, hijo de Muhand, hijo de Bouziane, al que nosotros simplemente llamaremos Mimoun. Es su historia y es la historia del último de los grandes patriarcas que forman la larga cadena de antepasados de los Driouch. Cada uno de ellos vivió, actuó e influyó en la vida de todos los que los rodearon con la firmeza de las grandes figuras bíblicas.

Sabemos poco acerca de cómo se forma un gran patriarca o un patriarca mediocre, su origen se pierde en el principio de los tiempos y aquí no nos interesan los orígenes. Hay muchas teorías respecto a ello que pretenden explicar la perpetuidad de este tipo de orden social, que ha existido desde siempre y que aún hoy perdura. Tanto dan los razonamientos deterministas y las explicaciones pseudomágicas. El hecho es que Mimoun marca la finalización abrupta de esta línea sucesoria. Ningún otro hijo suyo se identificará con la autoridad que lo precedía ni intentará reproducir los mismos esquemas discriminatorios y dictatoriales.

Ésta es la única verdad que os queremos contar, la de un padre que debe afrontar la frustración de no ver cumplido su destino, la de una hija que, sin habérselo propuesto, cambió la historia de los Driouch para siempre.

Primera Parte
1

UN HIJO ESPERADO

Aquel día nació, después de tres niñas, el primero de los hijos de Driouch de Allal de Mohamed de Muhand de Bouziane, etc. Era el afortunado, Mimoun, por haber nacido después de tanta mujer.

El día no empezó con singularidad alguna; era un día como cualquier otro. Incluso si las grandes señoras envueltas en telas blancas que se suelen fijar en ese tipo de asuntos tuvieran que explicar qué hacía prever ese nacimiento, no habrían podido apuntar nada extraño. No había señales en el cielo, ni espesas nubes en el horizonte del crepúsculo, ni esa especie de calma angustiosa, ni un sol ardiente cerca del mediodía. Ni siquiera el rebaño de corderos parecía más alborotado que de costumbre. El asno no movía las orejas de aquella peculiar manera que indicaba que algo estaba a punto de suceder. Tampoco los barrancos del río resonaban más de lo habitual.

No pasó ni lo que suele pasar en estos casos: la abuela, la madre de Mimoun, no se levantó por la mañana con esa suerte de presentimiento de que era el día señalado, aunque faltasen todavía unas cuantas jornadas para la luna nueva. Nada de todo eso. Ni el dolor de riñones, ni el ir y venir que provocaba la incertidumbre de las contracciones hasta romper aguas.

La abuela se había levantado como siempre, con el canto del gallo, muy pesada ya, pese a la discreta barriga de ese cuarto embarazo. Había preparado la masa del pan como siempre, blanca y blanda como el vientre de una mujer estéril. Había hecho sus abluciones matinales mientras la masa fermentaba y se había postrado varias veces ante el Supremo.

Había salido a recoger los higos de las chumberas con el alargado trebejo de tentáculos rígidos donde se metía la pieza elegida. Allí mismo, una gruesa gota de sudor le resbaló a lo largo de las sienes enmarcadas por el blanco pañuelo y por las trenzas que sobresalían, negras, bruñidas con aceite.

La vecina había salido a saludarla diciendo: ¡ay, menuda barriga tienes! ¿Y estás segura de que no será otra niña? Que sea lo que Dios quiera, si viene sano y vivo, niño o niña, debemos aceptar su gracia y su bendición.

En el fondo, a ella le daba igual que fuera niña. Pero ¿qué haría cuando otros y criaran allí a su descendencia, y los hijos de ellas ya no recordasen su linaje? Seguramente todo eso del linaje le daba exactamente lo mismo, pero la soledad… La vecina-cuñada ya tenía dos hijos varones. Ella, hasta el momento, había fracasado como esposa, no había cumplido el objetivo principal. El proyecto de los Driouch no estaba saliendo según lo previsto.

La abuela había bebido sangre de erizo, se había bañado con agua donde había diluido el esperma de su marido y se había hecho humear la entrepierna con la mezcla que hervía al fuego, elaborada a base de azufre, amapolas desmenuzadas y excrementos secos de paloma.

Todos los remedios que las abuelas de la época le habían recomendado. No vayas a fiestas donde las miradas de las más celosas puedan hacer cambiar el sexo del pequeño si fuera varón, y no saques barriga delante de las que sabes que te consideran rival. No te fíes de nadie y rocía la entrada de la puerta con tu primera orina del día. Si ellas entran, sus males no lo harán.

Aquel día la abuela estuvo trajinando como siempre, con los brazaletes de plata tan gruesos que hacían clone clone contra el gran recipiente de barro cocido donde trabajaba una y otra vez la masa medio fermentada. Clone clone y se limpiaba los dedos del blanco que se le había quedado pegado. Con el índice juntaba los trocitos con el resto, el toque final. Como una nota musical.

Sólo cuando ya hacía un rato que cocía el pan con las mejillas encendidas por el fuego de las ramitas, tosiendo de vez en cuando, con todo el peso sobre las plantas de los pies y las rodillas abiertas al calor, sólo cuando ya le faltaba por cocer la pieza más pequeña, dijo ay y se vio los pantalones mojados de un beige indefinido. La humedad se le había metido por el amplio
serual
, por la primera camisa, por la primera capa del vestido, por la segunda capa sobrepuesta a la primera, hasta traspasar encima mismo del delantal.

Era el parto, que no se había anunciado.

Corrió a llamar a su suegra y le dijo que no le dolía nada, pero que ya estaba empapada de arriba abajo.

Un mal augurio.

La abuela se puso en cuclillas y se cogió a la cuerda que colgaba del techo. Miraba las vigas hechas de troncos, menudos agujeros de carcoma. Una de cada color. Levantó la cabeza para mirar hacia el otro extremo mientras se agarrabalas rodillas con todas sus fuerzas y comenzó a empujar. Parecía colgada de la cuerda, como un cordero. Empujó. No tuvo que insistir mucho más, aunque hubo un momento en que se sintió presa de un estreñimiento enorme y pensó si aún estaría a tiempo de detener la salida, de hacer volver atrás a aquella cosa tan enorme. No, no podía. La suegra, colocada detrás y agarrándole el vientre con ambas manos por encima de la cintura, le ordenaba continuar con su ineludible misión. En nombre de Dios, empuja, en nombre de Dios, ampáranos, Señor, empuja. Los niños que nacen sin dolor son un mal presagio, hija. Si no te duelen al nacer, te dolerán el resto de tu vida.

Y así fue. Aquel día nació Mimoun, el afortunado, el que tendría el honor de concluir las generaciones y generaciones de patriarcas destinados a hacer del mundo un lugar ordenado y decente. Con él se acabaría para siempre la condena del patriarcado. Aunque él aún no lo sabía. Y la abuela, que presentía y soñaba tantas cosas que acababan siendo ciertas, no había ni soñado ni intuido todo eso. Pero, exhausta, había oído los «iuius» de las mujeres de la casa, que anunciaban la buena nueva al pueblo entero: en casa de los Driouch había nacido un niño. Se elevó la estridencia de los gritos salidos de las bocas con lenguas que estallaban frenéticas a derecha e izquierda.

2

EL HIJO DEL PADRE

Mimoun recibió su primera bofetada a los seis meses. Plaf, sonó, sorda. La mano que se había encastrado a duras penas había tenido superficie donde estrellarse, pero de todas formas había sonado así, plaf, sorda. No sabemos cómo debió de recibir Mimoun una notificación tan impactante, ni si aprendió algo de ella.

Su padre se lo pensó bien. Le había avisado. Primero había advertido a la madre: haz callar a este carajo de crío, dijo. Había avisado a las hermanas de Mimoun, hacedlo callar de una vez, debió de decir. Pero todas ellas se lo habían ido pasando, meciéndole dentro del fardillo donde lo protegían del mundo. Mimoun seguía abriendo la boca y soltando unos gritos que, en defensa de Driouch, tenemos que decir que seguramente debían de ser bastante insufribles. Él había advertido a las hermanas, a la madre y, finalmente, no había podido más y amenazó al pequeño. Cállate ya de una vez, que me estás volviendo loco, le debió de decir. ¡Dios maldiga a los antepasados de la madre que te parió! La abuela ya estaba acostumbrada a oírse increpar de ese modo y lo debía de mirar de reojo, con los músculos del rostro inmóviles, como a punto de lanzarle un escupitajo de esos que salen del fondo de la garganta. Pero no diría nada y debió de continuar acunando a Mimoun arriba y abajo, cada vez más de prisa, ya no sentada sino dando vueltas con los pies en medio de la claridad que dejaba entrar la puerta de la alcoba, incluso por encima de la blandura del barro seco del patio, que así los berridos se esparcían por el cielo y llegaban más tenues a la habitación del abuelo.

Pero el abuelo tenía un mal día, el tabaco que solía esnifar se le había acabado, en la tiendecita del pueblo no quedaba y hasta la mañana siguiente ningún coche saldría hacia la ciudad más cercana. Miraba el pañuelo sucio en el que había estornudado los últimos gramos aspirados por el agujero derecho de la nariz, que le habían subido hasta algún rincón y le provocaban aquella especie de pequeños orgasmos, lentos y secos, para volver a salir después mezclados con la mucosidad característica de ese tipo de cavidades del cuerpo humano. Pero de eso hacía ya rato. Tanto rato como el que hacía que Mimoun bramaba.

Y así fue que se levantó de golpe de la alfombra de piel de cordero teñida de hena donde estaba medio tendido. Hay que decir en defensa de Mimoun que estaba en la estancia del otro lado del patio. Se podría pensar que ese gesto fue una muestra de susceptibilidad por parte de Driouch. Pero ocurrió así, se levantó poniendo primero el peso endina del pulgar y del índice de ambas manos, como si de un corredor se tratara, se dio impulso para llegar hasta donde estaba la abuela con los labios apretados y los ojos más alejados de su sitio de lo que era habitual. Quizá sucedió así, si queremos entender por qué Mimoun recibió su primera bofetada a los seis meses. Plaf, bien sorda y apenas tocando el rostro del chiquillo, mientras la abuela trataba de protegerlo echando sus hombros encima de él. Pero la había pillado desprevenida, de otra forma no hubiera podido cumplir su objetivo. El suelo del patio no reflejó lo suficiente el sonido apagado de sus pies descalzos. La abuela habría evitado la bofetada si no hubiera sido porque él le debió de pasar la mano por detrás para soltar toda la fuerza de su antebrazo sobre el pequeño bulto que apenas podía distinguir. Fue un golpe de esos que uno no piensa demasiado, que se da intentando alcanzar lo que puedas, intentando deshacerse de la rabia, quizá incluso soltó uno de esos gemidos más propios de animales que de personas.

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