Read El secreto de los flamencos Online

Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (6 page)

Fue en ese momento cuando entró el maestro y presenció el epílogo de la escena. Pidió explicaciones sin demasiada convicción, más molesto por el escándalo que por el motivo de la discusión y, ante el silencio conseguido, sin otorgarle apenas importancia al altercado, se dio media vuelta y volvió a sus ocupaciones.

Pietro della Chiesa estaba dispuesto a contarle todo a su tutor. Pero la idea de que Hubert van der Hans pudiera enterarse de la denuncia lo aterrorizaba. Se dijo que debía encontrar el momento oportuno. Porque desde ese día Pietro tuvo la firme convicción de que su condiscípulo era, en realidad, un espía enviado por los hermanos Van Manden Pero la pregunta era: ¿cómo se habían enterado de la existencia del manuscrito, que sólo él y su maestro conocían? Quizá Pietro della Chiesa nunca hubiese podido responder este interrogante. O, quizá, en su elucidación había encontrado el motivo de su muerte. Lo cierto es que, para Pietro, el recinto de la biblioteca se había convertido, en las últimas semanas, en el lugar de las pesadillas o, más bien, en su propia condena.

Por otro lado, fue en ese mismo lugar donde también Hubert había sido furtivo testigo de un extraño episodio. En el curso de los primeros interrogatorios, Severo Setimio tuvo conocimiento de un hecho que llamó su atención: algunas semanas atrás había llegado a Florencia una dama, la esposa de un comerciante portugués, con el propósito de hacerse retratar por el maestro. Por alguna razón, Francesco Monterga mantuvo su nuevo encargo en el más hermético secreto. Su cliente llegaba a la casa de forma subrepticia y, envuelta en un velo que le cubría la cara, con la cabeza gacha, pasaba rápidamente hacia la biblioteca. Cada vez que llamaban a la puerta, el maestro ordenaba a sus discípulos que se encerraran en una estancia vecina al taller, y sólo los autorizaba a salir después de que la enigmática visita se retirara. Muchas veces se había quejado Francesco Monterga de las excéntricas veleidades de los burgueses, pero esto parecía demasiado. Una tarde, corroído por la intriga, Hubert van der Hans se deslizó sigilosamente hasta la puerta del recinto privado donde trabajaba el maestro. La puerta estaba levemente entornada; y, a través del ínfimo intersticio, pudo ver a la mujer: la espalda, el medio perfil de su busto adolescente, y apenas uno de los pómulos de su rostro huidizo. Le bastó para inferir que se trataba de una persona muy joven, y con su ardor juvenil la imaginó inmensamente bella. Frente a la joven, de pie junto al caballete, estaba Francesco Monterga haciendo los primeros apuntes a carbón.

Las visitas se prolongaron a lo largo de una semana. Pero el último día la visitante, tan sigilosa hasta aquel momento, rompió imprevistamente el silencio. Los gritos de la portuguesa llegaban hasta el taller. Indignada, se quejaba ante el pintor dando voces y manifestando su disconformidad con el progreso del trabajo. Hubert no creía que hubiese nadie capaz de dirigirse de ese modo al maestro florentino. El escándalo terminó con un sonoro portazo.

Desde luego, ninguno de sus discípulos se atrevió a comentar jamás este bochornoso episodio con Francesco Monterga. Este acontecimiento en apariencia intrascendente —no más que una afrenta olvidable—, habría de encadenarse con un hecho ulterior de consecuencias en aquel entonces insospechadas.

Cuando los sepultureros terminaron de apisonar la tierra, Francesco Monterga rompió en un llanto ahogado y tan íntimo que no hubiera admitido ni siquiera el intento de un consuelo. Tal vez por esa razón, el abate Tomasso Verani contuvo el impulso de acercarse a ofrecerle una palabra de alivio. Se limitó a mirar sucesivamente a cada uno de los deudos, como si quisiera penetrar en lo más recóndito de su espíritu y encontrar allí una respuesta a la pregunta que nadie parecía atreverse a formular: ¿quién mató a Pietro della Chiesa?

Parte 2

Azul de ultramar

I

A la misma hora en que acababan de enterrar a Pietro della Chiesa en Florencia, en la extensa concavidad hundida entre el Mar del Norte y las Ardenas, al otro extremo de Europa, el sol era apenas una conjetura tras un techo de nubes grises. Como si fuesen ramas verticales en busca de un poco de luz, los altísimos cimborrios de las iglesias de Brujas se perdían entre las nubes ocultando sus agujas. Era la hora en la que debían sonar, a un mismo tiempo, las campanas de las tres torres que dominaban la ciudad: las de
Salvators kathedraal
, las de la iglesia de Nuestra Señora y las de la torre del Belfort. Sin embargo, el carillón de los cuarenta y siete bronces estaba mudo. Sólo se escuchó una sola y débil campanada, cuya reverberación se perdió con el viento.

Hacía varios años que la máquina del reloj se había detenido. Un silencio sepulcral reinaba en la Ciudad Muerta. Brujas ya no era el corazón palpitante de la Europa del norte que brillaba bajo el resplandor del florecimiento de los gremios. Ya no era la pérfida y altiva dama de Flandes bajo el reinado de los Borgoña, sino un fantasma gris, ruinoso y silente.

Desde que el cauce del río Zwin se convirtió de un día para el otro en un pantano, la ciudad se quedó huérfana de mar. La caudalosa corriente de agua que unía Brujas con el océano se había transformado en una ciénaga innavegable. Aquel puerto que otrora acogía en sus fondeaderos a los barcos venidos a través de todos los mares y ríos del mundo, ahora no era más que una serie de muretes en torno a una ciénaga. Por otra parte, la absurda muerte de María de Borgoña, aplastada bajo la grupa de su caballo, había marcado el fin del reino de los duques borgoñones. Pero cuando al rigor de la fatalidad se sumó la necedad de los nuevos gobernantes, que habían aumentado los impuestos inicuamente, la paciencia de los ciudadanos acabó por colmarse, y el príncipe Maximiliano, viudo de María, terminó encerrado en la torre de Cranenburg a manos del pueblo.

Todos los reinos de Europa se sobrecogieron ante la noticia. Cuando el rey Federico III, padre de Maximiliano, envió sus fuerzas armadas, el príncipe fue liberado después de hacer la promesa de respetar los derechos de la poderosa burguesía. Pero la venganza de Maximiliano habría de ser descomunal, y significó una sentencia de muerte para la orgullosa ciudad de Brujas: el príncipe decidió trasladar a Gante la residencia imperial y ceder a Amberes las prerrogativas comerciales y financieras que detentaba Brujas. Desde esa fecha, y durante los cinco siglos siguientes, la ciudad habría de conocerse como la
Ville Morte
.

Aquella mañana, bajo ese sudario de nubes grises, Brujas se veía más triste que nunca. Sólo se oía el lamento del viento aullando contra la aguja de la cúpula que coronaba la torre de Cránenburg. El centro de la ciudad, en la plaza del
Markt
, el otrora bullicioso mercado, era ahora un exiguo páramo de piedra. Más allá, sobre el pequeño puente que cruzaba por sobre la calle del Asno Ciego, se levantaba el singular taller de los hermanos Van Manden Era un diminuto cubo de cristal construido sobre el arco elevado, cuyas paredes laterales eran dos ventanales enfrentados entre sí. El acceso al taller era indescifrable, un camino laberíntico que se iniciaba en una puerta cercana a la esquina de la calle. Para llegar a los altos, después de cruzar la puerta, estrecha y de bajo dintel, había que atravesar un pasillo en penumbras, subir una escalera angosta y tortuosa, y decidirse al azar por una de las tres puertas que aparecían en la planta superior. De modo que los visitantes ocasionales preferían gritar desde la calle hacia los ventanales del puente.

Tal era el caso del mensajero que, después de varios fracasos, entrando y saliendo por cuanta puerta se le presentaba a uno y otro lado de la calle del Asno Ciego, decidió romper el silencio matinal, vociferando el nombre de Dirk van Manden.

El maestro estaba preparando la imprimación de una tabla. Su hermano mayor, Greg, sentado junto al fuego del hogar, seleccionaba al tacto los materiales que luego habría de moler para elaborar los pigmentos. Cuando escucharon el grito del mensajero no se sobresaltaron; estaban acostumbrados a tal procedimiento. Dirk se incorporó, dejó la tabla, se asomó a la ventana y comprobó que no conocía al recién llegado. Un poco contra su voluntad, ya que el frío de afuera era tenaz y la casa se mantenía caliente, abrió una de las hojas de la ventana.

Un viento helado le punzó las mejillas. El mensajero le dijo que traía una carta a su nombre. Habida cuenta de la dificultad que suponía explicarle el camino a los altos, y de la pereza que le provocaba al maestro la idea de bajar a su encuentro, Dirk van Mander descolgó desde lo alto del pequeño puente una talega de cuero sujeta por una soga que tenía preparada para tales circunstancias. Cuando tuvo la carta en sus manos, rompió el lacre y desplegó el breve rollo con displicencia. Leyó la nota rápidamente y no pudo evitar un acceso de euforia. Jamás imaginó que aquella grata noticia habría de significar un vuelco tan enorme en su resignada existencia.

II

Era verdaderamente notable la destreza del mayor de los hermanos Van Mander para el preparado de los colores. Sus manos iban y venían de frasco en frasco, separando el molido de los pigmentos, mezclándolos con las emulsiones y los disolventes con una precisión extraordinaria. Prescindía para tales manipulaciones de la ayuda de las balanzas, los goteros o los tubos marcados. Se hubiera podido afirmar que era capaz de trabajar con los ojos cerrados, y de hecho así era ya que Greg van Mander se había quedado ciego. Precisamente cuando se encontraba en el punto más elevado de su carrera había sufrido la tragedia. Esto último coincidió en el tiempo con otro hecho. Por aquel entonces Greg van Mander estaba trabajando bajo la protección de los duques de Borgoña. En 1441, Jan van Eyck, el más grande de los pintores de Flandes y, a decir de muchos, el que mejor conocía las claves del color, se llevó sus fórmulas secretas a su sepulcro en la iglesia de San Donaciano.

En ese momento el duque Felipe III le encomendó a Greg van Mander la difícil tarea de volver a descubrir las recetas con las que Van Eyck obtenía sus colores inigualables. Y, contra todo pronóstico, Greg van Mander no sólo consiguió igualar perfectamente las técnicas de su antecesor, sino que llegó a concebir un método que incluso las mejoraba.

A partir de sus hallazgos, comenzó a pintar
La Virgen del Manto Dorado
, la obra maestra con la que pretendía mostrar su descubrimiento a Felipe III. Quienes tuvieron el raro privilegio de ver las sucesivas fases del trabajo de Greg atestiguaron que, en efecto, nunca hasta entonces habían contemplado nada semejante. No tenían palabras para describir la viva calidez de las veladuras; la piel de la Virgen presentaba, por un lado, la exacta apariencia de la materia viviente y, por otro, la inasible sustancia de la santidad. Se hubiera dicho que los ojos estaban hechos del mismo color de los pigmentos que tiñen el iris, y que guardaban la luz de quien ha sido testigo de la milagrosa concepción. Otros hacían notar que incluso el manto dorado estaba libre del artificio plano que solía revelar el uso del polvo de oro mezclado con barnices o aplicado en la delgada capa de los panes. Sin embargo, cuando apenas faltaban los últimos retoques, y sin que nada pudiera anunciarlo, Greg van Mander perdió la vista por completo sin llegar a concluir su obra.

Este hecho, y otros tan igualmente turbios y poco documentados como aquella tragedia, rodearon esa Virgen de Van Mander de un halo de oscurantismo y superstición. Y lo cierto fue que el propio pintor, furioso por haber sido víctima de un destino tan desdichado, decidió destruir su pintura antes de que pudiera verla Felipe III. El hermano menor, Dirk, que entonces era muy joven, casi un niño, fue testigo del iracundo desconsuelo de Greg, y llegó a ofrecérsele para concluir el trabajo. Pero Greg ni siquiera le permitió volver a ver la obra antes de arrojarla al fuego.

Dirk, que se había iniciado como miniaturista, heredó rápidamente el oficio de su hermano mayor. Greg le enseñó todos los secretos del trabajo; sin embargo, se abstuvo escrupulosamente de revelarle aquellos atinentes a la preparación de los colores, o, al menos, no más que los rudimentos y las nociones elementales. La decisión de legarle la herencia habría de fundamentarse en una cláusula inamovible: Dirk se dedicaría únicamente a la ejecución de obras, mientras que Greg se encargaría de preparar las imprimaciones, los temples, los barnices, y los aceites de adormideras y nueces con los que se disolvían los pigmentos. Y Dirk tuvo que jurar que nunca se inmiscuiría en la técnica que su hermano mayor se reservaría siempre para sí.

Con los años, los hermanos Van Mander llegaron a convertirse en los sucesores de los Van Eyck. Sus pinturas eran admiradas en la corte de los duques de Borgoña, y el reconocimiento de su obra acabó viajando más allá de los límites de las ciudades de Brujas y de Amberes, de Gante y de Hainaut, e incluso cruzó las fronteras y se difundió más allá de las Ardenas. Desde los lugares más remotos de Europa llegaban jóvenes que suplicaban ingresar a su taller como discípulos o aprendices.

Sus temples sobre tabla, sus óleos y frescos eran logradísimos y conseguían deslumbrar a monarcas y banqueros de toda Europa. Su fama iba creciendo con cada nueva obra terminada; cardenales, príncipes y comerciantes prósperos solicitaban sus servicios y confiaban en pasar a la posteridad retratados por ellos. Sin embargo, ninguna de las pinturas alcanzó jamás a ser ni siquiera una remota sombra de la
La Virgen del Manto Dorado
. Ciego y silenciosamente indignado por su destino, Greg van Mander renunció a la técnica perfecta que había llegado a descubrir, y le hizo jurar a su hermano pequeño que jamás pretendería siquiera investigar ninguna técnica que tratara de superar la de sus antecesores, los Van Eyck.

En las postrimerías del imperio de los Borgoña, cuando Maximiliano decidió trasladar la residencia ducal a Gante, propuso a Greg y Dirk mudarse a la nueva y próspera capital. Pero el mayor de los hermanos no estaba dispuesto a abandonar Brujas; nunca habría de perdonarle al duque la sentencia de muerte que hiciera caer sobre su ciudad natal. Como por reacción transitiva, un resentimiento sordo iba poco a poco horadando el espíritu de Dirk; así como Greg alimentaba su rencor hacia Maximiliano cuando asistía a la progresiva ruina de Brujas, Dirk no podía dejar de maldecir el destino al que lo había condenado su hermano, mientras veía cómo su juventud se iba consumiendo en la negra melancolía de la Ciudad Muerta.

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