Aquella última frase pareció ejercer un efecto inmediato. Los raptos de iracundia de Francesco Monterga solían ser tan altisonantes como efímeros; inmediatamente las aguas solían volver al cauce de su espíritu y la furia se disipaba tan pronto como se había desatado. El pintor se detuvo justo debajo del dintel del portal, miró al pequeño Pietro y entonces no pudo evitar recordar a su propio maestro, el gran Cosimo da Verona.
Francesco Monterga, con la cabeza gacha y un poco avergonzado, le recordó al abate que era un hombre pobre, que apenas si le alcanzaba el dinero para su propio sustento. Le hizo ver que su trabajo en la decoración del Palazzo Medid, bajo la despótica dirección de Michelozzo, además de terminar de romperle las espaldas, no le dejaba más que unos pocos ducados.
—Nada tengo para ofrecer a este pobre huérfano —se lamentó, sin dejar de mirar al suelo.
—Pero quizá sí él tenga mucho para daros —contestó el abate, mientras veía cómo el pequeño Pietro bajaba la cabeza ruborizado, sintiéndose responsable de la discusión.
Entonces el padre Verani le invocó formalmente al pintor los reglamentos de tutoría, según los cuales se le otorgaba al benefactor el derecho de servirse del trabajo del ahijado, y le recordó que, en el futuro, podía cobrarse los gastos de alimentación y manutención cuando el desamparado alcanzara la mayoría de edad. Le hizo notar asimismo que en las manos de aquel niño había una verdadera fortuna, le insistió en que bajo su sabia tutela habría de convertirse en el pintor más grande que haya dado Florencia y concluyó diciendo que, de esa forma, Dios le retribuiría su generosidad con riquezas en la Tierra y, por toda la eternidad, con un lugar en el Reino de los Cielos.
El padre Verani, ganado por una tristeza que se le anudaba en la garganta y un gesto de pena disimulado tras una sonrisa satisfecha, vio cómo la enorme figura del maestro se alejaba seguida del paso corto, ligero y feliz del pequeño Pietro della Chiesa a salvo, por fin, de los designios del prior Severo Setimio. Al menos por un tiempo.
Y ahora, viendo cómo los sepultureros terminaban de hacer su macabra tarea, Francesco Monterga evocaba el día en que aquel niño de ojos negros y bucles dorados había llegado a su vida.
La primera vez que el pequeño Pietro entró en su nueva casa sintió una felicidad como nunca antes había experimentado. No le alcanzaban sus dos enormes ojos oscuros para mirar las maravillas que, aquí y allá, abarrotaban las estanterías del taller: pinceles de todas las formas y tamaños, espátulas de diversos grosores, morteros de madera y de bronce, carbones de tantas variedades como jamás había imaginado, esfuminos, goteros, paletas que, de tan abundantes, parecían haberse generado con la misma espontánea naturalidad con la que crecen las lechugas; sanguinas y lápices con mango de cristal, aceites de todas las tonalidades, frascos repletos de pigmentos de colores inéditos, tintas, y telas y tablas y marcos, e innumerables objetos y sustancias cuya utilidad ni siquiera sospechaba.
Desde su escasa estatura, Pietro miraba fascinado los compases, las reglas y las escuadras; en puntas de pie se asomaba a los inmensos caballetes verticales, girando la cabeza hacia uno y otro lado miraba la cantidad de papeles y pergaminos, y hasta los viejos trapos con los que el maestro limpiaba los utensilios le parecieron verdaderos tesoros. Se detuvo, absorto, frente a una tabla inconclusa, un viejo retrato del duque de Volterra que Francesco Monterga se resistía a terminar desde hacía años. Observaba cada trazo, cada una de las pinceladas y la superposición de las distintas capas con la ansiedad impostergable del niño que era. Miró de soslayo a su nuevo tutor con una mezcla de timidez y admiración. Su corazón estaba inmensamente feliz. Todo aquello estaba ahora al alcance de su mano. Hubiera querido tomar una paleta y, en ese mismo instante, empezar a pintar. Pero todavía no sabía cuánto faltaba para que llegara ese momento.
Esa noche el maestro y su pequeño discípulo comieron en silencio. Por primera vez en muchos años Francesco Monterga compartía su mesa con alguien que no fuera su propia sombra. No se atrevían a mirarse; se diría que el viejo maestro no sabía de qué manera dirigirse a un niño. Pietro, por su parte, temía importunar a su nuevo tutor; comía intentando hacer el menor ruido posible y no dejaba de mover nerviosamente las piernas que colgaban desde la silla sin llegar a tocar el suelo. Hubiera querido agradecerle la generosidad de haberlo tomado bajo su cuidado pero, ante el cerrado silencio de su protector, no se animaba a pronunciar palabra.
Hasta ese momento, Pietro nunca se había preguntado nada acerca de su orfandad; no conocía otro hogar que el
Ospedale
no sabía, exactamente, qué era un padre. Y ahora que tenía una casa y, por así decirlo, una familia, una tristeza desconocida se instaló de pronto en su garganta. Cuando terminaron de comer, el pequeño se descolgó de la silla y recogió los platos, examinó la cocina, y con la vista buscó la cubeta donde lavarlos. Sin levantarse, Francesco Monterga señaló hacia un rincón. Sentado en su silla, y mientras el niño lavaba los platos, el maestro florentino miraba a su inesperado huésped con una mezcla de extrañeza y satisfacción.
Cuando terminó con su tarea, Pietro se acercó a su tutor y le preguntó si se le ofrecía algo. Francesco Monterga sonrió con la mitad de la boca y negó con la cabeza. Como impulsado por una inercia incontrolable, el pequeño caminó hacia el taller y, otra vez, se detuvo a contemplar los tesoros que atiborraban los anaqueles. Respiró hondo, llenándose los pulmones con aquel aroma hecho de la mezcla de la almáciga, del pino y las nueces para preparar los aceites y resinas. Entonces su tristeza se disolvió en los efluvios de aquella mezcla de perfumes hasta desvanecerse. El maestro decidió que era hora de dormir, de modo que lo condujo hacia el pequeño altillo que habría de ser, en adelante, su cuarto.
—Mañana habrá tiempo para trabajar —le dijo y, tomando uno de los lápices de mango de cristal, se lo ofreció.
Pietro se durmió con el lápiz apretado entre sus manos deseando que la mañana siguiente llegara cuanto antes.
Cuando se despertó tuvo terror de abrir los ojos y descubrir que todo aquello no hubiera sido más que un grato sueño. Temía despegar los párpados y encontrarse con el repetido paisaje del techo descascarado del orfanato.
Pero allí estaba, en su mano, el lápiz que le diera Francesco Monterga la noche anterior. Entonces sí, abrió los ojos y vio el cielo radiante al otro lado del pequeño ventanuco del altillo. Se incorporó de un salto, se vistió tan rápido como pudo y corrió escaleras abajo. En el taller, de pie frente al caballete, estaba su maestro preparando una tela. Sin mirarlo, Francesco Monterga le reprochó, amable pero severamente, que ésas no eran horas para empezar el día. Tenía que acostumbrarse a levantarse antes del alba. El pequeño Pietro bajó la cabeza y antes de que pudiera intentar una disculpa el viejo maestro le dijo que tenían una larga jornada de trabajo por delante. Inmediatamente tomó un frasco repleto de pinceles y lo depositó en las manos de su nuevo discípulo. A Pietro se le iluminó la cara. Por fin iba a pintar como un verdadero artista, bajo la sabia tutela de un maestro. Cuando estaba por elegir uno de los pinceles, Francesco Monterga le señaló una tinaja llena de agua marrón y le ordenó:
—Quiero que queden bien limpios. Que no se vea ni un resto de pintura.
Antes de retomar su tarea, el pintor volvió a asomarse desde el vano de la puerta y agregó:
—Y que no pierdan ni un solo pelo.
El pequeño Pietro se ruborizó, avergonzado de sus propias y desatinadas ilusiones. Sin embargo, se hincó sobre el cubo y comenzó su tarea poniendo todo su empeño. Habían sonado dos veces las campanas de la iglesia cuando estaba terminando de limpiar el último pincel. Antes de que pusiera fin a su trabajo, Francesco Monterga se acercó a su aprendiz y le preguntó dónde estaba el lápiz que le había dado la noche anterior. Con las manos mojadas y las yemas de los dedos blancas y arrugadas, Pietro rebuscó en la talega de cuero que llevaba colgada a la cintura, extrajo el lápiz y lo exhibió vertical frente a sus ojos.
—Muy bien —sonrió el maestro—, es hora de empezar a usarlo.
Pietro no se atrevió a alegrarse; pero cuando vio que Francesco Monterga traía un papel y se lo ofrecía, su corazón latió con fuerza. Entonces el maestro señaló la inmensa estantería que alcanzaba las penumbrosas alturas del techo y le dijo que ordenara absolutamente todo cuanto se apiñaba en los infinitos anaqueles, que limpiara lo que estuviera sucio y que luego, con lápiz y papel, hiciera un inventario de todas las cosas. Y antes de volver hacia el caballete le dijo que le preguntara por el nombre de los objetos que desconociera.
Sin que Pietro pudiera saberlo, aquél era el primer peldaño de la empinada escalera que constituía la formación de un pintor. Así lo había escrito quien fuera el maestro de Francesco Monterga, el gran Cosimo da Verona. En su Tratado de pintura, indicaba:
Lo primero que debe conocer quien aspire a ser pintor son las herramientas con las que habrá de trabajar. Antes de hacer el primer boceto, antes de trazar la primera línea sobre un papel, una tabla o una tela, deberás familiarizarte con cada instrumento, como si fuera parte de tu cuerpo; el lápiz y el pincel habrán de responder a tu voluntad de la misma manera que lo hacen tus dedos. (…) Por otra parte, el orden es el mejor amigo del ocio. Si, ganado por la pereza, dejases los pinceles sucios, será mucho mayor el tiempo que debas invertir luego para despegar las costras secas del temple viejo. (…) El mejor y más caro de los pinceles de nada habrá de servirte si no está en condiciones, pues arruinaría tanto el temple como la tabla. (…) Tendrás que saber cuál es la herramienta más adecuada para tal o cual fin, antes de usar un carbón debes comprobar su dureza: una carbonilla demasiado dura podría arruinar el papel y una muy blanda no haría mella en una tabla; un pincel de pelo rígido arrastraría el material que no ha terminado de fraguar por completo y otro demasiado flexible no fijaría las capas gruesas de temple. Por eso, antes de iniciarte en el dibujo y la pintura, debes poder reconocer cada una de las herramientas.
Había caído la noche cuando Pietro, cabeceando sobre el papel y haciendo esfuerzos sobrehumanos para mantener los párpados separados, terminó de hacer la lista con cada uno de los objetos de la estantería. Francesco Monterga miró los altos anaqueles y descubrió que no tenía memoria de haberlos visto alguna vez tan ordenados. Los frascos, pinceles y herramientas estaban relucientes y dispuestos con un orden metódico y escrupuloso. Cuando el maestro volvió a bajar la vista vio al pequeño Pietro profundamente dormido sobre sus anotaciones. Francesco Monterga se felicitó por su nueva inversión. Si todo se ajustaba a las previsiones del abate, en algunos años habría de cosechar los frutos de la trabajosa enseñanza.
Siempre siguiendo los pasos de su propio maestro, Cosimo da Verona, Francesco Monterga se ceñía a los preceptos según los cuales la enseñanza de un aprendiz se completaba en el decimotercer año. La educación del aspirante, en términos ideales, debía comenzar justamente a los cinco años.
Primero, de pequeño, se necesita un año para estudiar el dibujo elemental que ha de volcarse en el tablero. Luego, estando con un maestro en el taller, para ponerse al corriente en todas las ramas que pertenecen a nuestro arte, comenzando por moler colores, cocer las colas, amasar los yesos, hacerse práctico en la preparación de los tableros, realzarlos, pulirlos, dorar y hacer bien el graneado, serán necesarios seis años. Después, para estudiar el color, decorar con mordientes, hacer ropajes dorados e iniciarse en el trabajo en muro, son necesarios todavía seis años, dibujando siempre, no abandonando el dibujo ni en día de fiesta, ni en día de trabajo. (…) Hay muchos que afirman que sin haber tenido maestros, han aprendido el arte. No lo creas. Te pondré este libro como ejemplo: si lo estudiases día y noche sin ir a practicar con algún maestro, no llegarías nunca a nada; nada que pueda figurar bien entre los grandes pintores.
Durante los primeros tiempos, el pequeño Pietro se resignó a su nueva existencia que consistía en limpiar, ordenar y clasificar. Por momentos extrañaba su vida en el orfanato; sin dudas el alegre padre Verani era un grato recuerdo comparado con su nuevo tutor, un hombre hosco, severo y malhumorado. Pietro admitía para sí que ahora conocía una cantidad de pigmentos, aceites, temples y herramientas cuya existencia hasta hacía poco tiempo ignoraba por completo; reconocía que podía hablar de igual a igual con su maestro de distintos materiales, técnicas y de los más raros artefactos, pero también se preguntaba de qué habría de servirle su nueva erudición si todo aquello le estaba vedado para otra cosa que no fuera limpiarlo, ordenarlo o clasificarlo. Pero Francesco Monterga sabía que cuanto más postergara las ansias de su discípulo, con tanta más fuerza habría de desatarse su talento contenido cuando llegara el momento.
Y el gran día llegó cuando Pietro menos lo esperaba. Una mañana de tantas, el maestro llamó a su pequeño aprendiz. Delante de él había una pequeña tabla, tres lápices, cinco gubias bien afiladas y un frasco de tinta negra. Como homenaje a su maestro, Francesco Monterga encomendó a Pietro della Chiesa su primer ejercicio. En el coro de la capilla del hospital de San Egidio había un pequeño retablo, obra de Cosimo, conocido como
El triunfo de la luz
. El maestro florentino dio a su discípulo la tarea de copiar la obra y luego tallar la tabla con esas gubias resplandecientes. El grabado era la más completa y, por cierto, la más compleja disciplina; combinaba el dibujo, la talla y la pintura. Sin tener las tres dimensiones de la escultura, la figura debía imitar la misma profundidad; sin contar con la ventaja del color, debía ofrecer la impresión de las tonalidades con el único recurso de la tinta negra y el fondo blanco del papel.
Los enormes ojos negros de Pietro no cabían en sus órbitas cuando escuchó al maestro hacerle el encargo. Una sonrisa involuntaria se instaló en sus labios y el corazón pugnaba por salir del pecho. Era, además, toda una muestra de confianza ya que el menor descuido en el uso de las filosas gubias podía significar un accidente horroroso. Sin dudas, era un premio a la paciencia mucho mayor del que podía esperar.
En pocos días el trabajo estuvo terminado. Francesco Monterga estaba maravillado. El resultado fue sorprendente: el grabado no solamente hacía entera justicia del original, sino que se diría que, con el mínimo recurso de la tinta negra, dimanaba una profundidad y una sutileza aún superiores. Pero ni Pietro ni Francesco Monterga imaginaban que aquellas cuatro tallas iban a cambiar el curso de sus vidas.