Read El secreto de los flamencos Online

Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (2 page)

Igual que todos sus hermanos de infortunio, el pequeño fue inscrito en el precario, ilegible y muchas veces olvidado
Registro da Nascita
, con el apellido Della Chiesa. Pero a diferencia de los demás, cuyos nombres se correspondían con el del santo del día en el que ingresaban al
Ospedale degli Innocenti
, el padre Verani decidió romper la regla y bautizarlo Pietro en homenaje a su propia persona, que llevaba por nombre Pietro Tomasso.

El niño demostró muy pronto una curiosidad infrecuente. Sus ojos, negros y vivaces, examinaban todo con el más inusitado interés. Tal vez porque era el protegido del abate, gozó siempre en el
Ospedale
de mayores atenciones que los demás. Pero era un hecho cierto y objetivo que, mucho más temprano de lo habitual, fijó la mirada sobre los objetos de su entorno y empezó a tratar de representarlos. Con tal fin, y muy precozmente, aprendió a utilizar todo aquello que pudiese servir para dejar rastros tanto en el suelo como en las paredes, en su ropa y hasta sobre su propio cuerpo. Sor María, una portuguesa de tez morena que era la encargada de su crianza, día tras día descubría, escandalizada, las nuevas peripecias del pequeño. Cualquier cosa era buena para dejar testimonio de su incipiente vocación: barro, polvo, restos de comida, carbón, yeso arañado de las paredes. Cualquier materia que cayera en sus manos era utilizada de manera inmisericorde sobre cuanta inmaculada superficie estuviera a su alcance. Si la hermana María decidía encerrarlo en castigo, se las componía de cualquier modo para no interrumpir su obra: insectos aplastados, concienzudamente emulsionados con sus propias excreciones, eran para el pequeño Pietro el más estimado de los temples. El gran patio central era su más exquisito almacén de provisiones. Aquí y allá tenía al alcance de la mano las mejores acuarelas: frutas maduras, pasto, flores, tierra, babosas y polen de los más variados colores.

La paciencia y la tolerancia de su protector parecían no tener límites. Sor María no se explicaba por qué razón el abate, que solía mantener la disciplina con mano férrea, permitía que el pequeño Pietro convirtiera el
Ospedale
en un verdadero porquerizo. Antes de mandar a que limpiaran las paredes, el abate se quedaba extasiado mirando la hedionda obra de su protegido, como quien contemplara los mosaicos de la cúpula del Baptisterio. En parte para que la hermana María dejara de cacarear su indignación y terminara de lanzar imprecaciones en portugués, en parte para alimentar la afición de su consentido, el padre Verani le llevó al pequeño un puñado de carbonillas, unas sanguinas, un lápiz traído de Venecia y una pila de papeles desechados por la imprenta del Arzobispado. Fue un verdadero hallazgo. El lápiz se acomodaba a su mano como si fuera parte de su anatomía.

Pietro aprendió a dibujarse a sí mismo antes de poder pronunciar su propio nombre. Y a partir del momento en que recibió aquellos regalos el niño se limitó por fin a la breve superficie de las hojas, aunque nunca abandonó su afán de experimentación con elementos menos convencionales. Los avances eran sorprendentes; sin embargo, las precoces habilidades del pequeño iban a encontrarse contra un muro difícil de franquear.

Los enojos de sor María con Pietro eran tan efusivos como efímeros, en contraste con el incondicional cariño que le prodigaba. Y, ciertamente, sus fugaces raptos de iracundia no eran nada en comparación con la silenciosa furia que despertaba el niño en quien habría de convertirse en una verdadera amenaza para su feliz existencia en el hospicio: el prior Severo Setimio.

Severo Setimio era quien supervisaba todos los establecimientos pertenecientes al Arzobispado. Cada semana, sin que nadie pudiera prever día ni hora, hacía una sorpresiva visita al
Ospedale
. Con los dedos enlazados por detrás de la espalda, el mentón prognatito y altivo, recorría los pasillos, entraba en los claustros y revisaba con escrúpulo, hasta debajo de los camastros, que todo estuviera en orden. Ante la mirada aterrada de los internos, Severo Setimio se paseaba flanqueado por el padre Verani, quien rogaba en silencio que nada hubiera que pudiera irritar el viperino espíritu del prior. Pero las mudas súplicas del cura nunca parecían encontrar abrigo en la Suprema Voluntad; una arruga inopinada en las cobijas, un gesto en el que pudiera adivinar un ápice de irrespetuosidad, el más imperceptible murmullo eran motivos para que, inexorablemente, algún desprevenido expósito fuera señalado por el índice condenatorio de Severo Setimio.

Entonces llegaban las sanciones sumarias e inapelables: los pequeños reos eran condenados a pasarse horas enteras de rodillas sobre granos de almorta o, si las penas era más graves, el mismo prior se ocupaba, personalmente, de descargar el rigor de la vara sobre el pulpejo de los dedos de los jóvenes delincuentes. La más intrascendente minucia era motivo para constituir una suerte de tribunal inquisitorial; si, por ejemplo, durante la inspección algún pupilo dejaba escapar una leve risa por traición de los nervios mezclados con el marcial patetismo que inspiraba la figura del prior, la silenciosa furia no se hacía esperar. Inmediatamente ordenaba que todos se formaran en dos filas enfrentadas; abriéndose paso en el estrecho corredor infantil, examinaba cada rostro y, al azar, elegía un fiscal del juicio sumario. El acusador debía señalar al culpable y determinar la pena que habría de caberle. Si el infortunado elegido mostraba una actitud de complicidad, alegando que desconocía la identidad del responsable, entonces pasaba a ser el culpable de hecho y ordenaba que otro decidiera la pena que le correspondía. Si el prior consideraba que el castigo era demasiado complaciente y fundado en la camaradería, entonces también el indulgente verdugo era acusado.

Y así, condenando a inocentes por culpables, conseguía que alguien confesara el delito original. Pero los castigos antes enumerados eran piadosos en comparación con el más temido de todos, y cuya sola idea despertaba en los niños un terror superior al de la ira de Dios: la casa dei morti.

Éste era el nombre con el que se conocía al viejo presidio, el temido infierno al que descendían aquellos cuyos delitos eran tan graves que significaban la expulsión del
Ospedale
. La casa de los muertos era una fortificación en la cima del alto peñón que coronaba un monte sin nombre. Rodeada por cinco murallas que se precipitaban al abismo, cercada por una fosa de aguas negras que se estancaban al pie de la falda escarpada, resultaba imposible imaginar, siquiera, un modo de fuga. De manera que, por muy cruel que pudiera resultar el castigo, cada vez que el prior dictaba una sentencia a cumplirse intramuros del
Ospedale
, el reo soltaba un suspiro de alivio.

El inspector arzobispal parecía tener un especial interés por el pequeño Pietro. O, dicho de otro modo, el antiguo encono que el prior le profesaba al padre Verani convertía al preferido del cura en el blanco de todo su resentimiento. No bien tuvo noticias de la temprana vocación de Pietro, determinó que quedaba prohibida cualquier manifestación expresada en papeles, tablas, lienzos y, más aún, en muros, paredes o cualquier otra superficie del orfanato. Y, por supuesto, confiscó todos los enseres que sirvieran a tales fines. De manera que, cada vez que sor María escuchaba la voz del prior Severo Setimio, corría a borrar cuanta huella quedara de la demoníaca obra de Pietro. El padre Verani hacía esfuerzos denodados por distraer al inspector arzobispal, con el fin de darle tiempo a la religiosa para que limpiara las paredes, escondiera los improvisados utensilios y lavara las manos del pequeño, cuyos dedos mugrientos delataban el crimen. Sin embargo, aunque el prior no siempre consiguiera reunir las pruebas suficientes, sabía que el padre Verani apañaba las oscuras actividades de Pietro. Ante la duda, de todos modos, siempre había un castigo para el preferido del abate.

El padre Verani sabía que si un espíritu generoso no se apiadaba y tomaba bajo su protección al pequeño Pietro, cuando tuviera la edad suficiente habría de ser trasladado, inexorablemente, a la casa de los muertos.

III

Aquel lejano día en el que Francesco Monterga conoció al protegido del abate, no podía salir de su asombro mientras veía con qué destreza el pequeño blandía el carbón sobre el lienzo. El niño se incorporó, miró al viejo maestro y le ofreció una reverencia. Entonces el padre Verani hizo un leve gesto al niño, apenas un imperceptible arqueo de cejas. Sin decir palabra, el pequeño Pietro tomó un papel, ordinario y sin prensar, se trepó a una silla y, de rodillas, alcanzó la altura de la tabla de la mesa. Clavó sus ojos en los rasgos del maestro y luego lo examinó de pies a cabeza.

Francesco Monterga era un hombre corpulento. Su abdomen, grueso y prominente, quedaba disimulado en virtud de su estatura augusta. La cabeza, colosal y completamente calva, se hubiera dicho pulida como un mármol. Una barba gris y poblada le confería un aspecto beatífico y a la vez temible. La apariencia del maestro florentino imponía respeto. Sin embargo, tanto el tono de su voz como sus modos contrastaban con aquel porte de leñador; tenía un timbre levemente aflautado y hablaba con una entonación un tanto amanerada. Sus dedos, largos y delgados, no dejaban de agitarse, y sus gruesos brazos acompañaban con un ademán ampuloso cada palabra. Cuando por alguna razón se veía turbado, parecía no poder controlar un parpadeo irritante. Entonces sus ojos, pardos y profundos, se convertían en dos pequeñas gemas tímidas y evasivas hechas de incertidumbre. Y tal era el caso ahora, mientras posaba inesperadamente para el precoz artista. El pequeño apretó el carbón entre sus dedos mínimos y se dispuso a comenzar su tarea. No sin cierta curiosidad maliciosa, Francesco Monterga giró de repente su cabeza en la dirección opuesta. Pietro trabajaba concentrado en el papel, de tanto en tanto dirigía una rápida mirada al maestro y parecía no importarle en absoluto que hubiera cambiado de posición. En menos tiempo del que tardó en consumirse el resto de la vela que ardía sobre la mesa, el niño dio fin a su trabajo. Se descolgó de la silla, caminó hasta donde estaba Francesco Monterga, le entregó el papel y volvió a hacer una reverencia.

El maestro contempló su propio retrato y se hubiera dicho que estaba frente a un espejo. Era un puñado de trazos que resumían con precisión el gesto del pintor. Abajo, en letras románicas, se leía:
Francesco Monterga Florentinus Magister Magistral
. El corazón le dio un vuelco en el pecho y, pese a que era un hombre de emociones comedidas, se sorprendió conmovido. Nunca había obtenido un reconocimiento semejante; ningún colega se había molestado en hacer un retrato del maestro. Ni siquiera él se había permitido el íntimo homenaje de un autorretrato. Era la primera vez que veía su rostro fuera del espejo resquebrajado de su habitación. Y, pese a que gozaba de un sólido reconocimiento en Florencia, nunca antes lo habían honrado con el título de
Magister Magistral
. Y ahora, mientras contemplaba el retrato, por primera vez pensó en la posteridad.

Viéndose en la llanura del papel, pudo confirmar que ya era un hombre viejo. Su vida, se dijo, no había sido más que una sucesión de oportunidades desaprovechadas. Podría haber brillado con el mismo fulgor que el Dante había atribuido al Giotto, se creía con el mismo derecho al reconocimiento del que ahora gozaba Piero della Francesca y, ciertamente, merecía la misma riqueza que había acumulado Jan van Eyck de Flandes. Podía haber aspirado como éste a la protección de la Casa Borgoña o a la de los mismísimos Medicis, y no tener que depender del avaro mecenazgo del duque de Volterra. Ahora, en el otoño de su existencia, empezaba a considerar que ni siquiera se había permitido dejar, en su fugaz paso por este valle de lágrimas, la simiente de la descendencia. Estaba completamente solo.

Se hubiera dicho que el padre Verani podía leer en los ojos ausentes de Francesco Monterga.

—Estamos viejos —dijo el abate, y consiguió arrancarle al maestro una sonrisa amarga.

El cura posó sus manos sobre los hombros del pequeño Pietro y lo acercó un paso más hacia el pintor. Carraspeó, buscó las palabras más adecuadas, adoptó un súbito gesto de circunspección y, después de un largo silencio, con una voz entrecortada pero resuelta, le dijo:

—Tomadlo bajo vuestro cuidado.

Francesco Monterga quedó petrificado. Cuando terminó de entender el sentido de aquellas cuatro palabras, mientras giraba lentamente la cabeza hacia el padre Verani, la cara se le iba transfigurando. Hasta que, como si acabara de ver al mismo demonio, con un movimiento espasmódico, retrocedió un paso. Un surco que le atravesaba el centro de las cejas revelaba una mezcla de espanto y furia. De pronto creyó entender el motivo de tanto homenaje.

Francesco Monterga podía pasar de la calma a la ira en menos tiempo del que separa el relámpago del trueno. En esas ocasiones su voz se volvía aún más aguda y sus manos describían en el aire la forma de su furia.

—Eso es lo que queríais de mí.

Agitó el retrato que todavía sostenía entre los dedos, sin dejar de repetir:

—Eso es lo que queríais…

Entonces arrojó el papel a las narices del cura, dio media vuelta y con paso decidido se dispuso a salir del improvisado taller. El pequeño Pietro, ganado por la decepción más que por el miedo, recogió el retrato intentando alisar las arrugas de la hoja con la palma de la mano. En el mismo momento en que Francesco Monterga empezaba a desandar el camino hacia la calle, el abate, que acababa de pasar de la sorpresa a la indignación, lo sujetó del brazo con todas sus fuerzas, al tiempo que le gritaba:

—¡Miserable!

Francesco Monterga se detuvo, se volvió hacia el padre Verani y, rojo de ira, pensó un rosario de insultos e imprecaciones; justo cuando estaba por soltarlos, vio cómo el niño se refugiaba asustado detrás del hábito púrpura del clérigo. Entonces se llamó a silencio limitándose a agitar el índice en el aire. Intentando recuperar la calma, el padre Verani le explicó que era un pecado inexcusable condenar al pequeño otra vez a la orfandad, que estaba seguro de que jamás había visto semejante talento en un niño, lo instó a que mirara otra vez el retrato, y le advirtió que nunca habría de perdonarse por desahuciar ese potencial que Dios había puesto en su camino. Viendo que Francesco Monterga se acercaba a la puerta dispuesto a salir, el padre Verani concluyó:

—Nadie que no tenga un discípulo merece que lo llamen maestro.

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