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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (4 page)

V

Junto a la fosa rectangular que iba devorando con cada nueva palada de tierra los restos corrompidos de quien hasta hacía poco presentaba el aspecto de un efebo, Francesco Monterga no podía evitar una caótica sucesión de recuerdos. De la misma forma que la evocación de un hijo remite a la rememoración del padre, Francesco Monterga pensaba ahora en su propio maestro, Cosimo da Verona. De él había aprendido todo cuanto sabía y de él había heredado, también, todo lo que ignoraba. Y, en efecto, Francesco Monterga parecía mucho más obsesionado por todos aquellos misterios que no había podido develar que por el puñado de certezas del que era dueño. Pero lo que más lo atormentaba, lo que nunca había podido perdonarse, era el vergonzoso hecho de haber permitido que su maestro muriera en prisión, a la que fue llevado por las deudas. Preso, viejo, ciego y en la más absoluta indigencia, ningún discípulo, incluido él mismo, había tenido la generosidad de pagar a sus acreedores y sacarlo de la cárcel. Pero el viejo maestro Da Verona, lejos de convertirse en un misántropo corroído por el resentimiento conservó, hasta el día de su muerte, la misma filantropía que siempre lo guió. Hasta había tenido la inmensa generosidad de dejar en manos del por entonces joven Francesco Monterga su más valioso tesoro: el antiguo manuscrito del monje Eraclius, el tratado
Diversarum Artium Schedula
. Sin dudas, aquel manuscrito del siglo IX excedía con creces el monto de su deuda; pero nunca iba a permitir que acabara en las miserables manos de un usurero. Antes que eso, prefería morir en su celda. Y así lo hizo. Según le había revelado Cosimo da Verona a Francesco Monterga el día en que le confió el tratado, aquel manuscrito contenía el secreto más buscado por los pintores de todos los tiempos, aquel arcano por el que cualquier artista hubiese dado su mano derecha o, más aún, lo más valioso para un pintor: el don de la vista. En ese manuscrito estaba el preciado
Secretus colorís in status purus
, el mítico secreto del color en estado puro. Sin embargo, cuando Francesco Monterga leyó con avidez el tratado y rebuscó una y otra vez en el último capítulo,
Coloribus et Artibus
, lejos de encontrarse como esperaba con la más preciosa de las revelaciones, sí se topó con una inesperada sorpresa. Pues en lugar de una explicación clara y sucinta de ese secreto no había otra cosa que un largo fragmento de
Los Libros del Orden
de San Agustín, en cuyas líneas se intercalaban series de números sin arreglo aparente a orden alguno. Durante más de quince años intentó Francesco Monterga descifrar el enigma sin conseguir dilucidar algún sentido. El maestro atesoraba el manuscrito bajo siete llaves. El único al que confió la existencia del tratado fue Pietro della Chiesa.

Su discípulo había aprendido el oficio muy rápidamente. La temprana maestría que revelaba aquel remoto primer grabado era un pálido anticipo de su potencial. En doce años de estudio junto a su maestro, según todas las opiniones, había superado en talento a Taddeo Gaddi, el más reconocido alumno de Giotto, quien permaneció veinticuatro años bajo la tutoría del célebre pintor.

Pietro se había convertido con los años en un joven delgado, alegre y disciplinado. Tenía una mirada inteligente y una sonrisa afable y clara. Su pelo ensortijado y rubio contrastaba con aquellos ojos renegridos, profundos y llenos de preguntas. Hablaba con una voz suave y un decir sereno, y había heredado aquel leve amaneramiento de su maestro, despojado sin embargo de toda afectación. Conservaba los mismos rasgos que tenía de niño, ahora estilizados por la pubertad, y llevaba su inusual belleza con cierta timidez.

A su disposición natural para el dibujo se había sumado el estudio metódico de la geometría y las matemáticas, las proporciones áureas, la anatomía y la arquitectura. Podía afirmarse que era un verdadero florentino. El manejo impecable de las perspectivas y los escorzos revelaban una perfecta síntesis entre la sensibilidad nacida del corazón y el cálculo minucioso de las fórmulas aritméticas. Francesco Monterga no podía disimular un orgullo que le henchía el pecho ante los elogiosos cometarios de doctos y profanos acerca del talento de su discípulo. Pero como correspondía a su austera naturaleza despojada de toda arrogancia, Pietro conocía sus propias limitaciones; podía admitir que, no sin muchos esfuerzos, había logrado dominar las técnicas del dibujo y el manejo de las perspectivas. Sin embargo, a la hora de aplicar los colores su aplomo se desvanecía frente a la tela y su pulso seguro con el lápiz se volvía vacilante e indeciso bajo el peso del pincel. Y pese a que sus tablas no revelaban sus íntimas incertidumbres, el color constituía para él un misterio indescifrable. Si todas las virtudes del futuro pintor que podía exhibir Pietro eran obra de la paciente enseñanza de su maestro, con la misma justicia había que admitir también que las fisuras en su formación eran responsabilidad de Francesco Monterga. Y a decir verdad, quizá sin advertirlo, el maestro florentino había instalado en el espíritu de su discípulo sus mismas carencias y obsesiones.

Ya era un hombre viejo, pero Francesco Monterga no se resignaba a morir sin poder develar el secreto del color. Quizá su aprendiz, joven, inteligente y profundamente inquieto, pudiera ayudarlo a resolver el enigma. Juntos, encerrados en la biblioteca, pasaban noches enteras releyendo y estudiando, una y otra vez, cada uno de los dígitos que se mezclaban con el texto de San Agustín y que no parecían responder a una lógica inteligible.

En el momento de la tragedia, Pietro della Chiesa estaba a punto de completar su formación y convertirse, por fin, en pintor. Y sin dudas, en uno de los más brillantes que hubiera dado Florencia. De modo que todos podían comprender el desconsuelo de Monterga, por momentos rayano con el patetismo. Se diría que el maestro florentino veía cómo se evaporaban ante sus ojos las esperanzas de vindicar sus propias frustraciones en la consagración de su hijo de oficio.

VI

Mientras asistía a la atroz ceremonia de los enterradores echando paladas de tierra húmeda sobre el lastimoso ataúd, Francesco Monterga mantenía la expresión abstraída de quien se concentra profundamente en sus pensamientos. El prior Severo Setimio, la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el pecho, con sus pequeños ojos de ave moviéndose de aquí para allá, escrutaba a cada uno de los deudos. Su vocación siempre había sido la de sospechar. Y eso era, exactamente, lo que estaba haciendo. Su presencia en los funerales de Pietro della Chiesa no tenía por propósito elevar plegarias por el alma del muerto ni rendirle el postumo homenaje. Si durante los primeros años de Pietro el otrora inspector arzobispal se había convertido en su más temible pesadilla, ahora, dieciséis años después, parecía dispuesto a acosarlo aún hasta el más allá.

Quiso el azar o la fatalidad que la comisión ducal constituida para investigar la oscura muerte del joven pintor quedara presidida por el viejo inquisidor infantil, Severo Setimio. Más calvo y algo encorvado, todavía conservaba aquella misma mirada suspicaz. El prior no manifestaba pesar alguno; al contrario, su antiguo recelo hacia el preferido del abate Verani parecía haberse ahondado con el paso del tiempo. Tal vez porque no había tenido la dicha de poder enviar al pequeño Pietro a la
casa del morti
, a causa quizá de este viejo anhelo incumplido, por paradójico que pudiera resultar, todas sus sospechas parecían dirigirse a la propia víctima. Los primeros interrogatorios que hizo giraban en torno a una pregunta no pronunciada: ¿qué terrible acto había cometido el joven discípulo que pudiera ocasionar ese desenlace?

A la derecha del prior, con la vista perdida en un punto incierto situado por sobre las copas de los pinos, estaban los otros dos discípulos, Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Los ojos huidizos de Severo Setimio se habían posado ahora sobre este último, un joven longilíneo de pelo lacio y tan rubio que, envuelto en la claridad de la mañana, presentaba la apariencia de los albinos. De hecho, el prior no alcanzaba a determinar si su expresión lacrimógena y congestionada era producto de la aflicción por la muerte de su condiscípulo o si, molesto por el sol oblicuo que empezaba a darle de lleno en el rostro, no podía evitar la sucesión de muecas acompañadas de lágrimas y humores nasales.

El prior Severo Setimio, durante sus primeras indagaciones, supo que Hubert van der Hans había nacido en la ciudad de Maaselk, en Limburgo, cerca del límite oriental de los Países Bajos. Su padre, un próspero comerciante que exportaba sedas de Flandes a Florencia, había descubierto la temprana vocación del primogénito por la pintura. De modo que decidió presentar a su hijo a los más prestigiosos maestros flamencos, los hermanos Greg y Dirk van Mander. Siendo un niño de apenas diez años, Hubert llegó a convertirse en el más adelantado de los aprendices de los hermanos de Flandes. Su intuición para preparar colores, mezclar los componentes del temple, los pigmentos y barnices, e imitar con precisión las tonalidades de las pinturas antiguas, le auguraba un futuro venturoso al abrigo del mecenazgo de Juan de Baviera. Diez años permaneció Hubert en el taller de los hermanos Van Mander. Pero los vaivenes financieros del negocio de las sedas obligaron a que la familia Van der Hans se trasladara a Florencia: ahora resultaba mucho más rentable importar los paños vírgenes de Flandes, utilizar las nuevas técnicas florentinas de teñido y luego exportar de nuevo el producto final a los Países Bajos y otros reinos. Una vez instalados en Florencia, por recomendación del duque de Volterra, el padre de Hubert decidió que su hijo se incorporara como aprendiz al taller del maestro Francesco Monterga, para que no perdiera la continuidad de sus estudios.

Dirk van Mander se lamentaba amargamente ante quien quisiera oírlo, alegando que la deserción de Hubert significaba una verdadera afrenta; no solamente porque el pintor florentino lo despojaba de su discípulo dilecto, sino porque, además, aquel hecho constituía un nuevo paso en la guerra sorda que libraban desde antaño.

En efecto, entre el maestro Monterga y el menor de los hermanos Van Mander había crecido una rivalidad que, de algún modo, sintetizaba la disputa por la supremacía de la pintura europea entre las dos grandes escuelas: la florentina y la flamenca. No eran los únicos. Otros muchos estaban enzarzados en una guerra cuyo botín lo constituían los mecenas, príncipes y duques, los discípulos y los maestros, los nobles retratados y los nuevos burgueses con vanidades patricias y ansias de posteridad, los muros de los palacios y los ábsides de las iglesias, los panteones de la corte borgoñona y los recintos papales. Y en esa guerra antigua, a la que Monterga y Van Mander se habían sumado tiempo atrás, los combatientes pergeñaban alianzas y estrategias, recetas del color y técnicas secretas, métodos de espionaje y sistemas de ocultamiento y encriptación de fórmulas. Se buscaban textos antiguos y se atesoraban manuscritos de sabios auténticos y alquimistas dudosos. Todo era un territorio en disputa que unos y otros pretendían dominar en un combate en el que luchaban armados con pinceles y espátulas, mazas y cinceles. Y quizá, también con otras armas.

El prior Severo Setimio no ignoraba que tanto en Florencia como en Roma, en Francia y en Flandes, tuvieron lugar extraños acontecimientos: Masaccio murió muy joven, envenenado en 1428, bajo circunstancias nunca esclarecidas. Muchas suspicacias había en torno a la trágica muerte de Andrea del Castagno y, según algunas versiones razonablemente dudosas, su asesino fue Domenico Veneziano, discípulo de Fra Angélico. Otros rumores, más oscuros y menos documentados, que habían llegado a oídos del prior, hablaban de varios pintores muertos a causa de sospechosos envenenamientos atribuidos al descuido en el uso de ciertos pigmentos que, como el blanco de plomo, podían resultar mortíferos. Sin embargo, los escépticos tenían sus fundamentos para dudar.

En medio de esta silenciosa beligerancia que parecía no tener límites, el joven Hubert van der Hans se había convertido en una involuntaria prenda de guerra. Según había podido establecer en sus breves interrogatorios el prior Severo Setimio, las relaciones entre el discípulo flamenco y Pietro della Chiesa nunca habían sido demasiado amables. Desde el día en que el nuevo aprendiz cruzó la puerta del taller, el «primogénito», por así llamarlo, no pudo evitar un contradictorio sentimiento. Se diría que experimentó los celos naturales que sentiría un niño ante el nacimiento de un hermano; sin embargo, se encontraba ante la paradoja de que el nuevo «hermano» era dos años mayor que él. De modo que ni siquiera le quedaba el consuelo de la autoridad a la que tiene derecho el primogénito sobre el benjamín. De hecho, el «benjamín» excedía su modesta estatura en casi dos cabezas, y su voz gruesa y su aire mundano, su acento extranjero, sus vestiduras caras y un poco exóticas y su evidente superioridad en el manejo del color, habían dejado muy pronto a Pietro en inferioridad de condiciones a los ojos de Francesco Monterga. Sufría en silencio. Lo aterrorizaba la idea de perder lo poco que tenía: el amor de su maestro. De un día para el otro su vida se había convertido en un sordo calvario.

Por otra parte, no podía evitar sentir que el enemigo había entrado en su propia casa. Pietro della Chiesa había crecido escuchando las maldiciones que Francesco Monterga lanzaba contra los flamencos. Cada vez que llegaba la noticia de que un florentino se había hecho retratar por un pintor del norte, el maestro bramaba de furia. Había calificado de traidor al cardenal Albergati, el enviado del papa Martín V, por haber posado en Brujas para Jan van Eyck. Repudiaba al matrimonio Arnolfini por haberse hecho retratar, también, por el miserable flamenco, y deseaba a su descendencia la más bochornosa bancarrota, mientras le dedicaba los insultos más iracundos.

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