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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (11 page)

—En tal caso parece que se ha equivocado de rastro, Abdul —respondió Tarzán—, porque aquí nadie tiene agravio alguno contra mí. Esta es la primera visita que hago a tu país y nadie me conoce. No tardará en darse cuenta de su error y dejará de seguirnos.

—A menos que lo que pretenda sea robarnos —replicó Abdul.

—Entonces lo único que podemos hacer es aguardar a que intente ponernos las manos encima —se echó a reír Tarzán—, en cuyo caso te garantizo que se le van a quitar las ganas de robar, puesto que estamos alertas para darle una lección.

Y el hombre mono apartó de su mente aquel tema, aunque no iba a tener más remedio que recordarlo pocas horas después, a causa de unos sucesos cuyo desencadenamiento fue inesperado.

Tras haber cenado opípara y satisfactoriamente, Kadur ben Saden se aprestó a despedirse de su anfitrión. Manifestó su amistad con palabras sinceras e invitó a Tarzán a que le visitase en sus silvestres territorios, donde aún podían encontrarse ejemplares de antílope, venado, jabalí, león y pantera en número suficiente para tentar y poner a prueba las virtudes de un cazador impetuoso.

Cuando el jeque se marchó, Tarzán y Abdul volvieron a pasear por las calles de Sidi Aisa. El hombre-mono no tardó en sentirse atraído por el estrépito que salía a través de la abierta entrada de uno de los numerosos cafés maures de la ciudad. Eran más de las ocho y, cuando entró Tarzán, el baile se encontraba en pleno apogeo. El local estaba rebosante de árabes. Todos fumaban y sorbían su cargado y caliente café.

Tarzán y Abdul encontraron un par de asientos hacia el centro de la sala, aunque el hombre mono, tan amante del silencio, hubiese preferido un sitio algo más apartado del espantoso ruido que arrancaban los músicos a sus tambores y flautas. Una atractiva ulednail estaba interpretando su danza y, al descubrir entre el público un cliente vestido a la europea, olfateó una buena gratificación y lanzó su pañuelo de seda sobre el hombro de Tarzán. Obtuvo un franco.

Cuando otra bailarina la sustituyó en la pista, las brillantes pupilas de Abdul observaron que la primera conversaba con dos hombres en el fondo de la sala, cerca de la puerta lateral que conducía al patio interior, en cuya galería estaban los aposentos de las jóvenes que actuaban en aquel café.

Al principio no sospechó nada, pero al cabo de un momento vio por el rabillo del ojo que uno de los hombres movía la cabeza en dirección a ellos y que la muchacha dirigía una mirada furtiva a Tarzán. Luego, los árabes franquearon la puerta y se fundieron con la oscuridad del patio.

Cuando volvió a tocarle a la primera bailarina el turno de actuar, la joven se aproximó a Tarzán volanderamente y sus dulces sonrisas sólo tuvieron un destinatario exclusivo: el hombre-mono. Multitud de ojos oscuros pertenecientes a atezados hijos del desierto proyectaron sus miradas ceñudas sobre aquel alto y apuesto europeo, pero ni las sonrisas de la bailarina ni las miradas tenebrosas surtieron efecto visible alguno sobre Tarzán. La danzarina echó de nuevo su pañuelo de seda sobre el hombro del cliente y de nuevo recibió la moneda de un franco como recompensa. Al llevársela a la frente, de acuerdo con la costumbre de las de su clase, se inclinó hacia Tarzán y le susurró una rápida advertencia.

—Ahí fuera, en el patio, aguardan dos hombres —articuló a toda prisa en titubeante francés— dispuestos a hacerle daño, monsieur. En principio les prometí que le atraería a usted hacia allí, pero se ha portado muy bien conmigo y no puedo hacerle una jugada así. Márchese en seguida, antes de que descubran que les he engañado. Creo que son individuos de la peor calaña.

Tarzán dio las gracias a la muchacha, le aseguró que tendría mucho cuidado. Cuando acabó su número, la bailarina atravesó la puerta y salió al patio. Pero Tarzán no abandonó el café tal como le había aconsejado la muchacha.

No ocurrió nada fuera de lo normal durante media hora, al cabo de la cual entró en el café un árabe malencarado y hosco. Tomó asiento cerca de Tarzán y empezó a poner de vuelta y media a los europeos, pero como pronunciaba tales insultos en su lengua materna Tarzán no pudo darse por enterado del propósito de aquellos comentarios hasta que Abdul tomó a su cargo la tarea de informarle.

—Este sujeto anda buscando gresca —advirtió Abdul—. No está solo. La verdad es que, en caso de jaleo, casi todos los que están aquí dentro se pondrán en contra de usted. Lo mejor que podríamos hacer es largarnos cuanto antes, señor.

—Pregunta a ese individuo qué es lo que quiere —ordenó Tarzán.

—Dice que el «perro cristiano» ha insultado a una
uled-nail
que le pertenece. Trata de armar camorra, monsieur.

—Asegúrale que no he insultado a ninguna
>ulednail
, ni a la suya ni a la de nadie, que me gustaría que se fuera de aquí y me dejase en paz. Que no quiero pelearme con él y que él tampoco tiene por qué hacerlo conmigo.

—Dice —explicó Abdul, después de transmitir al árabe las palabras de Tarzán— que, además de perro, es usted hijo de una perra y que su abuela fue una hiena. Y, de paso, que también es un embustero.

El altercado empezaba ya a atraer la atención de los que se encontraban en las proximidades y las risas despectivas que sucedieron al torrente de invectivas indicaron claramente hacia qué parte se inclinaban las simpatías de la mayor parte de los presentes.

A Tarzán no le hacía ninguna gracia que se rieran de él, como tampoco le gustaban los calificativos que le había aplicado el árabe, pero no mostró el menor asomo de indignación al levantarse del banco que ocupaba. Una semisonrisa curvaba sus labios, como si nada, pero un puño repentino y veloz fue a estrellarse en pleno rostro del ceñudo árabe. Respaldaba el puño toda la terrible potencia de los músculos del hombre mono.

En el preciso instante en que el pendenciero dio con sus huesos en el piso del local, media docena de individuos de rostro patibulario y expresión feroz irrumpieron en la sala. Habían permanecido en la calle, ante la puerta, aguardando aparentemente que les tocase el turno de entrar en el café. Se precipitaron directamente sobre Tarzán, al tiempo que vociferaban:

—¡Muerte al infiel!… ¡Abajo el perro cristiano!

Cierto número de árabes jóvenes, clientes del local, se pusieron en pie y se lanzaron al ataque del desarmado hombre blanco. Tarzán y Abdul tuvieron que retroceder hacia el fondo de la sala, obligados por la fuerza del número. El joven Abdul se mantuvo leal a quien le había contratado y, cuchillo en mano, combatía junto a él.

Los demoledores golpes del hombre-mono derribaban sin remedio a cuantos se ponían al alcance de sus poderosas manos. Luchaba serenamente, sin pronunciar palabra, con la misma semisonrisa que aleteaba en sus labios cuando lanzó al suelo al individuo que le insultaba. Parecía imposible que Abdul o él lograran sobrevivir a aquella marea homicida de espadas y puñales que los rodeaba, pero los atacantes eran tantos que se estorbaban unos a otros, lo que constituía un bastión que procuraba seguridad a los dos hombres. Aquella ululante masa humana era tan compacta que a sus integrantes les era imposible enarbolar y descargar las armas blancas y ninguno de aquellos árabes se atrevía a recurrir a las de fuego por miedo a herir a alguno de sus compatriotas.

Al final Tarzán consiguió echar mano a uno de los más empecinados atacantes. Le retorció el brazo, lo desarmó y luego, colocándoselo ante sí, a guisa de escudo humano, retrocedió poco a poco, junto a Abdul, hacia la puertecilla que daba paso al patio interior. Hizo una pausa momentánea en el umbral, levantó por encima de su cabeza al árabe, que no cesaba de batirse y forcejear, y lo arrojó hacia los agresores. Cayó de cara contra ellos como si lo hubiese disparado una catapulta.

Seguidamente Tarzán y Abdul salieron a la penumbra del patio. Las asustadas
uled-miles
se acurrucaban en lo alto de las escaleras que conducían a sus respectivas habitaciones. Las únicas luces del patio eran las tenues llamas de las velas que, con su misma cera, había pegado al paño de su puerta cada una de las muchachas, al objeto de medio iluminar los encantos que exponía a la vista de quienes pudieran atravesar el recinto.

No bien abandonaron la sala cuando ladró un revólver, cerca de su espalda, entre las sombras de debajo de una escalera, y cuando dieron media vuelta para plantar cara a aquéllos nuevos enemigos, dos figuras enmascaradas se lanzaron hacia ellos, sin dejar de disparar. Tarzán les salió al encuentro. Un segundo después, el primero de tales atacantes yacía tendido en la pisoteada tierra del patio, desarmado y gemebundo, con una muñeca rota. El cuchillo de Abdul se hundió en un punto vital del segundo, que en el momento que caía apretó el gatillo de su revólver; el proyectil falló el blanco: la frente del fiel Abdul.

La horda enloquecida del café salía ya precipitadamente del local en persecución de su presa. Las bailarinas habían apagado sus velas, obedeciendo el grito de una de ellas, y la única claridad del patio era el tenue resplandor que salía por la puerta medio bloqueada del café. Tarzán empuñaba la espada del hombre abatido por el cuchillo de Abdul y aguardaba erguido la oleada de hombres que avanzaban hacia ellos a través de la oscuridad.

De pronto, una mano suave se apoyó en su hombro, por detrás, y una voz femenina le susurró:

—Rápido, m'sieur, venga por aquí. Sígame.

—Vamos, Abdul —dijo Tarzán en voz baja—, sea cual fuere el sitio al que nos dirijamos, no será peor que seguir aquí.

La mujer se volvió y subió por la angosta escalera que terminaba a la puerta de su cuarto. Tarzán iba pisándole los talones. Vio las pulseras de oro y de plata que adornaban sus brazos desnudos, las sartas de monedas de oro que colgaban de los adornos del pelo y los llamativos colores de su vestido. Observó que era una
uied-nail
y comprendió instintivamente que se trataba de la misma que poco antes le había avisado.

Cuando llegaron a lo alto de la escalera oyeron el alboroto que armaba la chusma que los buscaba abajo en el patio.

—Pronto subirán a registrar aquí —susurró la joven—. No deben encontrarle porque, aunque lucha usted con la fuerza de muchos hombres, al final le matarán. ¡Rápido! Descuélguese hasta la calle por la ventana del fondo de mi habitación. Antes de que descubran que no están en el patio, se encontrará usted a salvo en el hotel.

Pero mientras la muchacha hablaba varios árabes habían empezado a subir por la escalera en lo alto de la cual se hallaban. Uno de los perseguidores lanzó un súbito grito de aviso. Habían dado con ellos. El asaltante que iba en cabeza subió los peldaños a toda prisa, pero se encontró arriba con una espada que no se había esperado: antes, su presa estaba sin armas.

A la vez que soltaba un alarido, el hombre cayó sobre los que subían tras él. Todos rodaron escaleras abajo como las piezas de un juego de bolos. La desvencijada y ruinosa estructura no pudo aguantar la tensión de aquella sobrecarga inesperada y se estremeció. Con un chirriante chasquido de madera que se rompe, se derrumbó bajo los pies de los árabes y Tarzán, Abdul y la muchacha se encontraron solos en el frágil rellano de tablas de la parte superior.

—¡Vamos! —apremió la uled-nail—. Llegarán hasta nosotros subiendo por la escalera de al lado y a través de la habitación contigua a la mía. No hay momento que perder.

En el instante en que entraban en el cuarto de la bailarina, Abdul oyó y tradujo las instrucciones que se daban abajo. Se ordenaba a varios hombres que salieran corriendo a la calle y cortaran la posibilidad de huida por allí.

—Ahora sí que estamos perdidos —dijo la muchacha simplemente.

—¿Estamos? —se extrañó Tarzán.

—Sí, m'sieur —respondió ella—, me matarán a mí también. ¿Es que no le he ayudado?

Eso confería un aspecto distinto a la situación. Hasta entonces, Tarzán más bien había disfrutado con la emoción y los peligros de aquella refriega. Ni por un momento se le ocurrió suponer que Abdul o la muchacha pudieran sufrir el menor daño, a no ser a causa de algún accidente y él sólo había retrocedido lo justo para evitar que le matasen. No tenía intención alguna de huir hasta que viese que, de seguir allí, estaría irremisiblemente perdido.

De estar solo, podía lanzarse en medio de aquella apiñada turba y, atacando a la manera que lo hacía Numa, el león, infundiría tal pavor a los árabes que la huida iba a resultar facilísima. Pero ahora debía pensar en la seguridad de aquellos dos fieles amigos.

Se llegó a la ventana que daba a la calle. El enemigo estaría abajo en cuestión de un minuto. Y a sus oídos llegó el estrépito que organizaban los que subían por la escalera de la habitación contigua… Sólo tardarían unos segundos en llegar a la puerta que Tarzán tenía a su espalda. Apoyó un pie en el antepecho y se asomó al exterior, pero no miró abajo. Comprobó que por encima de su cabeza, al alcance de la mano, estaba el bajo tejado del edificio. Llamó a la bailarina, que se situó a su lado. Tarzán pasó su robusto brazo alrededor de la joven, la levantó en peso y se la echó al hombro.

—Aguarda aquí hasta que te avise para subirte a pulso —aleccionó a Abdul—. Mientras tanto, aprovecha para adosar contra la puerta todo lo que encuentres… eso puede retrasarlos el tiempo suficiente.

A continuación, Tarzán subió al alféizar de la estrecha ventana, con la joven sobre los hombros.

—¡Sujétese bien! —le advirtió.

Segundos después se encontraba en lo alto del tejado, al que había subido con la facilidad y destreza de un simio. Tras depositar a la bailarina en la cubierta, se asomó por el borde y llamó a Abdul en voz baja. El joven árabe corrió a la ventana.

—Dame la mano —bisbiseó Tarzán.

Los individuos que estaban en la habitación de al lado aporreaban furiosamente la puerta. Ésta se hundió hacia adentro con estrepitoso chasquido de madera astillada, en el mismo instante en que Abdul se veía izado como una pluma hacia la cubierta del edificio. Justo a tiempo, porque la canallesca masa irrumpió en el cuarto que acababan de abandonar mientras una docena más de perseguidores doblaban la esquina de la calle y corrían a situarse al pie de la ventana de la muchacha.

Capítulo VIII
Escaramuza en el desierto

En cuclillas sobre el tejado, encima de los alojamientos de las
uled-nailes,
oyeron las iracundas maldiciones que los árabes soltaban en la habitación situada debajo. A intervalos, Abdul le iba traduciendo a Tarzán lo que decían.

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