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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (28 page)

—Alguien debería asumir el mando de esta embarcación —sugirió Jane Porter, profundamente disgustada por la aciaga reyerta con que había empezado una obligada convivencia que tal vez se prolongara muchos días—. Ya es bastante horrible encontrarse solos en una frágil barca en medio del Atlántico, para que encima añadamos el peligro y la desdicha de unas peleas y discusiones continuas entre los miembros del grupo. Ustedes, los hombres, tendrían que elegir un jefe y comprometerse a acatar luego sus decisiones en todos los asuntos. La necesidad de ceñirse a una estricta disciplina es aquí más imperiosa que en un buque donde todo está bien organizado.

Antes de expresar su criterio, la muchacha había confiado en que no sería preciso entrar en un debate para decidir quién sería el jefe en cuestión, porque creía que Clayton estaba perfectamente capacitado para hacer frente a cualquier emergencia. Tenía que reconocer sin embargo que, al menos hasta entonces, Clayton no había demostrado ser más capaz que cualquiera de los otros de saber manejar la situación, aunque, por lo menos, se había abstenido de echar más leña al fuego de las desagradables disensiones, e incluso había tratado de calmar los ánimos cediendo una lata a los marineros, cuando éstos se manifestaron contrarios a que él la abriese.

Las palabras de la muchacha tranquilizaron momentáneamente a los hombres y, al final, se decidió que los dos barriles de agua y las cuatro latas de víveres se distribuyeran en dos partes. Una de esas partes sería para los tres marineros, que, en proa, podían hacer con ellas lo que quisieran. La otra parte quedaría en popa, destinada a los tres pasajeros.

De modo que los ocupantes del bote se dividieron en dos grupos, y en cuanto se hizo el reparto, cada uno de esos grupos se apresuró a abrir los recipientes para saborear la comida y el agua. Los marineros se adelantaron en la apertura de la primera lata de «alimentos». Sus tacos de rabia y decepción obligaron a Clayton a preguntar qué ocurría.

—¿Que qué ocurre? —estalló Spider—. ¿Que qué ocurre? Esto es peor que… ¡esto es la muerte! ¡Esta lata… está llena de petróleo!

Precipitadamente Clayton y Thuran abrieron una de las suyas, para constatar la espantosa verdad: no contenía comida, sino petróleo. Se abrieron una tras otra las cuatro latas que había a bordo. Y cuando se comprobó lo que tenían todas, un coro de gritos de rabia anunciaron la terrible realidad: en el bote no había un gramo de comida.

—¡Bueno, menos mal que no son los recipientes del agua! —trató de ver Thompkins el lado positivo—. Es más fácil resistir sin comida que sin agua. Si las cosas se ponen feas, podemos comernos los zapatos, pero bebérnoslos es imposible.

Mientras Thompkins hablaba, Wilson perforó uno de los barriles de agua. Spider aplicó un vaso de aluminio al orificio para tomar un trago del precioso liquido. Por el pequeño agujero salió un chorro de secas y negruzcas partículas, que fueron a depositarse en el fondo del cubilete. Wilson dejó caer el barril y, muda de horror la expresión, se quedó sentado con la vista clavada en los polvos del fondo del vaso de aluminio.

—Los barriles están llenos de pólvora —se dirigió Spider en voz baja a los que iban en popa.

Lo que quedó confirmado al abrirse el último barril.

—¡Petróleo y pólvora! —gritó monsieur Thuran—. Sapristi! ¡Estupenda dieta para unos náufragos!

Cuando llegó al fondo de sus mentes el pleno conocimiento de que a bordo no había agua ni comida, los tormentos del hambre y la sed recrudecieron inmediatamente sus punzadas, por lo que ya desde el primer día de su trágica aventura se encontraron con que se les venían encima todos los horrores del naufragio.

Y con el paso de los días, las condiciones fueron acentuando su gravedad terrorífica. Los dolientes ojos escrutaban el horizonte día y noche, hasta que el cansancio debilitaba a los exploradores y acababa dejándolos Iuoral y fisicamente hundidos en el suelo del bote, donde trataban de encontrar en el sueño unos instantes de alivio que los alejase de las penalidades de la realidad.

Aguijoneados por los despiadados suplicios del hambre, los marineros habían hincado el diente a sus cinturones de cuero, los zapatos y las cintas de sus gorras, aunque Clayton y monsieur Thuran se esforzaron en convencerlos de que lo único que conseguirían iba a ser aumentar sus sufrimientos.

Extenuados y sin esperanza, los integrantes de la partida yacían bajo el implacable sol tropical, hinchada la lengua y resquebrajados los labios, a la espera de una muerte que ya empezaban a anhelar. El intenso padecimiento de las primeras jornadas se había reducido un tanto en el caso de los tres pasajeros que no comieron nada, pero era un martirio agónico para los tres marineros, los jugos gástricos de cuyos depauperados estómagos se las tenían y se las deseaban para entendérselas con los trozos de cuero con que los llenaron. Thompkins fue el primero en sucumbir. A la semana justa del hundimiento del
Lady Alice
, el marinero falleció entre horripilantes convulsiones.

Sus facciones contraídas en monstruoso rictus, parecían dirigir una sonrisa, que en realidad era una mueca, a los que se encontraban en la popa del bote, hasta que Jane Porter no pudo seguir soportándolo.

—¿No puedes arrojar por la borda ese cadáver, William? —preguntó.

Clayton se levantó y, dando tumbos, se llegó al cuerpo de Thompkins. Los dos marineros restantes le miraron con una expresión extraña y tétrica en sus hundidas pupilas. El inglés trató inútilmente de levantar el cadáver para tirarlo al agua por la borda, pero no le quedaban fuerzas para aquella tarea.

—Por favor, écheme una mano —pidió a Wilson, que era el que tenía más cerca.

—¿Para qué quiere arrojarlo por la borda? —gruñó el marinero, quejumbroso.

—Hay que hacerlo antes de que nos sintamos demasiado débiles y nos sea imposible —explicó Clayton—. Si se pasa todo el día expuesto a este sol de justicia, mañana estará hecho un verdadero asco.

—Será mejor que lo deje ahí —rezongó Wilson—. Tal vez lo necesitemos antes de mañana.

El significado de las palabras del marinero fue filtrándose despacio en las entendederas de Clayton. Por último, comprendió el motivo por el cual el marinero se oponía a que se desembarazasen del cadáver.

—¡Santo Dios! —murmuró el inglés con voz horrorizada—. No pretenderá…

—¿Por qué no? —gruñó Wilson—. ¿No tenemos que vivir? Él está muerto. Agitó el pulgar en dirección al cadáver—. ¿Qué puede importarle?

—Acérquese, Thuran —dijo Clayton, y se volvió hacia el ruso—. Tendremos a bordo algo peor que la muerte si no quitamos de en medio este cuerpo antes de que oscurezca.

Wilson se incorporó, vacilante, dispuesto a impedir lo que Clayton se proponía hacer, pero cuando vio que su compañero, Spider, tomaba partido por el inglés y monsieur Thuran, desistió y volvió a sentarse. No obstante, su mirada famélica no se apartó del cadáver hasta que los tres hombres, combinando sus esfuerzos, lograron arrojarlo al agua.

El resto del día se lo pasó Wilson fulminando a Clayton con la mirada. En los ojos del marinero relucía el fulgor de la locura. Al atardecer, mientras el sol se hundía en el mar, empezó a reír entre dientes y a murmurar para sí, pero sus ojos no se apartaban de Clayton.

Después de que las negruras de la noche se espesaran, Clayton continuaba sintiendo sobre él aquella mirada. No se atrevía a quedarse dormido y, sin embargo, estaba tan agotado que mantenerse despierto le costaba un esfuerzo ímprobo y constante. Al cabo de lo que parecía una eternidad de sufrimiento, su cabeza cayó sobre una bancada y el sueño se apoderó de él. No sabía cuánto tiempo permaneció inconsciente… Le despertó un roce que sonaba muy cerca de él. Había salido la luna y, al abrir los asustados ojos, Clayton vio a Wilson que se le acercaba arrastrándose sigilosamente, abierta la boca y colgando de ella la hinchada lengua.

El leve rumor también había despertado a Jane Porter quien, al ver aquel espantoso cuadro, lanzó un agudo chillido de alarma. En ese mismo instante, el marinero se abalanzó con un último impulso sobre Clayton. Como una fiera salvaje, Wilson buscó con los dientes la garganta de su presa, pero, a pesar de lo débil que estaba, Clayton encontró dentro de sí fuerzas suficientes para mantener a distancia las fauces de aquel lunático.

El grito de Jane Porter despertó a monsieur Thuran y a Spider. Al ver el motivo de la alarma de la muchacha, ambos hombres acudieron arrastrándose en auxilio de Clayton y entre los tres lograron dominar al marinero y arrojarlo al fondo de la barca. Durante unos minutos, Wilson permaneció allí, parloteando y riendo, y luego, al tiempo que emitía un grito que helaba la sangre, y antes de que sus compañeros pudiesen impedirlo, se puso en pie tambaleante y se arrojó al mar.

La reacción posterior a aquel escalofriante acceso de excitación dejó a los debilitados supervivientes temblorosos y postrados. Spider se vino abajo y rompió a llorar; Jane Porter rezó; Clayton maldijo en voz baja, para sí; monsieur Thuran continuó sentado, con la cabeza entre las manos, meditativo. A la mañana siguiente expuso el resultado de sus cavilaciones a través de una propuesta que planteó a Spider y Clayton.

—Caballeros —dijo Thuran—, ya ven la suerte que nos espera a todos nosotros, a menos que nos recojan en el plazo de un par de días como máximo. Que nuestras esperanzas de que eso ocurra son escasas lo evidencia el hecho de que en el curso de todos estos días que hemos estado a la deriva no hemos avistado una sola vela ni la más ínfima nubecilla de humo en el horizonte.

»Podríamos tener alguna probabilidad si contásemos con alimentos, pero sin víveres no existe ninguna esperanza. No nos quedan, pues, más que dos alternativas, y hemos de elegir una de ellas en seguida. O morimos todos en cuestión de unos pocos días, o uno de nosotros se sacrifica para que los otros puedan sobrevivir. ¿Han captado la idea?

Jane Porter oyó aquello y se quedó horrorizada. Si tal propuesta la hubiera hecho un pobre e ignorante marinero, posiblemente a ella no le habría sorprendido. Pero apenas podía creerla cuando el que la exponía era un hombre que pasaba por culto y refinado, por un caballero.

—Entonces, es mejor que muramos todos —dijo Clayton.

—Ha de decidir la mayoría —replicó monsieur Thuran—. Como sólo uno de nosotros será el sacrificado, habrá que decidirlo entre nosotros. La señorita Porter no entra en esto, así que no corre peligro.

—¿Cómo se determinará quién ha de ser el primero? —preguntó Spider.

—Lo señalará la suerte —contestó Thuran—. Llevo en el bolsillo unas cuantas monedas de un franco. Podemos elegir una fecha de acuñación precisa… El que saque de debajo de un trozo de tela la moneda con esa fecha, será el primero.

—No quiero tener nada que ver con ese juego diabólico —murmuró Clayton—. Aún cabe la posibilidad de que avistemos tierra o que aparezca un barco… a tiempo.

—Usted hará lo que decida la mayoría, o será «el primero» sin el formalismo de jugar a esta lotería —amenazó monsieur Thuran—. Venga, empecemos por votar el plan. Mi voto es favorable. ¿Qué dice usted, Spider?

—Yo también digo que sí —respondió el marinero.

—Es la voluntad de la mayoría —anunció monsieur Thuran—. Ahora es cuestión de sacar las monedas sin más pérdida de tiempo. Es un juego tan limpio para uno como para otro. Para que tres puedan seguir viviendo, uno de nosotros ha de morir… Su muerte sólo se le adelantará unas horas, porque de todas maneras estaría sentenciado como todos.

Inició los preparativos de aquella lotería de la muerte, mientras Jane Porter permanecía sentada, lleno de horror el ánimo y con los ojos desorbitados ante la idea de aquel macabro espectáculo que iba a presenciar. Thuran extendió su chaqueta sobre el suelo del bote, sacó un puñado de monedas y seleccionó seis piezas de un franco. Los otros dos hombres se inclinaron para inspeccionar las monedas. Por último, Thuran se las tendió a Clayton.

—Obsérvelas con atención —dijo—. La más antigua es de 1875, y sólo hay una de esa fecha.

Clayton y el marinero examinaron una por una todas las monedas. A sus ojos no existía la más pequeña diferencia entre ellas, aparte las fechas de acuñación. Se dieron por satisfechos. De haber conocido la práctica que como tahúr tenía monsieur Thuran, que había desarrollado su sentido del tacto hasta el punto de que con apenas rozar la superficie de un par de naipes era capaz de distinguir uno de otro, de saber eso el juego no les habría parecido tan limpio. La moneda de 1875 era un pelo más delgada que las demás, pero ni Clayton ni Spider hubieran detectado esa diferencia sin la ayuda de un micrómetro.

—¿En qué orden sacamos? —preguntó Thuran, al que la experiencia le había enseñado que la mayor parte de los hombres prefieren hacerlo en último lugar cuando se trata de una lotería en la que sólo hay un premio y éste es desagradable: siempre existe la posibilidad y la esperanza de que ese premio lo sacará antes otro jugador. Por razones particulares, monsieur Thuran prefería ser el primero en probar suerte, por si se daba el caso de que hubiese que repetir la aventura y sacar por segunda vez una moneda de debajo de la chaqueta.

De modo que cuando Spider eligió ser el último, Thuran se brindó graciosamente a ser el primero. Su mano permaneció bajo la chaqueta apenas un segundo, lo que no impidió a sus dedos rápidos y diestros palpar cada una de las monedas y desechar la pieza fatídica. Retiró la mano y mostró en ella un franco de 1888. Le tocó el turno a Clayton. Con el semblante tenso de horror, Jane Porter se inclinó hacia adelante cuando la mano del hombre con el que iba a casarse tanteó debajo de la chaqueta. Clayton la sacó en seguida, con una moneda en la palma. Tardó un instante en atreverse a mirarla, pero monsieur Thuran, que se acercó para comprobar la fecha, le aseguró que se había salvado.

Temblorosa y exhausta, Jane Porter se apoyó desmadejadamente en el costado del bote. Se sentía enferma y mareada. Si Spider no sacaba a continuación la moneda de 1875, habría que soportar otra vez aquel espantoso juego.

El marinero había introducido ya la mano debajo de la chaqueta. Gruesas gotas de sudor perlaban su frente. Temblaba como si sufriera un ataque de fiebre. En voz alta, se maldijo a sí mismo por haber elegido el último lugar, puesto que ahora sus probabilidades de librarse eran de tres a uno, cuando las de monsieur Thuran fueron de cinco a uno y las de Clayton de cuatro a uno.

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