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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (24 page)

»Recuerdo que acampamos allí aquella noche y que hacía mucho frío, porque era una montaña muy alta. Al día siguiente decidimos subir a la cumbre, ver qué clase de territorio había al otro lado y comprobar su aspecto. Si no parecía mejor que el que acabábamos de atravesar, regresaríamos a nuestra aldea y diríamos a nuestra gente que ya tenían el mejor lugar del mundo para vivir.

»De modo que trepamos por los escalamientos de peñascos hasta la cima y allí, desde la meseta que coronaba la montaña contemplamos, no muy abajo, un valle poco profundo y bastante estrecho, al fondo del cual había un gran poblado de piedra, muchas de cuyas construcciones se habían desmoronado o estaban en trance de derrumbarse.

El resto de la historia de Waziri era prácticamente el mismo que ya había relatado Busuli.

—Me gustaría ir allí y ver esa extraña ciudad —dijo Tarzán—. Y arrebatar algo de ese metal amarillo a sus feroces habitantes.

—Está muy lejos —respondió Waziri— y yo tengo ya demasiados años, pero si esperas a que termine la estación de las lluvias y el caudal de los ríos haya descendido cogeré unos cuantos guerreros y te acompañaré.

Tarzán tuvo que conformarse con esa promesa, aunque desde luego le habría gustado emprender la marcha al día siguiente… Era impaciente como un chiquillo. En realidad, Tarzán de los Monos no era otra cosa que un niño; era un hombre primitivo, que viene a ser lo mismo.

Al día siguiente, sin embargo, regresó del sur a la aldea una patrulla, que informó haber avistado una gran manada de elefantes a unos kilómetros de distancia. Desde lo alto de los árboles tuvieron una estupenda panorámica de aquel rebaño, formado, según dijeron, por numerosos machos, con gran número de hembras y de ejemplares jóvenes. Los adultos podían proporcionar una cantidad de marfil que merecía la pena recoger.

Los preparativos para la gran cacería ocuparon el resto de la jornada y parte de la noche. Se revisaron los venablos, se cargaron las aljabas, se tensaron o cambiaron las cuerdas de los arcos; todo mientras el brujo de la tribu iba de un grupo de guerreros a otro, dispensando encantamientos y distribuyendo amuletos destinados a preservar de todo daño a quien lo llevara y a otorgar buena suerte en la cacería que se iba a emprender por la mañana.

Los cazadores salieron al alba. Cincuenta guerreros negros, de cuerpo lustroso y ágil. En medio de ellos, juncal y dinámico como un joven dios de la selva, marchaba Tarzán de los Monos, cuya bronceada piel contrastaba curiosamente con el tono ébano de la de sus compañeros. Salvo por el color, era uno más de ellos. Llevaba las mismas armas y adornos, hablaba su mismo lenguaje, reía y bromeaba con ellos y había saltado y vociferado igual que los demás durante la danza que se ejecutó antes de partir de la aldea. Era a todos los efectos y fines un salvaje entre salvajes. No, no se lo preguntó a sí mismo, pero ni por asomo hubiera reconocido que se identificaba más con aquellos indígenas y con su modo de vida que con los amigos parisienses cuyas costumbres había conseguido imitar a la perfección en los escasos meses que convivió con ellos. Los imitó como un mono.

Una sonrisa divertida asomó a sus labios al imaginarse la cara que pondría el inmaculado D'Arnot si por algún medio fantástico pudiese ver a Tarzán en aquel momento. Pobre Paul, que se enorgullecía de su obra: haber erradicado de su amigo todo vestigio de salvajismo.

«¡Qué poco he tardado en caer!», pensó Tarzán. Pero en el fondo no consideraba que aquello fuese una caída…, más bien sentía lástima por aquellas pobres criaturas de París, encerradas como prisioneros en sus estúpidas prendas de vestir, vigiladas continuamente por la policía a lo largo de toda su vida, condenadas a no poder hacer nada que no fuese completamente artificial y aburrido.

Dos horas de marcha les llevaron a las proximidades del lugar donde el día anterior se localizó a los elefantes. A partir de allí avanzaron en el mayor silencio, a la búsqueda del rastro de los grandes proboscidios. Al final encontraron una senda bien marcada, por la que pocas horas antes había pasado el rebaño. Continuaron en fila india durante cosa de media hora. Fue Tarzán el primero que alzó la mano para indicar que la presa andaba cerca: su sensitivo olfato le acababa de advertir que los elefantes no se encontraban muy lejos por delante de ellos.

Los negros se mostraron escépticos cuando les explicó cómo lo sabía.

—Acompañadme —dijo Tarzán— y lo comprobaremos.

Ágil como una ardilla saltó a la rama de un árbol y trepó con ligereza a la copa. Le siguió uno de los negros, más despacio y con más cuidado. Cuando el indígena llegó a la rama alta en que estaba el hombre-mono, éste señaló con el índice hacia el sur y allí, a un centenar de metros de distancia, el negro vio cierto número de enormes lomos que sobresalían por encima de las altas hierbas de una pradera. Tarzán indicó esa misma dirección a los observadores que aguardaban en el suelo y les transmitió, con los dedos, el número de animales que podía contar.

Los cazadores salieron de inmediato en pos de los elefantes. El negro del árbol se apresuró a bajar, pero Tarzán les siguió a su modo, o sea desplazándose de rama en rama.

Cazar elefantes con las toscas armas del hombre primitivo no es precisamente un juego de niños. Tarzán sabía que son pocas las tribus indígenas que lo practican y el hecho de que aquella lo hiciese le hacía sentir no poco orgullo… Empezaba ya a pensar en sí mismo como miembro de aquella pequeña comunidad.

Mientras se movía silenciosamente a través de los árboles, Tarzán vio a los guerreros desplegarse para formar un semicírculo en torno a los elefantes, que estaban completamente ajenos a lo que se les venía encima. Por último, los indígenas tuvieron a la vista a los gigantescos animales. Seleccionaron dos ejemplares adultos, de grandes colmillos y, a una señal, los cincuenta guerreros se levantaron como un solo hombre en el lugar donde se ocultaban y lanzaron sus venablos de guerra sobre los dos elefantes elegidos. Ni una sola de aquellas lanzas erró el tiro; cada uno de los dos gigantescos animales recibió en el costado su correspondiente cuota de veinticinco venablos. Uno de ellos ni siquiera pudo moverse del lugar donde se encontraba cuando el alud de lanzas cayó sobre él; dos de aquellas lanzas, certeramente dirigidas, se le clavaron en el corazón y el elefante dobló las rodillas y se desplomó sin ofrecer la menor resistencia, sin un estertor.

Aunque situado cerca de su compañero, al encontrarse de cara a los cazadores el otro elefante no había ofrecido un blanco tan perfecto y ningún venablo alcanzó su corazón. Permaneció inmóvil unos segundos, barritando de rabia y dolor mientras buscaba con la vista al causante de sus heridas. Los negros habían desaparecido en la espesura de la jungla antes de que los débiles ojos del monstruo cayesen sobre alguno, pero el animal oyó el ruido que producían al huir y, con aterrador estruendo de arbustos y matorrales aplastados, se precipitó hacia los indígenas en retirada.

El azar quiso que avanzara en dirección a Busuli, a quien ganaba terreno con tal rapidez que se hubiese dicho que el negro estaba quieto, cuando lo que hacía era correr con toda su alma para escapar a la inevitable muerte que estaba a punto de alcanzarle. Tarzán había presenciado todo el desarrollo de la operación desde la enramada de un árbol cercano y, al ver el peligro en que se encontraba su amigo, salió disparado hacia la enfurecida bestia y trató de llamar su atención a base de gritos, con la esperanza de distraerla.

Pero igual podía ahorrarse el aliento, porque el elefante estaba sordo y ciego para todo lo que no fuese el objetivo de su cólera, que inútilmente corría por delante de él. Tarzán comprendió entonces que sólo un milagro podía salvar a Busuli y con la misma despreocupación con que en otro momento había perseguido a aquel hombre se aprestó ahora a colocarse en el camino del elefante e intentar salvar la vida del guerrero negro.

Aún empuñaba el venablo y cuando
Tantor
se hallaba aún a unos siete u ocho pasos de su presa, un vigoroso guerrero blanco aterrizó casi delante de él, como caído del cielo. Con las peores intenciones del mundo, el elefante se desvió a la derecha para aca bar con aquel temerario enemigo que osaba interponerse entre él y su presunta víctima. Pero
Tantor
no contaba con la celérica rapidez de aquel hombre, capaz de electrizar sus músculos de acero y dotarlos de tan maravillosa celeridad que ni siquiera la aguda vista de
Tantor
pudiera percibir sus movimientos cuando entrasen en acción.

Y ocurrió así que antes de que el proboscidio se percatara de que su nuevo adversario se había quitado de su camino mediante un prodigioso salto, Tarzán ya había clavado su lanza con punta de hierro detrás de la maciza paletilla del elefante, hundiéndola hasta su corazón. Y el imponente animal se derrumbó, sin vida, a los pies del hombre-mono.

Busuli no vio la forma en que se había librado de aquel apuro, pero Waziri, el anciano jefe, sí lo había contemplado de principio a fin, lo mismo que varios de los demás guerreros. Todos vitorearon a Tarzán y se agruparon a su alrededor, entre felicitaciones y gritos de júbilo por aquella monumental pieza. Cuando el hombre-mono se subió al cadáver y lanzó al aire el extraño alarido que anunciaba una gran victoria, los negros retrocedieron, encogidos de miedo, porque para ellos aquel grito era casi idéntico al del brutal
Bolgani
, al que temían tanto como a
Numa
, el león. A tal temor se incorporaba cierto acatamiento reverencia) hacia aquel ser con aspecto humano al que atribuían poderes sobrenaturales.

Pero cuando Tarzán bajó la cabeza y les sonrió, los guerreros recobraron la tranquilidad, aunque seguían desconcertados. No acababan de comprender a aquella curiosa criatura que se trasladaba por los árboles con la misma rapidez que
>Manu
y, sin embargo, lo suyo, lo natural para él era el suelo, el mismo medio natural de ellos: un ser que, aparte el color de la piel, era como cualquier hombre de la tribu y, no obstante, estaba dotado de una fuerza diez veces superior a la de cualquier miembro de la tribu y capaz de enfrentarse a cuerpo limpio con los más feroces pobladores de la jungla salvaje.

Una vez reunidos todos los guerreros se reanudó la cacería y se inició de nuevo el acoso del rebaño, que había emprendido la retirada. Pero apenas habían cubierto un centenar de metros cuando resonó a su espalda, a gran distancia, una extraña sucesión de detonaciones.

Durante unos instantes todos se quedaron inmóviles, como un grupo de estatuas, mientras escuchaban con toda su atención. Por último, Tarzán dijo:

—Armas de fuego. Están atacando la aldea.

—¡Vamos! —arengó Waziri—. ¡Los saqueadores árabes han vuelto con sus esclavos antropófagos para robarnos nuestro marfil y llevarse a nuestras mujeres!

Capítulo XVI
Los saqueadores de marfil

Los guerreros de Waziri echaron a correr a través de la selva, en dirección a su aldea. Durante unos minutos, el estampido de las descargas de fusilería los incitó a apresurarse, pero los disparos fueron espaciándose, hasta quedar reducidos a alguna que otra detonación esporádica para, por último, cesar completamente. El silencio no resultó menos ominoso que el tiroteo anterior, porque indicaba a la pequeña patrulla que acudía al rescate que la escasamente guarnecida aldea había sucumbido bajo la superioridad de las fuerzas atacantes.

Los cazadores que regresaban apresuradamente al poblado habían recorrido cinco de los ocho kilómetros que al principio les separaban de la aldea cuando encontraron los primeros fugitivos que habían logrado escapar a los proyectiles y a las garras del enemigo. En el grupo figuraban una docena de mujeres y jóvenes de ambos sexos; su excitación era tal que apenas se hicieron entender cuando intentaron relatar a Waziri la catástrofe que se acababa de abatir sobre su pueblo.

—Hay tantos como hojas en el bosque —exclamó una de las mujeres para explicar los efectivos de las fuerzas enemigas—. Hay muchos árabes y los manyuemas son incontables. Y todos tienen rifles. Se arrastraron cuerpo a tierra hasta muy cerca de la aldea antes de que nos diéramos cuenta de lo que estaba ocurriendo y luego, al tiempo que gritaban como locos, arremetieron contra nosotros y con sus armas de fuego mataron a muchos hombres, mujeres y niños. Cierto número de nosotros huimos a la desbandada en todas direcciones y nos refugiamos en la selva, pero mataron a muchos más.

No sé si cogieron prisioneros o no… parece que lo único que querían era matarnos a todos. Los manyuemas se hartaron de insultarnos y de decir que se nos iban a comer a todos antes de abandonar nuestro país… ese era nuestro castigo por haber matado a sus amigos el año pasado. No oí mucho, porque salí huyendo a todo correr.

Se reanudó la marcha hacia la aldea, ahora más despacio y con mayores precauciones, puesto que Waziri sabía que era demasiado tarde para auxiliar a nadie y que su único objetivo sería la venganza. En el kilómetro y medio siguiente encontraron a un centenar de fugitivos más. Entre ellos había muchos hombres, por lo que la potencia bélica de la partida aumentó considerablemente.

Se destacó una avanzada de una docena de guerreros, en misión de reconocimiento. Waziri se quedó con el grueso de las fuerzas, que marchaba a través de la selva formando un delgado frente que se desplegaba en forma de media luna. Tarzán caminaba junto al jefe.

Regresó uno de los exploradores de la avanzadilla de exploración. Habían llegado a situarse a la vista de la aldea.

—Todos están dentro de la empalizada —susurró.

—¡Estupendo! —se animó Waziri—. Caeremos sobre ellos y los mataremos a todos.

Se dispuso a pasar a lo largo de la linea la orden de que se detuvieran todos en el borde del claro hasta que le vieran a él lanzarse corriendo hacia el poblado… Entonces todos debían seguirle.

—¡Un momento! —advirtió Tarzán—. Si dentro de la empalizada hay cincuenta rifles, rechazarán nuestro ataque y harán una carnicería con nosotros. Deja que me llegue al poblado desplazándome por las ramas de los árboles para espiarlos desde arriba, ver cuántos son y las posibilidades que tenemos si desencadenamos un asalto. Sería estúpido perder innecesariamente un solo hombre si no contamos con la más leve esperanza de triunfo. Se me ha ocurrido una idea y creo que podemos conseguir mejores resultados si recurrimos a la astucia en vez de emplear la fuerza. ¿Querrás esperar un poco, Waziri?

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