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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (20 page)

—Es muy extraño —opinó el capitán—. No me parecía hombre susceptible de tener desvanecimientos, lipotimias o cosas así. Incluso aunque hubiera sufrido un desmayo o algo semejante, es dificilmente creíble que hubiera caído por la borda mientras se apoyaba en la barandilla…, lo más probable es que se desplomase hacia dentro, sobre la cubierta. Si no está en el buque, señorita Strong, entonces es que lo han arrojado al agua, y el detalle de que no oyese usted ningún grito me hace suponer que estaba muerto antes de abandonar la cubierta del barco… que lo asesinaron.

Hazel Strong se estremeció.

El primer oficial se presentó una hora después, para informar del resultado de la búsqueda.

—El señor Caldwell no se encuentra a bordo, señor.

—Me temo que aquí se ha producido algo más grave que un accidente, señor Brently —dijo el capitán—. Quisiera que efectuase un examen personal y minucioso de los efectos del señor Caldwell, con vistas a descubrir algún indicio que nos permita determinar si existió algún motivo para el suicidio o el asesinato… Hay que llegar al fondo de este asunto.

—¡Sí, muy bien, señor! —respondió el señor Brently, y salió para iniciar la investigación.

Hazel Strong cayó en un estado de profundo abatimiento. No salió de su camarote en varios días y cuando por fin se decidió a aventurarse por la cubierta, su rostro aparecía pálido y macilento, con enormes ojeras. Tanto despierta como dormida veía continua y repetidamente aquel cuerpo oscuro que caía rápida y silenciosamente, para acabar sumergiéndose en las frías aguas del siniestro océano.

Poco después de su primera aparición en cubierta, a raíz de la tragedia, monsieur Thuran se le acercó con su cordialidad acostumbrada.

—¡Oh, es terrible, señorita Strong! —exclamó—. ¡No puedo quitármelo de la cabeza!

—Ni yo —repuso la joven cansinamente—. Creo que hubiera podido salvar su vida con sólo dar la alarma.

—No debe reprocharse nada, mi querida señorita Strong —rebatió monsieur Thuran—. De ninguna manera fue culpa suya. En su lugar, cualquiera hubiese reaccionado lo mismo que usted.
¿
A
quién se le iba a ocurrir que porque algo cae de un barco al mar ese algo tiene que ser obligatoriamente un hombre? Y el resultado habría sido el mismo, aunque hubiese dado la alarma. De entrada, hubiesen dudado de la veracidad de su historia, pensando que se trataba de las alucinaciones de una mujer histérica… Usted habría insistido, pero aún en el caso de que llegara a convencerlos, cuando hubiesen detenido el transatlántico, arriado los botes, remado de vuelta hasta el desconocido punto donde ocurrió la tragedia… entonces sería ya demasiado tarde. No, no debe usted culparse. Ha hecho por el pobre señor Caldwell más que ninguna otra persona… es usted la única que le echó de menos. Fue usted quien promovió e hizo posible la búsqueda.

La muchacha no pudo por menos que sentirse agradecida por aquellas alentadoras palabras. Pasaba frecuentes ratos con monsieur Thuran —casi siempre estuvo con él durante el resto del viaje— y realmente empezó a sentir afecto por aquel hombre. Monsieur Thuran se enteró de que la preciosa señorita Strong, de Baltimore, era una rica heredera estadounidense… una muchacha adinerada por derecho propio y con unas perspectivas de futuro que dejaban sin resuello a Rokoff cuando empezaba a imaginárselas. Y como dedicaba la mayor parte de sus horas a ese deleitable pasatiempo era un auténtico milagro que pudiera respirar.

Inmediatamente después de la desaparición de Tarzán, monsieur Thuran creyó oportuno desembarcar en el primer puerto en que hiciese escala el barco. ¿No tenía ya en el bolsillo de la chaqueta el objetivo por el que adquirió pasaje en aquel transatlántico? No había nada que le retuviera allí. No veía el momento de regresar al continente europeo, estaba deseando verse en el primer tren expreso que partiera hacia San Petersburgo.

Pero había surgido otra idea, que se impuso rápidamente sobre su primitiva intención de echar pie a tierra. De ninguna manera podía despreciarse aquella fortuna estadounidense, cuya propietaria, además, no era menos atractiva que las riquezas que tenía a su nombre.

Sapristi! ¡Menuda sensación iba a causar en San Petersburgo!

También la causaría él, contando con la ayuda del patrimonio de la joven.

Cuando monsieur Thuran hubo gastado alegre y mentalmente unos cuantos millones de dólares, se percató de que la carrera de dilapidador le encantaba y que también le seducía continuar viaje hasta Ciudad de El Cabo, donde decidió de pronto que tenía urgentes compromisos que acaso le retuvieran allí algún tiempo.

La señorita Strong le había dicho que ella y su madre iban a visitar al hermano de esta última… No habían determinado cuánto tiempo iba a durar su estancia, aunque era probable que se prolongara unos meses.

La señorita Strong se alegró mucho cuando supo que monsieur Thuran también iba a Ciudad de El Cabo.

—Confio en que nos sea posible continuar esta relación amistosa —dijo la muchacha—. En cuanto nos hayamos instalado debe usted visitarnos a mi madre y a mí.

A monsieur Thuran le hizo feliz tal perspectiva y no perdió tiempo en manifestarlo así. La señora Strong no se sentía tan favorablemente impresionada como su hija.

—No sé por qué no acaba de gustarme ese hombre —confesó a Hazel un día en que salió a relucir el asunto—. Parece un perfecto caballero en todos los aspectos, pero a veces… hay algo en sus ojos…, una expresión huidiza que no puedo describir, pero que cuando la veo me produce una sensación extraña.

La hija se echó a reír.

—¡Qué tonta eres, mamá!

—Supongo que sí, pero no sabes lo que lamento que no sea el señor Caldwell quien nos acompañe, en vez de este otro individuo.

—Yo también lo lamento —replicó Hazel.

Monsieur Thuran se convirtió en asiduo visitante del domicilio del tío de Hazel Strong en Ciudad de El Cabo. Se hizo notar en seguida con su exagerado despliegue de atenciones, pero mostraba tan entusiasta vocación por adelantarse a todos los deseos de la joven que ésta empezó a contar con él cada vez más. ¿Necesitaba ella, su madre o una prima suya un acompañante que la escoltara o era preciso hacerles algún recado? Pues allí estaba siempre el ubicuo monsieur Thuran dispuesto a realizar el favor que fuera menester. Con su indefectible cortesía y su inagotable afán de ser útil se ganó el aprecio del tío de Hazel y de todos sus familiares. Monsieur Thuran alcanzó la condición de indispensable. Al final, cuando creyó llegado el momento propicio, se declaró. La señorita Strong se quedó estupefacta. No supo qué decir.

—Ni por asomo podía imaginarme que le interesase a usted en ese sentido —acabó por reconocer—. Siempre le he considerado un buen amigo. No puedo contestarle ahora. Olvide que me ha pedido que sea su esposa. Continuemos como hasta ahora… es posible que más adelante pueda hacerme a la idea. Deje que, durante un tiempo, piense en usted observándole desde un ángulo distinto. Cabe la posibilidad de que descubra que mis sentimientos hacia usted van más allá de la amistad. Desde luego, ni por un segundo se me ha ocurrido nunca que le quisiera.

Monsieur se dio por satisfecho con aquel acuerdo. Lamentaba en lo más hondo de su ser haberse precipitado, pero llevaba tanto tiempo enamorado de ella, tan perdida y fervorosamente prendado de la señorita Strong, que daba por supuesto que todo el mundo estaba enterado de sus sentimientos.

—La quiero desde la primera vez que la vi, Hazel —confesó—. No tengo inconveniente en esperar, porque sé que un amor tan puro y tan inmenso como el mío tendrá su recompensa. Lo único que deseo es saber que usted no quiere a otro. ¿Me lo asegura?

—En la vida estuve enamorada de nadie —repuso la joven, lo cual tranquilizó a monsieur Thuran.

Durante su vuelta a casa, aquella noche, entretuvo la imaginación comprando un yate de vapor y adquiriendo una villa de un millón de dólares en el mar Negro.

Al día siguiente, Hazel Strong disfrutó de una de las sorpresas más venturosas de su vida: se dio de manos a boca con Jane Porter, en el momento en que ésta abandonaba una joyería.

—¡Pero, si eres Jane! ¡Jane Porter! —exclamó—. ¿De dónde diablos sales? ¡No me lo puedo creer!

—¡Vaya, precisamente tú! —se animó Jane, tan asombrada como su amiga—. ¡Y yo venga a malgastar toneladas de esfuerzo mental imaginándote en Baltimore… y luego te encuentro aquí!

Volvió a echar los brazos al cuello de su amiga y la besó una docena de veces.

Para cuando concluyeron sus mutuas explicaciones, Hazel sabía ya que el yate de lord Tennington permaneceria una semana más en Ciudad de El Cabo y que al término de la misma continuaría su viaje —en esa ocasión costa occidental arriba— de regreso a Inglaterra.

—Donde —remató Jane— me casaré.

—¿Aún no te has casado? —preguntó Hazel.

—Todavía no —articuló Jane, para añadir, extemporáneamente—: Me gustaría que Inglaterra estuviese a un millón de kilómetros de aquí.

Se intercambiaron visitas entre los pasajeros del yate y los familiares de Hazel. Se organizaron comidas y excursiones por los alrededores para agasajar a los visitantes. A todos aquellos actos y reuniones se invitaba a monsieur Thuran, al que se acogía de mil amores. Monsieur Thuran obsequió con una cena a los hombres del grupo y se las ingenió para granjearse la buena voluntad de lord Tennington mediante numerosos gestos hospitalarios.

En el curso de la inesperada visita al yate de lord Tennington, monsieur Thuran captó cierta insinuación de algo que podía reportarle ciertos beneficios. Quiso aprovecharlo. En cuanto se vio a solas con el inglés dejó caer como quien no quiere la cosa que su compromiso oficial con la señorita Strong se anunciaría en cuanto regresaran a Estados Unidos.

—Pero esto es confidencial. No diga usted una palabra a nadie, mi querido Tennington… ni una palabra.

—Descuide, lo entiendo muy bien, compañero —aseguró Tennington—. Pero hay que felicitarle… se lleva usted una joven estupenda… de verdad.

Al día siguiente, la señora Strong, Hazel y monsieur Thuran se encontraban en el yate como invitados de lord Tennington. La señora Strong les acababa de explicar lo mucho que había disfrutado de su estancia en Ciudad de El Cabo y cuánto lamentaba haber recibido una carta de su procurador de Baltimore, por culpa de la cual se veía obligada a abreviar su visita a Ciudad de El Cabo.

—¿Cuándo zarpa? —le preguntó lord Tennington.

—A primeros de la semana que viene —respondió la dama.

—¿De veras? —exclamó Thuran—. ¡La suerte está conmigo! También yo me veo inesperadamente obligado a regresar cuanto antes, lo que significa que voy a tener el honor de acompañarles y que podré seguir a su servicio.

—Muy amable por su parte, monsieur Thuran —replicó la señora Strong—. Nos
comp
i
acerá
mucho ponernos bajo su protección, de eso estoy segura.

Pero en el fondo de su alma deseaba librarse de él. Aunque no podía explicarse el motivo.

—¡Por Júpiter! —se entusiasmaba lord Tennington poco después—. ¡Una idea magnífica, vive Dios!

—Sí, Tennington, naturalmente —aventuró Clayton—. Si es tuya, debe ser formidable, ¿pero en qué rayos consiste? ¿Vamos a ir a China, vía Polo Sur?

—Venga, hombre, venga, Clayton —replicó Tennington—, no hace falta que te encalabrines sólo porque no fue a ti a quien se le ocurrió sugerir
este
viaje… Desde que zarpamos no has parado de poner pegas, eres el perfecto eterno descontentadizo. Sí, señor, mal que te pese, es una idea estupenda, así que tendrás que reconocerlo. Se trata de llevar con nosotros a Inglaterra, en el yate, a la señora Strong, a su hija y, si también desea venir, al señor huyan. ¿Qué te parece, no es fantástico?

—Perdona, Tenny, muchacho —plegó velas Clayton—. Sí, es una idea fabulosa…, impropia de ti, nunca hubiera sospechado que fuese tuya. ¿Estás seguro de que es original de tu caletre?

—Y nos haremos a la mar a primeros de la semana próxima o en cualquier otro momento que a usted le parezca bien, señora Strong —concluyó el rumboso inglés, como si todo estuviera arreglado, salvo la fecha de partida.

—Santo Dios, lord Tennington,
ni
siquiera nos ha brindado la oportunidad de darle las gracias y mucho menos la de decidir si nos es posible o no aceptar su generosa invitación —protestó, muy cumplida, la señora Strong.

—Pues claro que vendrán —insistió lord Tennington—. Navegamos tan deprisa como cualquier buque de pasajeros y dispondrán de cuantas comodidades necesiten. Además, les apreciamos mucho y no aceptaremos el no por respuesta.

De modo que se acordó que zarparían el lunes siguiente.

Dos días después, las dos muchachas miraban en el camarote de Hazel unas fotografías que la joven acababa de revelar en Ciudad de El Cabo. Eran las instantáneas que había tomado desde que salió de Estados Unidos. Estaban sumergidas en la contemplación de aquellas imágenes, y Hazel respondía a las mil preguntas de Jane, dando toda clase de torrenciales explicaciones acerca de las diversas vistas y personas que aparecían en las fotos.

—Aquí tienes —dijo de pronto Hazel— un hombre al que conoces. Pobrecillo, he tenido un montón de veces la idea de preguntarte por él, pero nunca me ha venido a la cabeza cuando estábamos juntas.

Sostenía la foto de forma que Jane no podía ver la cara del hombre retratado.

—Se llamaba John Caldwell —prosiguió Hazel—. ¿Te acuerdas de él? Dijo que te conoció en Estados Unidos. Es inglés.

—No recuerdo ese nombre —contestó Jane—. Déjame ver la foto.

—El pobre hombre cayó por la borda durante la travesía costa abajo —explicó Hazel, al tiempo que tendía la foto a Jane.

—¿Que se cayó…? ¡Pero, Hazel, Hazel… no me digas que se ahogó en el mar! ¡Hazel! ¡Dime que es una broma!

Y antes de que la sorprendida señorita Strong pudiera sostenerla Jane Porter se desmayó y fue a Parar al suelo.

Cuando logró que su amiga volviera en sí, Hazel la estuvo contemplando largo rato, antes de que alguna de las dos hablase.

—No sabía, Jane —silabeó Hazel en tono forzado—, que tu amistad con el señor Caldwell fuese tan estrecha como para que esto te afectase tanto.

—¿John Caldwell? —interrogó Jane—. No me irás a decir que ignorabas quién era ese hombre, ¿verdad, Hazel?

—Pues, claro que sé quién era, Jane. Sé perfectamente quién era… se llamaba John Caldwell, de Londres.

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