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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (18 page)

Aquella noche, en la cena, Tarzán se sentó junto a una joven situada a la izquierda del capitán. El oficial los presentó.

¡Señorita Strong! ¿Dónde había oído antes ese nombre? Le resultaba familiar. La madre de la joven le dio la pista oportuna, al llamar a su hija por el nombre de pila: Hazel.

¡Hazel Strong! ¡Qué recuerdos le inspiraba aquel nombre! Había sido la carta dirigida a aquella doncella, caligrafiada por la bonita mano de Jane Porter, lo que transmitió a Tarzán el primer mensaje de la mujer que amaba. ¡Qué vívidamente recordaba la noche en que tomó aquella carta de encima de la mesa de la cabaña de su difunto padre, donde Jane Porter había estado escribiéndola hasta la madrugada, mientras él permanecía agazapado en la oscuridad exterior! ¡Menudo susto se habría llevado la muchacha de haber sabido aquella noche que la fiera salvaje de la selva observaba todos sus movimientos a través de la ventana!

¡Y aquella joven era Hazel Strong…, la mejor amiga de Jane Porter!

Capítulo XII
Barcos que pasan

Retrocedamos unos cuantos meses y situémonos de nuevo en el andén de una pequeña estación ferroviaria del norte de Wisconsin batida por el viento. La nube de humo producida por el incendio del bosque flota, a escasa altura, sobre el paisaje circundante y los acres vapores que desprende ponen escozor en los ojos de las seis personas que aguardan la llegada del tren que ha de trasladarlos hacia el sur.

El profesor Arquímedes Q. Porter, entrelazadas las manos tras los faldones de su levita, pasea de un lado a otro bajo la siempre atenta mirada de su fiel secretario, el señor don Samuel T. Philander. En dos ocasiones, durante los últimos minutos, el ensimismado profesor cruzó las vías distraído en dirección a la zona pantanosa próxima, así que el incansable señor Philander tuvo que acudir a rescatarle y obligarle a volver sobre sus pasos.

Jane Porter, la hija del profesor, mantiene una insípida y forzada conversación con William Cecil Clayton y Tarzán de los Monos. Apenas unos segundos antes, en la minúscula sala de espera de la estación, ha tenido efecto una declaración de amor y una renuncia que han destrozado la vida y aniquilado la felicidad de dos miembros del grupo, pero William Cecil Clayton, lord Greystoke, no es ninguno de esos dos seres.

Detrás de la señorita Porter revolotea la maternal Esmeralda. También ella se siente feliz, porque ¿no regresa a su amada Maryland? Vislumbra ya a través de la neblina que forma la humareda el haz de luz que proyecta el faro de la locomotora. Los hombres empiezan a coger las maletas. De pronto, Clayton exclama:

—¡Por Júpiter! Me he dejado el abrigo en la sala de espera.

Y corre a recuperarlo.

—Adiós, Jane —dice Tarzán, tendida la mano—. ¡Que Dios te bendiga!

—Adiós —responde la muchacha con un hilo de voz—. Trata de olvidarme… No, eso no… No podría soportar la idea de que me has olvidado.

—No hay peligro de que eso ocurra, cariño —afirma él—. ¡Ojalá permitiera Dios que pudiese olvidarte! La vida me resultaría mucho más fácil si no tuviera presente de modo continuo el pensamiento de lo que pudo haber sido. Aunque tú serás feliz; estoy seguro de que lo serás…, tienes que serlo. Dile a los demás que decidí volver a Nueva York al volante de mi automóvil… No me siento con ánimo de despedirme de Clayton. Quiero tener buen recuerdo de él, pero me temo que aún conservo demasiados instintos salvajes como para que confíe en mí durante mucho tiempo el hombre que se interpone entre mi persona y la única criatura del mundo a la que quiero.

Cuando Clayton se inclinaba para coger el abrigo que había olvidado en la sala de espera, sus ojos tropezaron con un telegrama caído en el suelo, boca abajo. Se agachó, dispuesto a recogerlo por si acaso se trataba de un mensaje importante que se le hubiese caído a alguien. Le echó un rápido vistazo y, automáticamente, se olvidó del abrigo, del tren que se acercaba…, de todo, salvo de aquel pequeño rectángulo de papel amarillo que tenía en la mano. Leyó el texto dos veces antes de comprender en su totalidad el terrible significado que representaba para él.

Antes de recogerlo del suelo era un aristócrata inglés, el orgulloso y opulento propietario de extensas haciendas e importantes riquezas… Ahora, inmediatamente después de haber leído el telegrama sabía que no era más que un menesteroso sin título y sin un penique. El telegrama lo dirigía D'Arnot a Tarzán, y rezaba:

Huellas dactilares demuestran eres Greystoke. Felicidades.

D'Arnot

Clayton se tambaleó como si hubiese recibido un golpe mortal. En aquel preciso instante oyó que los demás le llamaban, apremiantes, porque el tren se detenía ya ante el pequeño andén. Cogió el gabán como aturdido por un impacto inesperado. Les contaría lo del telegrama cuando estuviesen en el tren. Salió corriendo al andén en el momento en que la locomotora dejaba oír los dos silbidos que preceden al primer entrechocar de los topes al acoplarse. Los demás ya estaban en el vagón, se inclinaban desde la plataforma del «Pullman» y le gritaban que se diera prisa. Transcurrieron cinco minutos largos antes de que todos estuviesen acomodados en los asientos. Y entonces se dio cuenta Clayton, por primera vez, que Tarzán no se encontraba entre ellos.

—¿Dónde está Tarzán? —preguntó a Jane Porter—. ¿En otro vagón?

—No —repuso la joven—, en el último momento decidió volver en su automóvil a Nueva York. Tiene un afán tremendo por conocer lo más posible de Estados Unidos y cree que desde la ventanilla de un vagón de ferrocarril poco será lo que pueda ver. Regresa a Francia, ya sabes.

Clayton no hizo ningún comentario. Se esforzaba en dar con las palabras oportunas para explicarle a Jane la catástrofe que se había abatido sobre él… y sobre ella. Se preguntaba qué efecto le causaría a la muchacha. ¿Seguiría deseando casarse con él… convertirse en una señora Clayton corriente y moliente? De súbito el terrible sacrificio que uno de los dos debía hacer irrumpió en su imaginación, impresionante y ominoso. Surgió luego la pregunta: ¿Reivindicaría Tarzán lo suyo? El hombre mono estaba enterado del contenido del telegrama antes de que negase, flemático e indiferente, que conociera su linaje. ¡Declaró que su madre fue la mona Kala! ¿Acaso lo hizo por amor a Jane Porter?

No parecía existir ninguna otra explicación más o menos razonable. Así pues, al hacer caso omiso de lo que decía el telegrama, ¿no era lógico suponer que no pretendía reclamar su patrimonio? En tal caso, ¿qué derecho tenía él, William Cecil Clayton, para frustrar los deseos, para poner trabas al autosacrificio de aquel hombre extraño? Si Tarzán de los Monos era capaz de actuar de aquella manera para evitar la infelicidad a Jane Porter, ¿por qué él, a quien se le confiaba el futuro en pleno de la muchacha, iba a poner en peligro los intereses de Jane Porter?

Así continuó razonando hasta que el impulso generoso inicial de proclamar la verdad y renunciar a los títulos y propiedades en beneficio de su legítimo dueño, quedó olvidado bajo el alud de sofismas que su egoísmo alegaba. Pero durante el resto del viaje, y a lo largo de muchos días posteriores, William Cecil Clayton se mostró melancólico y abatido. De vez en cuando le asaltaba la alarmante idea de que tal vez algún día Tarzán se arrepintiese de su magnanimidad y reclamara sus derechos.

Varias fechas después de su vuelta a Baltimore, Clayton propuso a Jane celebrar la boda en seguida.

—¿Qué entiendes por en seguida? —preguntó ella.

—Dentro de unos días. He de regresar a Inglaterra de inmediato… y quiero que me acompañes, cariño.

—No puedo estar lista tan pronto —replicó Jane—. Por lo menos necesitaré un mes.

A Jane le alegró aquella circunstancia, ya que esperaba que, fuera lo que fuese lo que reclamaba la presencia de Clayton en Inglaterra, ello representaría un ulterior aplazamiento de la boda. Había hecho un mal negocio, pero estaba dispuesta a cumplir lealmente su compromiso hasta el doloroso final, aunque si se le ofrecía la posibilidad de conseguir un respiro momentáneo, se consideraba con perfecto derecho a disfrutarlo. La respuesta de Clayton desbarató sus esperanzas.

—Muy bien, Jane —dijo el hombre—. Eso me decepciona un poco, pero retrasaré el regreso a Inglaterra ese mes que necesitas; luego nos iremos juntos.

Pero cuando el mes en cuestión estaba a punto de concluir, Jane encontró una nueva excusa para aplazar otra vez la boda, hasta que finalmente, desanimado y dubitativo, Clayton no tuvo más remedio que viajar solo a Inglaterra.

Las diversas cartas que intercambiaron no consiguieron acelerar la consumación de las esperanzas de Clayton, por lo que acabó por escribir directamente al profesor Porter, con la intención de que le echase una mano. El anciano siempre se había mostrado favorable a aquel enlace matrimonial. Clayton le caía bien y, al pertenecer Porter a una familia sureña, concedía un valor exagerado a las ventajas de un título nobiliario, título que para Jane significaba muy poco, por no decir nada.

Clayton apremió al profesor para que aceptase su invitación a pasar una temporada en Londres, como huésped de lord Greystoke, invitación que se hacía extensiva a toda la familia, incluidos el señor Philander, Esmeralda y demás. El inglés se argumentaba que, una vez Jane se encontrase allí y se hubieran roto los vínculos con su patria, le asustaría menos dar el paso que tanto tiempo llevaba postergando, vacilante y temerosa.

La misma tarde en que recibió la carta de Clayton, el profesor Porter anunció que partirían hacia Londres la semana siguiente.

Pero, una vez en la capital inglesa, Jane Porter no se mostró más dócil y manejable que en Baltimore. Siguió poniendo una excusa tras otra y cuando, por último, lord Tennington invitó al grupo al crucero alrededor de África, en su yate, la joven acogió encantadísima la idea y se negó en redondo a casarse antes de que estuvieran de vuelta en Londres. Como quiera que aquel viaje se prolongarla por lo menos un año, puesto que harían escalas de duración indefinida en numerosos puntos de interés, Clayton puso mentalmente como hoja de perejil a su amigo Tennington por haber tenido la maldita idea de sugerir tan ridícula travesía.

El itinerario de lord Tennington consistía en pasar al Mediterráneo, cruzar después el mar Rojo, salir al océano índico y luego descender por la costa oriental africana, con escala en todos los puertos que mereciese la pena visitar.

Y así ocurrió que cierto día dos buques atravesaron el estrecho de Gibraltar. El más pequeño, un airoso yate blanco, navegaba con rumbo este y en su cubierta iba sentada una joven que contemplaba con ojos tristes el guardapelo con engarce de diamantes que acariciaba distraídamente entre los dedos. El pensamiento de la muchacha se encontraba muy lejos de allí, en la espesura frondosa de una jungla tropical… y el corazón acompañaba al pensamiento.

Se preguntaba la muchacha si habría vuelto a su selva virgen el hombre que le había regalado aquella bonita joya, una pieza que para él significaba mucho más que su valor intrínseco, que ni siquiera se preocupó nunca de conocer.

Y en la cubierta del buque mayor, un transatlántico de pasajeros que también se dirigía al este, el hombre estaba sentado junto a una joven y ambos se entretenían especulando ociosamente acerca de la identidad del precioso yate que se deslizaba graciosamente, surcando el tranquilo oleaje de un mar perezoso.

Cuando el yate se hubo alejado, el hombre reanudó la charla que al parecer había interrumpido el paso de la otra embarcación.

—Sí —dijo—. Me gusta Estados Unidos y eso significa, naturalmente, que me encantan los estadounidenses, porque un país no es más que la obra del pueblo que lo habita. Mientras estuve allí conocí a algunas personas estupendas. Recuerdo una familia de su propia ciudad, señorita Strong, a quienes aprecio de un modo especial: el profesor Porter y su hija.

—¡Jane Porter! —exclamó la joven—. ¡No me diga que conoce a Jane Porter! Pero si es la mejor amiga que tengo en el mundo. Nos criamos juntas…, nos conocemos desde hace siglos.

—¿De veras? —comentó Tarzán, sonriente—. Le costará trabajo convencer de eso a cualquiera que la vea a usted o la vea a ella. ¡Siglos!

—Bueno, pues desde hace un montón de años —rió la muchacha—. Los suyos y los míos… Nos conocemos desde siempre. Hablando en serio, somos como hermanas y ahora que voy a perderla tengo el corazón hecho polvo.

—¿Que va a perderla? —se extrañó Tarzán—. Pero, ¿qué quiere decir? Ah, sí, comprendo. Se refiere a que ahora que va a casarse y se quedará a vivir en Inglaterra va a verla poco.

—Sí —corroboró Hazel Strong—, y lo más triste del asunto es que no se casa con el hombre que ama. Oh, es terrible, ¡casarse por sentido del deber! Opino que es una auténtica barbaridad, algo perverso, y así se lo he dicho. Me siento tan afectada por ello que aunque soy la única persona, aparte los familiares directos, a la que se pidió que asistiera a la ceremonia, no pienso ir porque no quiero ser testigo de una parodia tan atroz. Pero Jane Porter es seria y formal como ella sola. Se ha convencido a sí misma de que hace lo único decoroso que puede hacer y nada en el mundo la impedirá casarse con lord Greystoke, salvo el propio Greystoke, o la muerte.

—Lo lamento por ella —dijo Tarzán.

—Y yo lo lamento por el hombre del que está enamorada —repuso la muchacha—, porque él también la quiere. No le conozco, pero si he de hacer caso a lo que me ha contado Jane, es una persona maravillosa. Parece ser que nació en la selva africana y que se crió en una tribu de simios antropoides. No vio a ninguna persona de raza blanca hasta que desembarcaron y dejaron abandonados al profesor Porter y su equipo en una playa, justo ante la puerta de la pequeña cabaña de ese hombre. Él los salvó de toda clase de fieras terribles y llevó a cabo proezas inimaginables. Luego, como remate, se enamoró de Jane y Jane de él, aunque Jane nunca lo supo con absoluta certeza hasta después de que lord Greystoke y ella estuvieron prometidos.

—Es de lo más extraordinario —murmuró Tarzán, al tiempo que se devanaba las meninges en busca de alguna excusa para cambiar de conversación.

Le encantaba oír hablar de Jane a Hazel Strong, pero cuando el protagonista del diálogo era él se sentía incómodo y violento. Por suerte, no tardó en tener un respiro, ya que la madre de la muchacha se reunió con ellos y la conversación adoptó un rumbo general.

Las siguientes jornadas transcurrieron sin acontecimientos dignos de mención. El mar estaba tranquilo. El cielo, claro. El transatlántico continuaba surcando las aguas, sin prisa y sin pausa, rumbo al sur. Tarzán pasaba algunos ratos con la señorita Strong y su madre. Entretenían sus horas sentados en cubierta, leían, charlaban y tomaban fotografías con la cámara de la señorita Strong. Cuando se ponía el sol, paseaban.

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