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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (9 page)

Cuando Tarzán llegó al piso, tras haber dejado a Rokoff, D'Arnot se había ido ya a dormir. El hombre-mono se abstuvo de despertar a su amigo, pero a la mañana siguiente le contó ce por ce los acontecimientos de la noche anterior, sin omitir un solo detalle.

—¡Qué estúpido fui! —concluyó—. De Coude y su esposa eran buenos amigos míos. ¿Y cómo he correspondido a su amistad? En un tris estuve de asesinar al conde. Y he estigmatizado el buen nombre de una mujer que es modelo de decencia. Es muy probable que haya destrozado un hogar feliz.

—¿Estás enamorado de Olga de Coude? —preguntó D'Arnot.

—Si no tuviera la certeza de que ella no me quiere, me sería imposible contestarte a esa pregunta, Paul. Pero sin que ello signifique deslealtad hacia Olga, te diré que ni yo estoy enamorado de ella, ni ella lo está de mí. Durante unos segundos fuimos víctimas de un repentino ataque de locura, que no era amor, del que nos habríamos liberado, sin trauma alguno, con la misma rapidez con que nos asaltó, incluso aunque De Coude no se hubiese presentado allí tan oportunamente. Como sabes, tengo muy poca experiencia en cuestión de mujeres. Olga de Coude es una preciosidad y ello, unido a la penumbra, al hechizo del ambiente y a la solicitud de protección por parte de una mujer indefensa… Bueno, es posible que un hombre más civilizado que yo lo resistiera, pero ya sabes que mi barniz de civilización apenas me cubre la piel… Por no decir que ni siquiera ha calado la ropa con que me visto.

»París no es un lugar adecuado para mí. Si continúo en esta ciudad no haré más que dar tumbos, tropezar continuamente y caer en trampas y situaciones cada vez más comprometidas. Las cortapisas y convencionalismos que han creado los hombres me resultan de lo más fastidioso. Me siento prisionero. No puedo soportarlo, amigo mío, así que me parece que regresaré a la selva y volveré a llevar la vida que sin duda Dios quería que llevase, puesto que me colocó allí.

—No te lo tomes tan a pecho, Jean —recomendó D'Arnot—. Te las arreglaste mucho mejor de lo que lo hubieran hecho en circunstancias similares la mayoría de los hombres «civilizados». En cuanto a marchar de París en este momento, me inclino a pensar que Raúl de Coude tiene algo que decir y que no tardará en comunicártelo.

D Arnot no se equivocaba. Ocho días después, hacia las once de la mañana, cuando Tarzán y D Arnot estaban desayunando, les anunciaron la visita de un tal monsieur Flaubert. Se trataba de un caballero impresionantemente cortés y ceremonioso. Entre profundas e innumerables reverencias declamó el solemne desafío del señor conde De Coude al señor Tarzán. ¿Sería monsieur Tarzán tan amable como para disponer que un amigo suyo se entrevistara con monsieur Flaubert, a la mayor brevedad posible y a la hora que le resultase más oportuna, al objeto de concertar todos los detalles a mutua satisfacción de los interesados?

No faltaba más. Monsieur Tarzán dejaría la defensa de sus intereses, con sumo gusto y sin reserva alguna, en manos de su amigo el teniente D'Arnot. Se convino, pues, que a las dos de la tarde de aquel mismo día, D'Arnot visitaría a monsieur Flaubert. Acto seguido, el pomposo monsieur Flaubert ejecutó otra nutrida exhibición de reverencias versallescas y se retiró.

Cuando volvieron a estar solos, D'Arnot dirigió a Tarzán una curiosa mirada.

—¿Y bien? —preguntó.

—Ahora debo añadir un homicidio a mis pecados o dejar que me liquiden —dijo Tarzán—. Estoy haciendo progresos fulminantes en las costumbres y el estilo de vida de mis hermanos civilizados.

—¿Qué arma piensas elegir? —quiso saber D'Arnot. De Coude goza fama de ser un verdadero maestro de la esgrima. Y también con la pistola en la mano dicen que es algo serio.

—Puedo optar por la flecha envenenada, a veinte pasos, o el venablo, a la misma distancia —bromeó Tarzán—. Que sea la pistola, Paul.

—¿Te matará, Jean?

—No tengo la menor duda —repuso Tarzán—. Pero algún día he de morir.

—Nos vendría mejor la espada —opinó D'Arnot—. Se considerará satisfecho con herirte y con la espada existe menos peligro de que la herida sea mortal.

—La pistola —insistió Tarzán, decidido.

D'Arnot trató de quitárselo de la cabeza, pero sus argumentos no sirvieron de nada, de modo que se impuso la pistola.

D'Arnot regresó poco después de las cuatro de su encuentro con monsieur Flaubert.

Todo arreglado informó—. Satisfactoriamente y hasta el último detalle. Será mañana, al amanecer. En un paraje apartado, junto a la carretera de Étampes, no lejos de esa ciudad. Monsieur Flaubert lo ha preferido por alguna razón personal. No puse objeciones.

—¡Muy bien! —fue el único comentario de Tarzán.

No volvió a hacer referencia alguna al asunto, ni siquiera indirectamente. Aquella noche redactó varias cartas, antes de retirarse a descansar. Tras cerrarlas y escribir las correspondientes direcciones, las puso todas en un sobre destinado a D'Arnot. Mientras se desvestía, el teniente le oyó tararear una tonada de cabaré.

El francés soltó un taco entre dientes. Se sentía muy desdichado, convencido de que cuando por la mañana, cuando el sol se remontara en el cielo, lo haría sobre el cadáver de Tarzán. Le atacaba los nervios ver la indiferencia con que se lo tomaba Tarzán.

—No me digas que no es una hora de lo más incivilizada para que se mate la gente civilizada —comentó el hombre-mono cuando se vio arrancado de su confortable lecho en medio de las tinieblas de las últimas horas nocturnas. Había dormido como un tronco y cuando el criado le despertó con toda la amabilidad propia de su experiencia, Tarzán tuvo la impresión de que acababa de apoyar la cabeza en la almohada. Su comentario iba dirigido a D'Arnot, que se encontraba completamente vestido en el umbral del dormitorio.

D'Arnot apenas había podido pegar ojo en toda la noche. Le comían los nervios y, en consecuencia, su humor tendía a la irritación.

—Adivino que has dormido como un lirón —dijo. Tarzán soltó una carcajada.

—A juzgar por el tono que empleas, doy por supuesto que eso más bien te indispone contra mí. La verdad es que no me ha sido posible evitarlo.

—No, Jean, no es eso —respondió D'Arnot, que se permitió una sonrisa—. Pero te tomas todo este asunto con una displicencia tan infernal… que resulta irritante. Cualquiera diría que vas a un concurso de tiro al blanco, en vez de a colocarte frente a una de las mejores pistolas de Francia.

Tarzán se encogió de hombros.

—Voy a expiar un grave error, Paul. Y una de las condiciones imprescindibles para que pague esa culpa es la certera puntería de mi adversario. Por lo tanto, ¿debería sentirme insatisfecho? Tú mismo me has dicho que el conde de Coude es un magnífico tirador de pistola.

—¿Pretendes decir que esperas que te mate? —exclamó D'Arnot, horrorizado.

—No puedo afirmar que espero tal cosa, pero tienes que reconocer que existen pocas razones para creer que no he de morir.

De haber conocido las intenciones que abrigaba Tarzán en su mente —lo que había estado dándole vueltas en la cabeza desde el mismo instante en que se produjo el primer indicio de que el conde de Coude le convocaría en el campo del honor para que le rindiera cuentas—. D'Arnot se habría sentido mucho más aterrado de lo que ya estaba.

Subieron en silencio al enorme automóvil de D'Arnot y en parecido mutismo rodaron a gran velocidad por la carretera que conduce a Étampes. Ambos iban sumidos en sus propios pensamientos. Los de D'Arnot no podían ser más pesarosos, ya que apreciaba sincera y profundamente a Tarzán. La gran amistad surgida entre aquellos dos hombres, de existencia y educación tan radicalmente distintas, no había hecho más que intensificarse con la relación, ya que ambos alimentaban idénticos altos ideales de fraternidad humana, de valor personal y de acendrado sentido del honor. Se comprendían mutuamente a la perfección y cada uno de ellos se enorgullecía de contar con la amistad del otro.

Tarzán de los Monos evocaba los recuerdos del pasado; recuerdos agradables de los momentos más felices vividos en su perdida selva virgen. Rememoraba las innumerables horas de su juventud que pasó sentado con las piernas cruzadas ante la mesa de la cabaña donde murió su padre, inclinado su pequeño cuerpo moreno sobre los fascinantes libros ilustrados en los que, sin ayuda de nadie, fue espigando los datos que le permitieron desentrañar los secretos del lenguaje escrito y aprender a leer mucho antes de que los sonidos del idioma humano oral tuviesen algún significado en sus oídos. Una sonrisa de satisfacción suavizó las enérgicas facciones al pensar en los días que pasó a solas con Jane Porter en el corazón de la selva virgen.

Interrumpió el hilo de sus recuerdos al detenerse el automóvil: habían llegado a su destino. La mente de Tarzán volvió al presente. Sabía que iba a morir, pero la muerte no le asustaba. Para un habitante de la selva, la muerte es un compañero cotidiano. La primera ley de la naturaleza le impele a aferrarse a la vida con tenacidad y a luchar para conservarla… Pero no le enseña a temer a la muerte.

D'Arnot y Tarzán fueron los primeros en llegar al campo del honor. Al cabo de un momento arribaron De Coude, monsieur Flaubert y un tercer caballero.

Presentaron este último a Tarzán y a D'Arnot: era un médico.

D'Arnot y monsieur Flaubert intercambiaron susurros durante unos segundos. El conde De Coude y Tarzán se mantuvieron a distancia, cada uno en un extremo del campo. Finalmente, los padrinos los convocaron. D'Arnot y monsieur Flaubert habían examinado ya las pistolas. Un momento después, los duelistas se encontraban frente a frente, en silencio, mientras monsieur Flaubert recitaba las condiciones que debían cumplir.

Tenían que colocarse espalda contra espalda. A una señal de monsieur Flaubert echarían a andar en direcciones opuestas, con la pistola empuñada y el brazo caído al costado. Cuando cada uno ellos hubiese recorrido diez pasos, D'Arnot emitiría la señal definitiva. Entonces, los adversarios darían media vuelta y dispararían a discreción, hasta que uno de los dos cayese o ambos hubiesen agotado los tres proyectiles que se les asignaban.

Mientras monsieur Flaubert hablaba, Tarzán sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. De Coude era la personificación de la imperturbabilidad… ¿no era la mejor pistola de Francia?

Al final, monsieur Flaubert dirigió a D'Arnot una seña con la cabeza y los adversarios ocuparon su posición de salida.

—¿Preparados, caballeros? —inquirió monsieur Flaubert.

—Listo —respondió De Coude.

Tarzán asintió. Monsieur Flaubert dio la señal. D'Arnot y él retrocedieron unos pasos para apartarse de la línea de fuego, al tiempo que los duelistas se separaban despacio. ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! Había lágrimas en los ojos de D'Arnot. Quería mucho a Tarzán. ¡Nueve! Un paso más y el pobre teniente dio la señal que por nada del mundo hubiese querido dar. Aquello era para él como la condena de muerte de su mejor amigo.

De Coude se volvió con celeridad y apretó el gatillo. Un leve estremecimiento sacudió a Tarzán. De Coude vaciló, como si esperase ver a su antagonista desplomarse contra el suelo. El francés era demasiado experto en el tiro de pistola como para no saber que había dado en el blanco. Tarzán no hizo el menor intento de levantar el arma. De Coude efectuó otro disparo, pero la actitud del hombre-mono —la absoluta e inalterable indiferencia que se patentizaba en todos los rasgos y líneas de su figura gigantesca, así como la serena tranquilidad con que aspiraba el humo del cigarrillo— había desconcertado a la mejor pistola de Francia. La segunda bala no provocó en Tarzán la menor sacudida, pero De Coude estaba completamente seguro de que le había alcanzado.

La explicación irrumpió repentinamente en el cerebro del aristócrata francés: su antagonista corría aquel espantoso albur con la esperanza de que ninguno de los tres disparos de De Coude resultasen mortales. De ocurrir así, dispondría de tiempo de sobra para abatir a De Coude deliberada, tranquila, sosegadamente y a sangre fría. Un leve escalofrío recorrió la espina dorsal del conde. Era perverso…, diabólico. ¿Qué clase de criatura era aquella, capaz de permanecer impávida con dos balas en el cuerpo, a la espera del tercer proyectil?

Así que De Coude apuntó cuidadosamente aquella vez, pero los nervios le traicionaron y falló el tiro. Ni siquiera entonces levantó Tarzán la pistola, apartándola de donde la tenía, pegada a la pierna.

Durante unos segundos permanecieron erguidos, mirándose mutuamente a los ojos. El rostro de Tarzán reflejaba una patética expresión de desencanto. En el de De Coude apareció un gesto de horror…, mejor dicho, de creciente pánico.

No pudo seguir soportando aquella situación.

—¡Madre de Dios, monsieur! ¡Dispare de una vez —gritó.

Pero Tarzán no alzó la pistola. En vez de hacerlo, echó a andar hacia De Coude, y cuando D'Arnot y Flaubert, al interpretar equivocadamente la intención del hombre mono, se dispusieron a interponerse entre los dos duelistas, Tarzán alzó la mano izquierda, en ademán de reprimenda.

—No teman —dijo—. No voy a hacerle daño.

Aquello no era habitual, pero se detuvieron. Tarzán avanzó hasta llegar a un paso del conde.

—Sin duda la pistola de monsieur no funciona como es debido —articuló—. O acaso está usted algo desquiciado. Tome la mía, monsieur, e inténtelo de nuevo.

Y Tarzán ofreció su pistola, con la culata por delante, al atónito De Coude.


Mon Dieu
>, monsieur! —exclamó el francés—. ¿Se ha vuelto loco?

—No, amigo mío —respondió el hombre mono—, pero merezco la muerte. Es la única forma que tengo de reparar el daño que he causado a una dama intachable. Empuñe usted mi pistola y haga lo que le pido.

—Eso sería un asesinato —replicó De Coude—. ¿Pero qué le hizo usted a mi esposa? Ella me ha jurado que…

—No me refiero a eso —se apresuró a decir Tarzán—. Usted vio todo lo que ocurrió entre nosotros. Nada malo ni inconfesable, pero suficiente para lanzar la sombra de la sospecha sobre el buen nombre de su esposa y para destrozar la felicidad de un hombre con el que nunca tuve el menor motivo de enemistad. La culpa fue exclusivamente mía y, por lo tanta, confiaba en morir esta mañana. Me siento defraudado al comprobar que monsieur no es un tirador de pistola tan maravilloso como se me había hecho creer.

—¿Afama que la culpa es totalmente suya? —preguntó De Coude, interesadísimo.

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