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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (6 page)

—Nunca encerrarán a Tarzán de los Monos entre rejas —replicó el hombre-mono, hosca la voz.

En su tono había algo que impulsó a su amigo a alzar vivamente la cabeza para mirarle. En las apretadas mandíbulas y en los gélidos ojos grises percibió el joven francés algo que despertó en su ánimo serios temores por aquel niño grande que no podía reconocer ninguna ley más poderosa que la de las proezas que uno pudiera realizar mediante su propia fortaleza fisica. Comprendió que había que hacer algo para arreglar las cosas entre Tarzán y la policía antes de que se produjese otro enfrentamiento.

—Tienes mucho que aprender, Tarzán —dijo en tono grave—. Tanto si te hacen gracia como si no, debes respetar las leyes de los hombres. Si tú y tus amigos os empeñáis en desafiar a la policía no conseguiréis más que disgustos. Puedo explicar el asunto en tu nombre, estoy dispuesto a hacerlo hoy mismo, pero en adelante has de cumplir la ley. Si sus representantes te dicen «Ven», tendrás que ir; y si te dicen «Vete», habrás de marcharte. En fin, ahora mismo iremos a ver a mi gran amigo, le visitaremos en el departamento y solucionaremos el asunto de la rue Maule. ¡Vamos!

Media hora después entraban juntos en el despacho del funcionario de policía. Se mostró muy cordial. Se acordaba de Tarzán y de la visita que ambos hombres le habían hecho varios meses antes, con la cuestión de las huellas dactilares.

Al concluir D'Arnot el relato de los sucesos ocurridos la noche anterior, por los labios del policía revoloteó una sonrisa más bien torva. Pulsó un timbre que tenía a mano y mientras esperaba la llegada del subalterno procedió a examinar los papeles que tenía encima de la mesa hasta localizar el que buscaba.

—Por favor, Joubon —dijo cuando el funcionario entró—. Avisa a estos agentes… diles que se presenten en mi despacho de inmediato.

Tendió al subalterno el documento que había encontrado. Luego miró a Tarzán.

—Ha cometido usted una falta muy grave, monsieur —manifestó, sin excesiva severidad—, y a no ser por las explicaciones y disculpas que acaba de expresarme su buen amigo D'Arnot, me sentiría inclinado a juzgarle con dureza. En cambio, lo que voy a hacer es algo sin precedentes. He convocado aquí a los policías a quienes maltrató usted anoche. Escucharán la historia del teniente D'Arnot y luego dejaré que sean ellos mismos quienes decidan si hemos de procesarle a usted o no. Tiene mucho que aprender acerca de las reglas en que se desenvuelve la civilización. Cosas que acaso le parezcan extrañas o innecesarias, pero que no tendrá más remedio que aceptar hasta que esté en condiciones de hacerse cargo de los motivos que las justifican. Los agentes a los que atacó estaban cumpliendo con su deber. En el suceso no podían actuar a su capricho. Arriesgan a diario su vida para proteger la vida y la propiedad de los demás. Harían lo mismo por usted. Son hombres valerosos y les ha mortificado profundamente el que un hombre solo y sin armas los superara y los derrotara en toda la linea.

»Procure facilitarles las cosas para que olviden lo que les hizo. A menos que me equivoque de medio a medio, creo que usted también es hombre valeroso, y los hombres valerosos son proverbialmente magnánimos.

La llegada de los cuatro policías interrumpió la conversación. Cuando los ojos de los agentes cayeron sobre la persona de Tarzán, la sorpresa invadió sus rostros.

—Muchachos —dijo su superior—, aquí tenéis al caballero con el que os las tuvisteis tiesas anoche en la rue Maule. Ha venido a entregarse voluntariamente. Me gustaría que escuchaseis con toda vuestra atención al teniente D'Arnot, que os contará las circunstancias de la vida de este caballero. Puede explicaros la actitud que monsieur adoptó anoche con vosotros. Adelante, mi querido teniente.

D'Arnot dedicó a los agentes media hora de disertación. Les contó parte de la existencia de Tarzán en la selva virgen. Les explicó la salvaje formación del hombre-mono, que tuvo que aprender desde la más tierna infancia a combatir con las fieras de la jungla para poder sobrevivir. Les dejó palmariamente claro que, al atacarlos, Tarzán lo hizo guiado más por el instinto que por la razón. No había comprendido las intenciones de los agentes. Para él apenas existían diferencias entre cada una de las diversas formas de vida con las que estaba acostumbrado a alternar en la selva donde había nacido, donde se había criado y donde prácticamente todos los seres eran sus enemigos.

—Me hago cargo de la herida que sufren ustedes en su orgullo —concluyó D'Arnot—. Sin duda, lo que más les duele es que este hombre les pusiera en evidencia. Pero no deben sentirse avergonzados. No tendrían que justificarse por su derrota de haberse visto encerrados en aquel cuartucho con un león africano o con el gran gorila de la selva.

»Y, no obstante, combatían con un hombre cuya musculatura se ha enfrentado muchas veces a esas impresionantes fieras, terror del continente negro… y siempre salió victorioso en su lucha con ellas. No es ningún desprestigio caer vencido por la fortaleza de un superhombre como Tarzán de los Monos.

Entonces, cuando los hombres, tras mirar a Tarzán, proyectaron la vista sobre el superior jerárquico, el hombre-mono realizó el gesto justo y preciso para eliminar cualquier vestigio de animosidad que hacia él pudieran sentir los agentes. Se dirigió a ellos con la mano tendida.

—Lamento el error que cometí —dijo sencillamente—. Seamos amigos.

Y ese fue el fin de toda la cuestión, con la salvedad de que Tarzán se convirtió en tema y protagonista de numerosas conversaciones en los cuartelillos de policía e incrementó su relación de amigos en por lo menos cuatro hombres valientes.

Al regresar al piso de D'Arnot, el teniente encontró esperándole una carta de un amigo inglés, William Cecil Clayton, lord Greystoke. Ambos mantenían correspondencia desde que entablaron amistad durante aquella infortunada expedición en busca de Jane Porter, a raíz del secuestro de la joven por parte del feroz simio macho
>Terkoz
.

—Tienen intención de casarse en Londres dentro de dos meses —informó D'Arnot, una vez concluida la lectura de la carta.

A Tarzán no le hizo falta que le aclarase «quiénes» eran los futuros contrayentes. No pronunció palabra y se pasó el resto del día silencioso y meditabundo.

Aquella noche fueron a la ópera. El cerebro de Tarzán seguía entregado a melancólicos pensamientos. Prestaba poca atención, si es que prestaba alguna, a lo que ocurría en el escenario. Su mente, en cambio, se regodeaba contemplando imaginariamente la encantadora visión de una bonita muchacha estadounidense. Y no oía más que una voz dulce y triste que le informaba de que su amor iba a regresar. ¡Y de que iba a casarse con otro!

Se revolvió para apartar de sí tales enojosas ideas y en aquel preciso instante sintió que unos ojos se clavaban en él. Con el instinto que el adiestramiento en la selva había desarrollado en él, las pupilas de Tarzán localizaron sin dilación a las que le observaban: unos ojos brillantes en el sonriente rostro de Olga, condesa De Coude. Al devolver Tarzán el saludo de la dama tuvo la certeza absoluta de que en la mirada de Olga, condesa De Coude, había una invitación, por no decir una súplica.

El siguiente entreacto le encontró junto a ella, en el palco de la condesa.

—No sabe cómo deseaba verle —manifestaba la mujer—. Me inquietaba no poco pensar que después de los favores que nos hizo, a mí y a mi esposo, no se le brindara la oportuna explicación acerca de lo que indudablemente parecía ingratitud por nuestra parte, al no dar los pasos necesarios para impedir que se repitieran los ataques de aquellos dos hombres.

—Se equivoca respecto a mí —repuso Tarzán—. Mi opinión sobre usted siempre ha sido inmejorable. En absoluto debe pensar que se me deba explicación alguna. ¿Han seguido molestándoles esos individuos?

—Nunca dejan de hacerlo —respondió la condesa, cariacontecida—. Creo que debo sincerarme con alguien y no conozco ninguna otra persona que tenga más derecho que usted a recibir mis explicaciones. Ha de permitirme que se lo cuente todo. Es posible que le resulte muy útil, ya que conozco lo suficiente a Nicolás Rokoff como para tener el convencimiento de que volverá a verlo. Ese hombre encontrará algún medio para vengarse de usted. Lo que me propongo decirle puede que le sirva de ayuda a la hora de contrarrestar cualquier maquinación vengativa que Rokoff pueda tramar contra usted. Aquí no me es posible ponerle en antecedentes de todo, pero mañana a las cinco de la tarde me encontrará en casa, monsieur Tarzán.

Aguardar hasta las cinco de la tarde de mañana representará una eternidad para mí —galanteó Tarzán al desear buenas noches a la condesa.

Desde un rincón de la sala del teatro, Rokoff y Paulvitch sonrieron al ver a Tarzán en el palco de la condesa De Coude.

A las cuatro y media de la tarde del día siguiente, un individuo moreno y barbado pulsaba el timbre de la puerta de servicio del palacio del conde De Coude. El criado que abrió la puerta enarcó las cejas en señal de reconocimiento cuando vio al hombre que estaba fuera. Conversaron un momento en voz baja.

Al principio, el criado no pareció dispuesto a acceder a algo que le proponía el sujeto de poblada barba, pero al cabo de unos instantes algo pasó de la mano del recién llegado a la del sirviente. Éste franqueó el paso al barbudo y le condujo, dando un rodeo, a un cuartito protegido de miradas indiscretas por unos cortinajes y contiguo a la sala donde solía servírsele el té a la condesa.

Media hora después acompañaban a Tarzán a dicha sala, en la que no tardó en presentarse la anfitriona, con una sonrisa en los labios y un saludo en la extendida diestra.

—¡Celebro tanto que haya venido! —aseguró la dama.

—Nada hubiera podido impedirlo —respondió Tarzán.

Durante unos momentos charlaron acerca de la ópera, de los temas que centraban el interés de París y del placer que representaba reavivar una amistad que había nacido en tan singulares circunstancias, lo que les llevó al asunto que ocupaba el lugar prioritario en el cerebro de ambos.

—Se habrá preguntado —aventuró la condesa por último— qué objetivo podría tener el acoso a que nos somete Rokoff. Es muy sencillo. A mi esposo, el conde, se le confían muchos secretos vitales del Ministerio de la Guerra. A menudo obran en su poder documentos por cuya posesión determinadas potencias extranjeras pagarían verdaderas fortunas… Secretos de Estado para enterarse de los cuales sus agentes asesinarían o perpetrarían delitos aún peores.

»El conde tiene actualmente en su poder algo que proporcionaría fama y riqueza a cualquier súbdito ruso que pudiera transmitírselo a su gobierno. Rokoff y Paulvitch son espías rusos. No se detendrán ante nada para apoderarse de esa información. El incidente del transatlántico —me refiero al asunto de la partida de cartas— tenía la finalidad de someter a mi esposo a un chantaje para arrancarle los datos que pretenden.

»Si hubiesen podido demostrar que hacía trampas en el juego, habrían arruinado la carrera del conde De Coude. No hubiese tenido más remedio que abandonar el Ministerio de la Guerra. Le habrían condenado al ostracismo social. El objetivo de esa pareja era mantener suspendida tal espada de Damocles sobre la cabeza de mi esposo. Esa amenaza se eliminaba mediante la declaración, por parte de ellos, de que el conde no era más que la víctima de una conjura urdida por ciertos enemigos que deseaban cubrir de oprobio su nombre. A cambio de dicha declaración recibirían los documentos que buscan.

»Al desbaratar usted sus planes, idearon la sucia jugarreta de poner en tela de juicio mi honestidad, el precio sería mi reputación, en vez de la del conde. Así me lo explicó Paulvitch cuando entró en mi camarote. Si yo obtenía y les proporcionaba la información, él me daba su palabra de que no seguirían adelante; en el caso de que yo no accediera, Rokoff, que estaba en cubierta, notificaría al contador del buque que, tras la puerta cerrada de mi camarote, yo estaba entreteniendo a un hombre que no era mi esposo. Se lo diría a todas las personas con las que se tropezase a bordo y, cuando desembarcásemos, contaría la historia completa a los periodistas.

»¿No es espantoso? Sin embargo, yo estaba enterada de cierto secreto de monsieur Paulvitch que lo habría enviado al patíbulo en Rusia de llegar a conocimiento de la policía de San Petersburgo. Le desafié a que pusiera en práctica su plan y luego me incliné sobre él y le susurré un nombre al oído. Y así, sin más —la mujer chasqueó los dedos—, me echó las manos a la garganta, como un loco y, de no intervenir usted para impedírselo, me habría asesinado.

—¡Qué bestias! —murmuró Tarzán.

—Son peores que las fieras salvajes, amigo mío —lijo Olga de Coude—. Auténticos espíritus infernales. Temo por usted, que se ha ganado su odio. Quisiera que no bajase nunca la guardia. Prométame que se mantendrá en constante alerta; si le ocurriera algo por haberse portado conmigo tan amable y valerosamente, no me lo perdonaría jamás.

—A mí no me asustan lo más mínimo —dijo Tarzán—. He sobrevivido a los ataques de enemigos más peligrosos que Rokoff y Paulvitch.

Se había percatado de que la dama no sabía absolutamente nada de lo sucedido en la rue Maule, de modo que no lo mencionó, para evitarle posibles preocupaciones.

—Por su propia seguridad —quiso saber Tarzán—, ¿no sería mejor que denunciasen a esos canallas a las autoridades? Desde luego, los pondrían a buen recaudo en seguida.

La dama titubeó un momento antes de responder.

—Hay dos razones que nos impiden hacerlo —dijo finalmente—. Una de ellas retiene al conde. La otra, el verdadero motivo por el que no me atrevo yo a delatarlos, no se la he dicho nunca a nadie… Sólo lo conocemos Rokoff y yo. Me gustaría saber…

Se interrumpió y durante una larga pausa contempló fijamente a Tarzán.

—¿Qué es lo que le gustaría saber? —sonrió el hombre-mono.

—Me estaba preguntando por qué siento el impulso de contarle a usted cosas que no me he atrevido a confesar ni siquiera a mi esposo. Creo que se debe a que usted las entenderá y podrá aconsejarme correctamente lo que he de hacer. Tengo la impresión de que no me juzgará con excesiva severidad.

—Me temo que como juez dejo mucho que desear, madame —repuso Tarzán—, porque en el caso de que fuese usted culpable de asesinato, dictaminaría que su víctima debería a__ adecerle haber encontrado un destino tan dulce.

—¡Ah, vamos, no! —protestó la dama—. No es tan terrible como todo eso. Permítame explicarle antes el motivo por el que el conde no emprende ninguna acción judicial contra esos hombres. Después, si consigo hacer acopio del valor suficiente, le contaré la verdadera razón por la que no me atrevo a presentar mi denuncia. Lo primero es que Nicolás Rokoff es hermano mío. Somos rusos. Que yo recuerde, Nicolás siempre ha sido una mala persona. Lo expulsaron del ejército ruso, en el que tenía la graduación de capitán. El escándalo duró cierto tiempo, pero poco a poco se fue olvidando y mi padre consiguió un empleo para él en el servicio secreto.

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