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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (83 page)

—Entonces empiece —dijo Peak—. No servirá de nada. La nube tóxica que hay sobre la ciudad es el menor de los problemas. Al aire libre, el viento dispersa los tóxicos y los rebaja. Pero en todas las viviendas ha fluido agua, la gente se ha duchado, ha lavado la vajilla, ha bebido, ha cambiado el agua al pez dorado, qué se yo. Se han lavado coches, los bomberos han salido a apagar incendios. Las algas se han distribuido por toda la ciudad, contaminan el aire de las casas y se propagan por los sistemas de aire acondicionado y de ventilación. Aunque no llegue a tierra ni un solo cangrejo más, no sé cómo vamos a parar la multiplicación de las algas. —Se quedó sin aire—. Dios mío, Jude, en Estados Unidos hay seis mil hospitales. ¡Y menos de la cuarta parte están preparados para un caso de urgencia como éste! Casi no hay una clínica en condiciones de aislar a tanta cantidad de pacientes y hacer que sean tratados con la suficiente rapidez por médicos idóneos. El Bellevue está completamente desbordado, y es un hospital inmenso.

Li se quedó un segundo callada.

—Bien. Ya sabe lo que hay que hacer. Transforme Nueva York en una supercárcel. No ha de salir nada ni nadie.

—Pero aquí no podemos hacer nada por la gente. Morirán todos.

—Sí, es terrible. Para poder hacer algo por la gente de otros lugares, ocúpese de que Nueva York se convierta en una isla.

—¿Y qué hago? —Gritó Peak, desesperado—. El East River fluye tierra adentro.

—Ya se nos ocurrirá algo para el East River. De momento...

Algo pasó.

Más que oírla, Peak sintió la explosión. El suelo tembló bajo sus pies. Un estruendo sordo se expandió. Parecía que las ondas sonoras recorrían todo Manhattan como un terremoto.

—Algo ha explotado —dijo Peak.

—Vaya a ver qué es. Quiero su informe en diez minutos.

Peak maldijo y corrió a la ventana, pero no se veía nada. Hizo una señal a sus hombres y salió corriendo del centro de ingresos al pasillo, y de allí a la parte trasera del hospital. Desde ese lugar se podía ver, más allá de Franklin Drive, el East River, Brooklyn y Queens.

Miró a la izquierda, río arriba.

Había gente corriendo en dirección al hospital. A una distancia aproximada de un kilómetro vio que un hongo de humo ascendía al cielo. Más o menos por allí estaba la sede central de Naciones Unidas. En un primer momento temió que hubiera volado por los aires. Luego se dio cuenta de que la nube surgía del interior de la ciudad.

Se alzaba sobre el acceso a un túnel, el Queens Midtown Tunnel, que cruzaba bajo el East River y conectaba Manhattan con el otro lado.

¡El túnel se estaba incendiando!

Peak pensó en los automóviles deshechos que había por todas partes, encajados unos en otros, estrellados contra escaparates o contra las farolas. Coches en cuyo interior las personas infectadas habían perdido la conciencia. Sospechó lo que había sucedido en el túnel. Era lo último que les faltaba.

Volvieron corriendo al edificio y cruzaron el vestíbulo para llegar al jeep de la Primera Avenida. Era difícil correr con la vestimenta de protección, pues había que cuidar constantemente de no quedar enganchado en algún sitio y rasgarla. Pese a todo, Peak logró entrar en el jeep abierto y partieron a toda velocidad.

Tres pisos más arriba moría en ese momento Bob Henson, el conductor del servicio de correos que había hecho la competencia a FedEx.

Para entonces el matrimonio Hooper ya llevaba algunas horas muerto.

Isla de Vancouver, Canadá

—¿Qué diablos hacéis ahí arriba en el
Whistler
?

Iba a ser una escapada a la normalidad, pero resultó ser algo totalmente distinto. Tras varios días de ausencia, Anawak estaba sentado en la estación de observación de ballenas Davies y miraba a Delaware y a Shoemaker, que vaciaban sendas latas de cerveza Heineken con motivo de su visita. Davie había cerrado provisionalmente la estación. Sus excursiones al campo no tenían eco. Ya casi nadie tenía ganas de observar animales. Si ya a las ballenas les faltaba un tornillo, ¿qué podía ocurrir con los osos negros? Si los tsunamis arrollaban Europa, ¿qué amenazaba a la costa del Pacífico? La mayor parte de los turistas se habían ido de la isla de Vancouver. Shoemaker cumplía su tarea de gerente en soledad y se dedicaba a reclamar cobros pendientes para mantener en marcha la estación mientras pudiera.

—La verdad es que me gustaría saber qué hacéis —seguía insistiendo.

Anawak sacudió la cabeza.

—Deja de preguntar, Tom. Prometí cerrar la boca, así que hablemos de otra cosa, por favor.

—¿Para qué todo ese teatro? ¿Por qué no puedes decir en qué estáis trabajando?

—Tom...

—Porque me gustaría saber cuándo tendré que mover el culo de aquí —continuó Shoemaker—. Por cosas como los tsunamis y todo eso.

—Nadie habla de tsunamis.

—¿No? ¡Y una mierda! No os necesitamos para saber que todo está relacionado. La gente no es tonta, León. De Nueva York llegan historias dudosas de terror sobre gente que enferma en masa, en Europa la gente se muere y los barcos desaparecen en serie. Todo eso no se puede ocultar. —Se inclinó hacia adelante y le hizo un guiño—. Quiero decir que nosotros sacamos juntos a los pasajeros del
Lady Wexham
, chico. Yo también estoy en el barco. Iniciado, ¿entiendes? Círculo íntimo.

Delaware tomó un largo trago de la lata y se limpió la boca.

—No pongas nervioso a León. Si se lo ordenaron, se lo ordenaron.

Tenía unas gafas nuevas con cristales redondos de color naranja. Anawak se dio cuenta de que se había hecho algo en el pelo. Estaba menos encrespado y le caía sobre los hombros en ondas sedosas. En realidad, pese a los dientes demasiado grandes, era bonita. Incluso bastante bonita.

Shoemaker alzó las manos y las dejó caer sobre las rodillas en un gesto de impotencia.

—Deberíais llevarme con vosotros. De verdad, León. Podría ser útil. Aquí lo único que hago es estar sentado y quitar el polvo a las guías turísticas.

Anawak asintió. No se sentía bien haciéndose el misterioso. El papel no le iba. Lo había hecho durante años con sus propios asuntos, pero últimamente cualquier modalidad de secreteo empezaba a crisparlo. Por un momento se preguntó si no debería limitarse a informar sobre el trabajo en el Château. Pero no había olvidado la mirada de Li. Parecía amable y comprensiva, pero estaba seguro de que si el asunto se divulgaba habría un escándalo de todos los demonios.

Es más, tal vez incluso Li tuviera razón.

Paseó la mirada por la tiendas. De pronto sintió qué extraña se le había vuelto la estación en unos pocos días. Ésta no era su vida. Desde su reconciliación con Greywolf habían cambiado muchas cosas. Anawak intuía que era inminente algo decisivo, algo que daría un vuelco a su vida. Y se sentía como un niño en una montaña rusa, que tras haber comprobado que los vagones se mueven, ya no puede bajarse. El temor, espanto por momentos, se combinaba con un entusiasmo casi indescriptible y una curiosidad a la expectativa. Antes la estación había resultado un muro en torno a él; ahora era como si estuviera sentado al aire libre, desnudo y sin protección. En su vida parecía faltar una habitación, una puerta por la que pudiera entrarse a un cuarto contiguo para aislarse del mundo. Todo le agredía con intensidad inusitada, todo le parecía un tanto demasiado fuerte y demasiado estridente.

—Tendrás que seguir quitando el polvo a tus guías —dijo—.

Sabes perfectamente que tu lugar es éste, y no un consejo de expertos en que todos te pasan por encima cuando quieres decir algo. Sin ti, Davie está perdido.

Shoemaker lo miró.

—¿Pequeña reunión estimulante? —preguntó.

—No. ¿Para qué? ¿Por qué debería estimularte? Soy yo el que tiene que cerrar el pico y el que no puede contar nada a los amigos. ¿Por qué no intentas estimularme a mí?

Shoemaker dio vueltas a la lata que tenía en la mano. Luego sonrió.

—¿Cuánto tiempo te quedas?

—Puedo elegir —dijo Anawak—. Nos tratan como a reyes, tenemos acceso a los helicópteros las veinticuatro horas. Basta con hacer una llamada.

—Vaya, sí que te tratan como a un rey, ¿no?

—Sí. A cambio esperan que me lo merezca. Probablemente debería estar en Nanaimo o en el acuario o en alguna otra parte trabajando, pero quería veros.

—Puedes trabajar aquí. De acuerdo, voy a estimularte. Ven a cenar esta noche. Te haré un bistec gigante. Yo mismo lo cuidaré hasta que tenga el aspecto y el sabor del mismísimo pecado.

—Suena bien —dijo Delaware—. ¿A qué hora?

Shoemaker le lanzó una mirada indefinible.

—Tú también puedes venir —dijo.

Delaware entrecerró los ojos y no respondió. Anawak se preguntó qué pasaba, pero prefirió no inmiscuirse y prometió a Shoemaker estar a las siete. Poco después se fueron cada uno por su lado. Shoemaker se dirigió a Ucluelet para verse con Davie. Anawak se fue caminando por la calle principal hasta su barco y le alegró la compañía de Delaware. La verdad es que de alguna manera había echado en falta a aquella pesada.

—¿Qué ha querido decir Tom antes? —le preguntó.

No se dio por aludida.

—¿De qué estás hablando?

—De la invitación a cenar. Lo dijo como si no le gustara verte en compañía.

Delaware pareció confundida. Jugueteó con un mechón del pelo y frunció la nariz.

—Bueno... Los días en que no estuviste ha pasado algo. Quiero decir que la vida está llena de sorpresas, ¿no es cierto? A veces se queda una pasmada.

Anawak se detuvo y la miró.

—Sí, ¿y?

—Bueno, el día que fuiste a Vancouver y no volviste a aparecer... quiero decir, ¡desapareciste de la noche a la mañana! Nadie sabía dónde estabas, y un par de personas se preocuparon. Entre ellas también... eh... Jack. Bueno, Jack me llamó; es decir, en realidad quería llamarte a ti, pero no estabas, y...

—¿Jack? —preguntó Anawak.

—Sí.

—¿Greywolf? ¿Jack O'Bannon?

—Dijo que habíais hablado —se apuró a continuar Delaware antes de que él pudiera seguir hablando—. Y tuvo que ser una conversación de lo más positiva. El caso es que estaba contento y sólo quería, creo, charlar un poco contigo, y... —Miró a Anawak a los ojos—. Porque fue una buena conversación, ¿no?

—¿Y qué si no?

—Pues sería una lástima, porque...

—Está bien. Fue una buena conversación. ¿Y ahora podrías dejar de hacer miles de piruetas e ir al grano?

—Estamos juntos —soltó.

Anawak abrió la boca y la volvió a cerrar.

—Ya te lo he dicho, ¡a veces se queda una completamente pasmada! Vino a Tofino porque yo le había dado mi número; ¿sabes?, de alguna manera a mí me parece estupendo... Vamos, que intenté comprender su punto de vista de algún modo, y...

Anawak sintió que le temblaban las comisuras de los labios. Trató de mantenerse serio.

—De algún modo. Claro.

—Entonces vino. Tomamos algo en Shooners y después bajamos hasta el muelle. Me contó un montón de cosas suyas, y yo le conté algunas cosas mías, como pasa siempre, que uno no para de hablar, y de golpe... zas... Ya sabes.

Anawak comenzó a sonreír.

—Y a Shoemaker no le parece para nada bien.

—¡Él odia a Jack!

—Ya lo sé. No te lo tomes a mal. Que de golpe todos volvamos a querer a Greywolf (tú en especial) no modifica en nada que se haya comportado como un imbécil. Durante años, si quieres saberlo con exactitud. Es un imbécil.

—No más que tú —se le escapó.

Anawak asintió.

Luego se rió. Dada la desgracia que había caído sobre el mundo, se rió de la intrincada historia de Delaware y se rió de sí mismo y de su rencor hacia Greywolf, que no había sido más que la furia por una amistad perdida, se rió de su vida en los últimos años, de su existencia apagada, agobiante; se rió tanto que casi le dolía, y lo disfrutaba.

Cada vez se reía más fuerte.

Delaware ladeó la cabeza y lo miró sin comprender.

—¿A qué viene tanta carcajada?

—Tienes razón —dijo reprimiendo la risa.

—¿Qué significa que tengo razón? ¿Estás chiflado?

Anawak se dio cuenta de que su exabrupto amenazaba con convertirse en histeria, pero no podía evitarlo. Se sacudía de risa. No podía recordar cuándo se había reído tanto por última vez. Si es que alguna vez lo había hecho.

—Licia, eres impagable —dijo ahogado de la risa—.Tienes toda la razón. Imbéciles. ¡Exacto! Todos nosotros... Y estás con Greywolf. No me entra. ¡Oh, Dios!

—Te estás burlando de mí —dijo ella achicando los ojos.

—No, de ninguna manera —jadeó él.

—Sí.

—Te lo juro, sólo que... —De golpe se le ocurrió algo, y se preguntó por qué no se le había ocurrido mucho antes. Su risa se extinguió—. ¿Y dónde está Jack ahora?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. ¿Tal vez en su casa?

—Jack nunca está en su casa. Quiero decir, ¿estáis juntos o no?

—¡León, por Dios! No nos hemos casado, si es a lo que te refieres. Nos lo pasamos bien juntos y estamos liados, pero no vigilo cada uno de sus pasos.

—No —murmuró Anawak—. Tampoco sería adecuado en su caso.

—¿Por qué me lo preguntas? ¿Quieres hablar con él?

—Sí. —La tomó de los hombros—. Licia, presta atención. Tengo que resolver un par de cuestiones privadas. Intenta dar con él. Si es posible antes de esta noche, para no estropearle la cena a Shoemaker. Dile que... que me gustaría verlo. ¡Sí, sinceramente! Me gustaría. Que realmente lo echo en falta.

Delaware sonrió insegura.

—Bien. Se lo diré.

—Fantástico.

—Vosotros los hombres sois raros. Realmente. Dios mío, verdaderamente sois un par de bichos raros.

Anawak fue al barco, revisó el correo y pasó un rato por Shooners, donde tomó un café y estuvo charlando con los pescadores. Durante su ausencia dos hombres habían tenido un accidente en una canoa y habían muerto. Pese a la estricta prohibición, se habían animado a salir. No habían pasado diez minutos cuando las orcas los embistieron. Los despojos de uno de ellos aparecieron después en la playa; del otro no había ni rastro. Nadie sentía ganas de salir a buscarlo.

—No es su problema —dijo uno de los pescadores, aludiendo a los dueños de los grandes ferries, cargueros y traineras-factorías y a la marina de guerra. Se bebía su cerveza con la obstinación del que cree haber descubierto al culpable y no se deja disuadir por nada ni por nadie, y que va a cargar a éste la responsabilidad de su propia miseria. Luego miró a Anawak como esperando una confirmación de su parte.

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