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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (81 page)

En los años ochenta, la marina americana había empezado a investigar un fenómeno asombroso. Se había lanzado Geosat, un satélite radar, en una órbita cercana a los polos. No tenía que cartografiar el fondo marino ni podía hacerlo. Los radares no atravesaban el agua. La tarea de Geosat era más bien medir la superficie marina en su totalidad, con una precisión de centímetros. Se esperaba que escaneando grandes superficies pudiera averiguarse si el nivel del mar (independientemente de las oscilaciones de la bajamar y la pleamar) era igual en todas partes o no.

Lo que Geosat desveló sobrepasó todas las expectativas.

Ya se había intuido que los océanos, incluso en estado de absoluta calma, no eran completamente lisos. Pero ahora revelaban una estructura que daba al globo terráqueo el aspecto de una gigantesca patata llena de protuberancias. Había depresiones y jorobas, elevaciones y hondonadas. Aunque durante mucho tiempo se había supuesto que las masas de agua de los mares del globo estaban distribuidas por igual, la cartografía transmitió una imagen completamente distinta. Al sur de la India, por ejemplo, el nivel del mar estaba unos ciento setenta metros más abajo que frente a Islandia. Al norte de Australia el mar se abovedaba formando una montaña ochenta y cinco metros más alta que la media. Los mares eran auténticos paisajes montañosos, cuya topografía parecía seguir los rasgos del paisaje submarino. Las grandes cadenas montañosas submarinas y las fosas de los abismos marinos se calcaban, con algunos metros de diferencia, en la superficie del agua.

La conclusión era seductora. Quien conociera la superficie del agua, sabía grosso modo cómo era el fondo.

La causa eran las irregularidades de la gravitación. Una montaña submarina agregaba masa al suelo marino, es decir que la fuerza de gravedad era superior allí que en una fosa submarina. La gravedad llevaba el agua circundante a los costados de la montaña submarina formando una joroba. Por encima de las montañas, la superficie del mar se abovedaba, y por encima de las fosas, descendía. Durante algún tiempo, las excepciones produjeron confusión, por ejemplo cuando el agua se abovedaba sobre una llanura oceánica, hasta que se descubrió que algunas piedras del fondo de esas llanuras eran extremadamente compactas y pesadas, lo que también cuadraba con la topografía de la gravitación.

La pendiente de todas esas jorobas y depresiones era tan leve que a bordo de un barco no se apreciaba. De hecho, sin la cartografía por satélite este fenómeno jamás se hubiera descubierto. Pero ahora se había encontrado un nuevo camino no sólo para reproducir la topografía del suelo marino, sino para entender la dinámica integral de los océanos, deduciendo los procesos que tenían lugar en el fondo en virtud de lo que sucedía en la superficie. Geosat reveló además que en los océanos surgían poderosos remolinos con corrientes que tenían varios cientos de kilómetros de diámetro. Como el café que se revuelve en un vaso, las masas en rotación formaban en el centro una depresión y se abovedaban hacia los márgenes. Sucedía que, además de las oscilaciones de la gravitación, también estos remolinos, llamados eddies abollaban la superficie del mar; y los eddies formaban parte a su vez de remolinos mucho más grandes. Gracias a la perspectiva ampliada de la cartografía por satélite quedó claro que los océanos enteros rotaban. Inmensos sistemas de anillos giraban al norte del Ecuador en el sentido de las agujas del reloj, y al sur en sentido contrario, y giraban más rápido cuanto más cerca estaban de los polos.

Esto había permitido entender otro principio de la dinámica marina: que la rotación terrestre influía en el grado de rotación de los océanos.

En consecuencia, la corriente del Golfo no era una auténtica corriente, sino el borde occidental de una lenteja de agua gigante que giraba lentamente, un inmenso remolino formado por incontables remolinos más pequeños, que hacía presión en el sentido de las agujas del reloj contra Norteamérica. Y como el centro del remolino gigante no estaba en medio del Atlántico, sino desplazado hacia el oeste, la corriente del Golfo se aplastaba contra la costa americana y allí se apilaba y se abovedaba. Los vientos fuertes y la dirección de su desplazamiento, hacia el polo, la aceleraban, mientras que la enorme fricción de la costa volvía a frenarla. Así, el remolino nordatlántico había encontrado una rotación estable, acorde con el principio de conservación del impulso de rotación, según el cual un movimiento giratorio se mantiene constante mientras no sea perturbado por influencias externas.

Éstas eran las influencias externas que Bauer creía haber reconocido, pero no podía estar seguro. La desaparición de las chimeneas frente a Groenlandia por las que el agua caía en cascadas a las profundidades era motivo de intranquilidad, pero no demostraba nada. Las transformaciones globales sólo podían demostrarse mediante representaciones globales.

En 1995, terminada la guerra fría, el ejército americano había permitido hacer públicas las cartografías de Geosat. El sistema Geosat había sido sustituido por una serie de satélites más modernos. Karen Weaver tenía los datos de todos ellos, una documentación completa desde mediados de los noventa. Pasó horas interrelacionando las mediciones. Los datos diferían en detalles (podía pasar que el radar de uno de los satélites hubiera confundido una neblina particularmente densa con la superficie de una ola, cosa que el otro naturalmente no confirmaba), pero en suma el resultado era siempre el mismo.

Cuanto más comprendía, más cedía su entusiasmo inicial, reemplazado por una profunda intranquilidad.

Finalmente supo que Bauer había tenido razón.

Durante un breve período sus boyas de seguimiento habían transmitido información sin dejar reconocer que seguían una corriente definida. Luego se fueron interrumpiendo una tras otra. De modo que prácticamente no había datos de la expedición de Bauer. Se preguntó si el desdichado profesor había sido consciente de en qué medida tenía razón. Weaver sintió el peso de su legado. Le había confiado todo su saber, de modo que ahora ella podía leer entre líneas lo que para los demás carecía de sentido. Lo suficiente para que viera la catástrofe en ciernes.

Volvió a hacer todos los cálculos. Se aseguró de que no se le hubiera deslizado ningún error y repitió el procedimiento una vez más, y luego una tercera.

Era aún peor de lo que había temido.

En línea

Johanson, Oliviera, Rubin y Roche se ducharon durante algunos minutos en sus trajes de PVC bajo ácido peroxiacético al 1,5 %, cuyos vapores destruían por completo cualquier agente patógeno; luego el líquido corrosivo fue disuelto en agua y neutralizado con soda cáustica y ellos pudieron abandonar finalmente el sistema de esclusas.

Shankar y su equipo trabajaban a toda marcha en el desciframiento de ruidos no identificables. Habían incluido a King y pasaban sin cesar
Scratch
y otros espectrogramas.

Anawak y Fenwick paseaban y discutían sobre las influencias externas que podían intervenir en los sistemas neuronales.

Macizo y llenando todo el espacio, con su gorra de béisbol calada sobre sus gafas, Frost se había presentado en la suite de Bohrmann y había anunciado con un rugido:

—¡Doc, tenemos que hablar!

Luego le había contado a Bohrmann lo que pensaba de los gusanos. Los dos se habían entendido tan bien que vaciaron varias jarras de cerveza a velocidad de vértigo y llenaron el inventario de lo potencial con escenarios tan intranquilizadores como evidentes. Ahora estaban conferenciando vía satélite con Kiel. Desde que se había restablecido la conexión de Internet, Kiel enviaba una simulación tras otra. Suess había intentado reconstruir lo que había sucedido en el talud continental noruego con la mayor minuciosidad posible, con el resultado de que prácticamente no debería haberse producido semejante catástrofe. Si bien los gusanos y las bacterias habían desplegado un efecto fatal, faltaba algo en el rompecabezas, una pieza diminuta, un desencadenante adicional.

—Y mientras no lo conozcamos —afirmó Frost—, nos van a dar por culo, ¡Dios es mi testigo! Y eso no sucederá porque se desprenda el talud americano o el japonés.

Li estaba sentada ante su portátil.

Estaba sola en su inmensa suite y no obstante estaba en todas partes. Durante un rato había observado el trabajo del laboratorio de máxima seguridad y escuchado lo que allí se hablaba. Todos los espacios del Château tenían micrófonos y estaban vigilados con cámaras. Al igual que Nanaimo, el acuario y la Universidad de Vancouver. Algunas casas particulares de las cercanías estaban pinchadas —entre ellas, las de King, Oliviera y Fenwick—, así como el barco en que vivía Anawak y su pequeño apartamento de Vancouver. En todo tenían ojos y oídos; sólo lo que se hablaba al aire libre, en restaurantes y bares no podía ser captado. Eso irritaba a Li, pero para ello hubiera tenido que implantar transmisores a los científicos.

Mucho mejor funcionaba la vigilancia de la red informática interna del comité. Bohrmann y Frost estaban conectados, como también Karen Weaver, la periodista, que en ese momento estaba comparando datos de la corriente del Golfo obtenidos por satélite. Esto era sumamente interesante, al igual que las simulaciones de Kiel. La red había sido una magnífica idea. Por supuesto, Li no podía leer ni escuchar lo que pensaban sus usuarios. Pero quedaba guardado aquello en lo que trabajaban y los archivos que abrían, y eso se podía rastrear en cualquier momento. En caso de que Vanderbilt tuviera razón con su hipótesis del terrorismo, cosa que Li ponía en duda, sería incluso legítimo vigilar a los miembros del comité. Por el momento estaban todos limpios. Ninguno de ellos mantenía contactos con organizaciones extremistas o con países del mundo árabe, pero siempre quedaba un riesgo residual. Y aun cuando las suposiciones del subdirector de la CÍA no fueran acertadas, resultaba muy útil mirar por encima del hombro de los científicos sin que se dieran cuenta. Siempre era bueno disponer de conocimientos por anticipado.

Regresó a Nanaimo y escuchó a Johanson y Oliviera, que se dirigían a los ascensores. Charlaban sobre las condiciones de trabajo en el sector de máxima seguridad. Oliviera observó que sin el traje de protección saldrían de la ducha cáustica como un esqueleto bien blanqueado, y Johanson hizo un chiste al respecto. Se rieron y subieron.

¿Por qué Johanson no hablaba con nadie sobre su teoría? Había estado a punto de hacerlo. En su habitación, cuando hablaba con Karen Weaver inmediatamente después de la gran reunión. Pero sólo había hecho un par de alusiones.

Li hizo una serie de llamadas telefónicas; habló brevemente con Peak, que estaba en Nueva York, y miró el reloj. Era la hora del informe de Vanderbilt. Salió de su suite y caminó por el pasillo hasta una habitación segura situada en el ala sur del Château. Era una réplica del centro de mando de la Casa Blanca y, al igual que la sala de reuniones, estaba totalmente a prueba de escuchas. Adentro la estaban esperando Vanderbilt y dos de sus colaboradores. El subdirector de la CÍA acababa de volver con el helicóptero de Nanaimo y parecía más desaliñado que nunca.

—¿Podemos incluir a Washington? —propuso Li sin saludar.

—Podríamos —dijo Vanderbilt—. Pero no aportaría nada...

—No le dé tantas vueltas, Jack.

—... si tiene la intención de comunicarse con el presidente. Él ya no está en Washington.

Nanaimo, isla de Vancouver

Cuando salió del ascensor acompañada de Johanson, Oliviera se cruzó con Fenwick y Anawak, que estaban en el vestíbulo.

—¿De dónde venís? —preguntó sorprendida.

—Hemos estado paseando. —Anawak le hizo un guiño—. ¿Os habéis divertido en el laboratorio?

—Idiota. —Oliviera hizo una mueca—. Parece que los problemas de Europa han cruzado el océano. La gelatina de los cangrejos es efectivamente nuestra vieja conocida. Además, Roche ha aislado un agente patógeno que tenían los cangrejos.

—¿
Pfiesteria
?—preguntó Anawak.

—Algo parecido —dijo Johanson—. Digamos, la mutación de la mutación. La nueva especie es infinitamente más tóxica que la europea.

—Tuvimos que sacrificar un par de ratones —dijo Oliviera—. Los encerramos junto con un cangrejo muerto, y al cabo de unos minutos estaban todos muertos.

Fenwick dio un paso atrás involuntariamente.

—¿El veneno es contagioso?

—No, puedes darme un beso. No se transmite por contacto porque no se trata de un virus, sino de una invasión bacteriológica. Pero se vuelve incontrolable en cuanto
Pfiesteria
llega al agua, y se multiplica en forma exponencial cuando los cangrejos ya llevan muertos largo rato. Menos uno, habían muerto todos, y el que quedaba también se nos fue.

—Cangrejos camicaces —caviló Anawak.

—Su tarea es transportar bacterias a la tierra, así como la tarea de los gusanos es transportar bacterias al hielo —dijo Johanson—. Después revientan. Medusas, moluscos, incluso la gelatina... ninguno de ellos subsiste mucho tiempo, pero todos cumplen con su cometido.

—Que sería dañarnos.

—Así es. También las ballenas tienen algo de comando suicida —dijo Fenwick—. Normalmente, los ataques forman parte de una estrategia de supervivencia, igual que la fuga. Pero en ninguna parte se puede reconocer una estrategia así.

Johanson sonrió. Sus ojos negros brillaron.

—Yo no estaría tan seguro. Alguien persigue con toda claridad una estrategia de supervivencia.

Fenwick lo observó.

—Suena casi como Vanderbilt.

—No, para nada. En algunas cosas Vanderbilt tiene razón; por lo demás, tenemos opiniones completamente diferentes. —Johanson hizo una pausa—. Pero apuesto cualquier cosa a que dentro de poco Vanderbilt va a compartir mi punto de vista.

Li

—¿Qué significa eso? —preguntó Li mientras se sentaba—. ¿Dónde está el presidente si no se encuentra en Washington?

—Se dirige a la base aérea de Offutt, en Nebraska —dijo Vanderbilt—. Han aparecido cientos de cangrejos en la bahía de Chesapeake y en el Potomac. Al parecer están subiendo por el estuario. Probablemente también han llegado a Alexandria y al sur de Arlington, pero todavía no hemos recibido confirmación.

—¿Y quién dispuso que fuera a Offutt?

Vanderbilt se encogió de hombros.

—El jefe del comité de la Casa Blanca teme que la capital corra la misma suerte que Nueva York —dijo—. Usted conoce al presidente. Se resistió con uñas y dientes. Hubiera preferido declarar la guerra a esos horribles bichos, pero al final accedió a partir hacia la sana vida campestre.

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