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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (77 page)

Mozart estaba lejísimos de todo eso.

Pero mientras que los sonidos del piano se habían perdido en el aire primaveral, la conversación de Li con el presidente había recorrido el largo camino hasta el espacio y había regresado. En el punto culminante de su llamada telefónica ambos habían conversado en el espacio exterior e intercambiado información que también provenía del espacio. Sin su ejército de satélites, Estados Unidos no hubiera podido declarar las guerras del Golfo, ni la guerra de Kosovo ni la de Afganistán. Sin el apoyo que obtenían desde el universo, las fuerzas aéreas no habrían acertado sus blancos; y sin el objetivo de alta resolución de Crystal, también llamado
KH-12
, los altos mandos no habrían visto los movimientos del enemigo en las regiones montañosas inaccesibles.

KH era la abreviatura de «Keyhole». Estos satélites de espionaje de máxima precisión constituían el equivalente óptico del radar del sistema Lacrosse. Reconocían objetos de cuatro a cinco centímetros de longitud de perfil y fotografiaban también en el área cercana al infrarrojo, lo que extendía su acción a la noche. A diferencia de los satélites situados fuera de la atmósfera, estaban provistos de un sistema propulsor que les permitía mantenerse en órbitas muy bajas. Generalmente giraban en órbitas polares a trescientos cuarenta kilómetros de altitud, de modo que podían fotografiar toda la Tierra en veinticuatro horas. Cuando comenzaron los ataques frente a la isla de Vancouver, algunos de ellos descendieron a los doscientos kilómetros. Estados Unidos había lanzado al espacio varios satélites Keyhole y Lacrosse, además de otras veinticuatro sondas ópticas de alta precisión que orbitaban muy cerca de la Tierra, como respuesta a los ataques del 11 de septiembre. Ahora constituían una constelación cuyo rendimiento eclipsaba hasta al famosísimo SAR-Lupe alemán.

A las 20.00, hora local, dos hombres que estaban en un sótano de Buckley Field, cerca de Denver, recibieron una llamada telefónica. La Buckley Field Station era una de las numerosas estaciones terrestres secretas de que disponía la NRO, la Oficina Nacional de Reconocimiento de imágenes norteamericana, encargada de planificar el espionaje por satélite para las fuerzas aéreas. Trabajaba en estrecha cooperación con la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, cuya misión consistía esencialmente en escuchar y organizar escuchas clandestinas. A las autoridades americanas, la alianza de ambos servicios secretos les ofrecía unas posibilidades de vigilancia sin igual. Una red prácticamente automática llamada Echelon recorría además el planeta, y sus diversos sistemas técnicos vigilaban la comunicación internacional, desde los satélites y la radio de onda corta hasta la fibra óptica.

Los dos hombres se hallaban bajo una antena parabólica inmensa. Rodeados de monitores, recibían datos de la Keyhole, la Lacrosse y otras sondas en tiempo real, los interpretaban y procesaban y los remitían a los despachos correspondientes. Ambos eran agentes secretos, aunque no respondían a la imagen que uno tiene de un agente secreto. Llevaban vaqueros y calzado deportivo y parecían más bien miembros de una banda de música grunge.

La llamada les informó sobre un mensaje de socorro que había enviado un pesquero desde el extremo nordeste de Long Island. Al parecer, había colisionado a la altura de Montauk, lo cual permitía suponer que se trataba del ataque de un cachalote... si es que el mensaje no era falso. La histeria general había desencadenado una marea de falsas alarmas. Supuestamente, un barco mediano se encaminaba a la zona del desastre, pero tampoco este mensaje podía verificarse. El contacto con la tripulación se había interrumpido segundos después de la llamada de auxilio.

KH-12-4
, uno de los satélites Crystal-Keyhole, se acercaba a Long Island por el sureste. Se encontraba en la posición adecuada. La directiva de quien había llamado a los hombres en tierra era que orientaran en seguida el telescopio hacia la zona del desastre.

Uno de los hombres introdujo una serie de órdenes.

A ciento noventa y cinco kilómetros sobre la costa atlántica,
KH-12-4
se desplazaba a toda velocidad. Estaba formado por un tubo de quince metros de longitud y cuatro metros y medio de diámetro, provisto de telescopio, y pesaba casi veinte toneladas incluyendo el combustible. Dos grandes paneles solares se desplegaban en ambos costados. La orden de Buckley Field puso en movimiento un espejo giratorio delante del objetivo, con el que
KH-12-4
podía rastrear una área de hasta mil kilómetros en todas las direcciones. En este caso bastaba con introducir una corrección mínima en su rumbo. Como había comenzado a anochecer, encendieron los amplificadores de luz residual e iluminaron la imagen como si fuera el mediodía. Cada cinco segundos,
KH-12-4
sacaba una foto y enviaba la información obtenida a un satélite de enlace, que a su vez los mandaba al centro de datos de Buckley Field.

Los hombres miraban concentrados el monitor.

Vieron Montauk, el viejo y pintoresco lugar con su famoso faro. Aunque visto desde ciento noventa y cinco kilómetros de altitud, no parecía más pintoresco que una mancha en un mapa de carreteras. Calles del grosor de una fina línea atravesaban un paisaje salpicado de puntos claros. Las salpicaduras eran edificios; el faro en sí no era más que un punto blanco apenas perceptible situado en el extremo de una lengua de tierra.

Alrededor se extendía el Atlántico.

El hombre que dirigía el satélite definió el área donde supuestamente había sido atacado el barco, escribió las coordenadas y amplió un grado la imagen. La costa desapareció de su campo visual. Sólo se veía agua. Ni un barco.

El otro hombre miraba y comía pescado frito de una bolsa de papel.

—¡Vamos, date prisa! —dijo.

—Calma.

—Nada de calma. Quieren la información en seguida.

—Que se vayan a la mierda. —El piloto giró un poco más el espejo delante del telescopio—. Esto puede tardar una eternidad, Mike. Es una mierda. ¡Siempre tenemos que hacer todo rápido! ¿Cómo quieren que funcione? Tenemos que revisar todo ese maldito mar de mierda para buscar un minúsculo barco de mierda.

—No, no es necesario. Recibieron la llamada de auxilio en los satélites de la NOAA. Sólo puede ser aquí. Si no vemos nada, es que el barco naufragó.

—Una mierda todavía más grande.

—Sí. —El otro se chupó los dedos—. Pobres tipos.

—Que se vayan a la mierda esos pobres tipos. Pobres de nosotros. Si la embarcación se fue a pique, empieza la búsqueda de los restos de mierda.

—Cody, eres un maldito puerco.

—Puede ser.

—Anda, coge un trozo de pescado... ¡Eh! ¿Qué es eso? —Mike señaló el monitor con un dedo lleno de grasa. En el agua se veía difusamente algo oscuro y alargado.

—Echémosle un vistazo.

Amplió la imagen hasta que pudieron reconocer entre las olas la alargada silueta de una ballena. Seguían sin ver barcos. Pero aparecieron más ballenas. Sobre sus cabezas se extendían unas manchas borrosas de color claro. Las ballenas estaban respirando.

Luego se sumergieron.

—Eso es todo —dijo Mike.

Cody volvió a ampliar la imagen. Ahora había llegado al máximo grado de resolución. Vieron una ave marina cabalgando sobre las olas. En realidad no era más que un conjunto de dos docenas de píxeles cuadrados, pero juntos daban como resultado la imagen de un pájaro.

Revisaron los alrededores, pero no pudieron encontrar ni el barco ni los restos.

—Tal vez lo arrastró la corriente —conjeturó Cody.

—Poco probable. Si el mensaje es correcto, deberíamos ver algo aquí. Tal vez siguieron navegando. —Mike bostezó, arrugó la bolsa y apuntó a la papelera. Erró por mucho—. Quizá fue una falsa alarma. De todos modos, ahora me gustaría estar allí abajo.

—¿Dónde?

—En Montauk. Bonito lugar. Estuvimos allí con los chicos el año pasado, poco después de que se marchara Sandy. Estábamos todo el tiempo borrachos o fumados, pero era genial estar tumbado sobre las rocas cuando se ocultaba el sol. Al tercer día conquisté a la camarera de la taberna del puerto. La verdad es que me lo pasé genial.

—Tus deseos son órdenes para mí.

—¿Qué quieres decir?

Cody le sonrió.

—¿Quieres ir a tu Montauk de mierda? Bueno, somos los amos de los ejércitos celestiales. Y ya que estamos por aquí...

Las facciones de Mike se iluminaron.

—Al faro —dijo—. Te enseñaré dónde eché un polvo.

—Entendido, señor.

—No, espera. Mejor no. Podríamos tener un montón de problemas si...

—¿Por qué? No seas tan quisquilloso. Es nuestra responsabilidad dónde buscamos esos restos de mierda.

Sus dedos volaron por el teclado. El telescopio amplió la imagen. Apareció la lengua de tierra. Cody buscó el punto blanco de la torre y lo acercó hasta que se irguió bien visible debajo de ellos. Arrojaba una sombra extremadamente larga. Una luz rojiza bañaba las rocas. En Montauk se estaba poniendo el sol. Una pareja paseaba abrazada delante del faro.

—Éste es el mejor momento —dijo Mike, entusiasmado—. Totalmente romántico.

—¿Y echaste un polvo justo delante del faro?

—No, idiota. Más abajo. Allí, por donde van esos dos ahora. El lugar es conocido por eso. Todas las noches hay que echar un polvo allí.

—Quizá vemos algo.

Cody giró el telescopio para adelantarse a la parejita. Sobre las rocas negras no se veía a nadie más. Sólo había aves marinas alejándose en círculos o picoteando entre las grietas de las rocas en busca de algo para comer.

Luego apareció otra cosa en la imagen. Algo plano. Cody arrugó la frente. Mike se acercó un poco más. Esperaron la próxima toma.

La imagen se había modificado.

—¿Y eso qué es?

—Ni idea. ¿Puedes acercarte más?

—No.

El
KH-12-4
envió más imágenes. El paisaje había cambiado de nuevo.

—Santísima mierda —susurró Cody.

—¿Qué diablos es eso? —Mike entrecerró los ojos—. Se expande. Está subiendo por las rocas.

—Mierda —repitió Cody. En realidad, Cody decía mierda en cada oportunidad que se le presentaba, incluso cuando algo le gustaba. Mike ya no se percataba de cuándo Cody decía mierda. Pero esta vez no podía ignorarlo.

Esta vez sonó realmente turbado.

Montauk, Estados Unidos

Linda y Darryl Hooper se habían casado hacía tres semanas y estaban pasando la luna de miel en Long Island. La isla se había vuelto muy cara en comparación con la época en que vivían en ella más pescadores que estrellas de cine. A sus kilométricas playas de arena se asomaban cientos de exquisitos restaurantes especializados en pescado. Los personajes neoyorquinos se comportaban aquí con el tono mundano que de ellos se esperaba. Compartían con los empresarios multimillonarios el barrio de casonas de East Hampton, un pueblecito de tarjeta postal tan pulcro que parecía recién lavado y en el que no se podía vivir con un sueldo medio. Tampoco Southampton, al suroeste, era precisamente barato. Pero Darryl Hooper se había hecho un nombre como joven abogado en ascenso. En los grandes despachos del corazón de Manhattan se lo consideraba un protegido de los socios veteranos. Hooper aún ganaba relativamente poco, pero sabía que estaba a punto de hacer mucho dinero. Además se había casado con aquella delicia de chica. Linda había robado el corazón de todos los estudiantes de Derecho, pero se había decidido por él; y eso que pese a su juventud se le caía el pelo y tenía que usar gafas de cristales gruesos porque no toleraba las lentes de contacto.

Hooper era feliz. Consciente de la buena fortuna que lo esperaba, había decidido concederse y conceder a Linda un pequeño anticipo. El hotel de Southampton era demasiado caro, y cada noche se gastaban casi cien dólares en los restaurantes para gourmets de los alrededores. Pero ya estaba bien así. Ambos trabajaban muchísimo y se lo habían ganado. No faltaba mucho para que la recién creada familia Hooper pudiera permitirse el lujo de frecuentar los sitios caros.

Abrazó con más fuerza a su mujer y miró hacia el Atlántico. El sol desaparecía ya en el mar. El cielo adoptaba un tono violeta. La neblina acumulada en las alturas teñía de color rosa el horizonte. El mar enviaba hacia la playa unas olas chatas que, por consideración a los habitantes de la gran ciudad necesitados de calma, en vez de romper ruidosas terminaban en un discreto chapoteo. Hooper pensó en quedarse allí un rato más y volver a Southampton más tarde. Aún había mucho tráfico en la carretera principal, pero podrían llegar perfectamente en una hora. Si hacía correr a la Harley necesitarían menos de veinte minutos para hacer los cincuenta kilómetros. Era una verdadera lástima irse ahora.

Además, todo el mundo decía que después de la puesta del sol éste era el sitio del amor.

Pasearon lentamente por las rocas planas. Un poco más adelante se abría ante ellos una hondonada amplia y llana. Un rincón ideal, escondido. Hooper estaba muy enamorado y disfrutaba estando allí sin que nadie los viera. Al otro lado de las rocas sonaba el mar. Al parecer eran los únicos que estaban por allí. La playa estaba prácticamente a la vuelta de la esquina. Seguro que la mayoría de los enamorados románticos paseaban por la playa, pero aquel de allí era su mundo.

A Hooper jamás se le hubiera ocurrido que en un sótano de Buckley Field y desde una altura de ciento noventa y cinco kilómetros dos observadores miraban cómo besaba a su mujer, cómo deslizaba las manos bajo su camiseta y se la quitaba, cómo le desabrochaba ella el cinturón, cómo se desvestían uno al otro y caían entrelazados sobre sus ropas. Besó y acarició el cuerpo de Linda. Ella se tumbó de espaldas, y los labios de Hooper fueron de sus pechos a su vientre, mientras trataba de estar con las manos en todos los lugares que podía al mismo tiempo.

Ella se rió bajito.

—No, eso me hace cosquillas.

Él sacó la mano de entre sus muslos y siguió besándola desenfrenado.

—Eh, ¿qué haces ahí?

Hooper alzó la vista. ¿Qué hacía? En realidad, no hacía nada que no hiciera siempre y que no supiera que a ella le gustaba.

La besó en la boca y captó su mirada confundida. Ella miraba detrás de él. Hooper giró la cabeza.

Linda tenía un cangrejo en la rodilla.

Lanzó un grito y se lo sacudió. El cangrejo cayó hacia atrás, abrió las pinzas y volvió a levantarse.

—Dios mío, ¡qué susto!

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