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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (116 page)

BOOK: El quinto día
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—Y ¿no podría un ordenador dar las mismas respuestas?

—¿Crees que estamos hablando con un ordenador?

—Tiene razón —dijo Anawak—. Sólo sabemos que alguien ha hecho los ejercicios con mucha aplicación. Es una prueba muy impactante, pero no demuestra que exista una vida con conciencia propia, inteligente.

—Y ¿quién va a enviar si no ese tipo de respuestas? —preguntó Greywolf, perplejo—. ¿Las caballas?

—Qué tontería, por supuesto que no. Pero piensa un poco. Lo que vemos aquí es un manejo excelente de símbolos. Con eso no se puede comprobar la inteligencia superior. Un camaleón realiza, por decirlo así, un trabajo de cálculo sumamente complejo cuando se adapta a su entorno. De hecho, ni se entera de lo que hace. Alguien que no sabe qué grado de inteligencia tiene un camaleón podría llegar a la conclusión de que tiene que ser increíblemente inteligente para dominar un programa que le permite hoy asimilar su aspecto a un bosque de hojas y mañana a la pared de una montaña. Le atribuiría un grado muy alto de capacidad cognitiva, porque, por decirlo así, descifra el código de su entorno, y también de creatividad, porque puede ajustar a él su propio código.

—Y entonces ¿qué tenemos aquí? —preguntó Delaware, desorientada. Parecía desilusionada.

Crowe sonrió satisfecha.

—León tiene razón —dijo—. Que sean capaces de manejar símbolos no significa que los comprendan. El auténtico intelecto y la creatividad se caracterizan por la imaginación y el conocimiento de las conexiones del mundo real. Es decir, por un entendimiento más profundo. Un ordenador, aunque sea una máquina sumamente precisa, no conoce las reglas empíricas, no actúa contra la lógica, no se preocupa del entorno y no tiene experiencias. Creo que eso es lo que deben de haberse planteado los yrr cuando formularon su respuesta. Buscaron algo para demostrarnos que tienen un entendimiento superior. —Crowe señaló la imagen—. Éstos son los resultados de los dos ejercicios de cálculo. Si miran bien, comprobarán que el primer resultado aparece once veces seguidas, luego tres veces el segundo, una vez el primero, de nuevo el segundo nueve veces, etc. En una parte el segundo resultado se repite casi treinta mil veces. ¿Por qué? Sencillamente, nos envían cada resultado varias veces porque su mensaje debe tener una extensión tal que nos permita registrarlo. Ahora bien, ¿por qué nos presentan esta secuencia aparentemente incomprensible?

—Aquí entra en juego la señorita Alien —dijo Shankar con una sonrisa enigmática.

—Mi álter ego Jodie Foster —asintió Crowe—. Debo admitir que la respuesta se me ocurrió pensando en la película. El caso es que la secuencia es también un código. Si uno la sabe leer correctamente, obtiene una imagen de píxeles blancos y negros, es decir, algo muy similar a lo que también hacemos en SETI.

—Esperemos que no sea Adolf Hitler —dijo Rubin.

Esta vez se rieron todos. A esas alturas ya habían visto
Contact
, la película protagonizada por Jodie Foster. En ella los alienígenas enviaban a la Tierra una imagen cuyos píxeles contenían instrucciones para construir una nave. Simplemente habían tomado una imagen cualquiera de las muchas que los seres humanos habían enviado al espacio en el curso de su evolución técnica, y habían elegido precisamente una foto de Hitler.

—No —dijo Crowe—. No es Hitler.

Shankar dio una orden al ordenador. Las columnas de números desaparecieron y dieron lugar a un gráfico.

—¿Qué es eso? —Vanderbilt se inclinó hacia adelante.

—¿No lo reconoce? —Crowe les sonrió—. ¿Alguien tiene una idea?

—Parece un rascacielos —dijo Anawak.

—El Empire State —propuso Rubin.

—Qué tontería —dijo Greywolf—. ¿Por qué iban a conocer el Empire State? Parece un cohete.

—¿Y por qué conocen los cohetes? —dijo Delaware.

—Porque hay montones de misiles en el fondo del mar. Provistos de ojivas nucleares, con sustancias químicas...

—¿Qué es lo que hay alrededor? —Preguntó Oliviera—. ¿Nubes?

—Quizá sea agua —opinó Weaver—. O algo de las profundidades marinas. Alguna formación.

—Agua está muy bien —dijo Crowe.

Johanson se frotó la barba.

—Yo diría que es como un monumento. Es posible que sea un símbolo. Algo... religioso.

—Es algo humano, demasiado humano. —Crowe parecía disfrutar como una loca—. ¿Por qué no se preguntan simplemente si la imagen puede contemplarse de otra manera?

Siguieron mirando la imagen absortos. De pronto Li dio un respingo.

—¿Puede girarla noventa grados?

Los dedos de Shankar se deslizaron por el teclado hasta que la imagen apareció en horizontal.

—Yo sigo sin saber qué puede ser —dijo Vanderbilt—. ¿Un pez? ¿Un animal grande?

Li sacudió la cabeza. Soltó una risa baja.

—No, Jack. Los dibujos en torno a la figura son olas. Olas marinas. Es una imagen tomada desde abajo. Desde el fondo hacia la superficie.

—¿Qué? ¿Y la figura negra?

—Muy sencillo. Ésos somos nosotros. Es nuestro barco.

«Heerema», costa de La Palma, islas Canarias

Tal vez no tenían que haberse puesto tan eufóricos.

Durante las últimas dieciséis horas la aspiradora había trabajado sin interrupción extrayendo toneladas de cuerpos color rosa y blanco a los que no sentaba bien el repentino cambio de lugar. La mayoría de ellos llegaban reventados; el resto se retorcía entre espasmos y sucumbía mostrando la trompa y sacudiendo las mandíbulas. Al comienzo, Frost había salido a ver los poliquetos, que saltaban a chorro de la manguera junto con el agua bombeada y caían en grandes redes mientras se escurría el agua. Luego eran depositados en el interior de un carguero situado junto al
Heerema
que cada vez se llenaba más. Entusiasmado, Frost había introducido la mano en la sustancia viscosa y había regresado con una docena de cuerpos muertos que sostenía triunfante en alto.

—Sólo un gusano muerto es un buen gusano —tronó—. ¡Oíd mis palabras! ¡Uaah!

Todos, incluido Bohrmann, habían aplaudido.

Al cabo de un rato, el lodo revuelto se asentó y pudieron ver la piedra de lava cordada. De ella salía alguna que otra sarta de burbujas. Las cámaras de la isla hicieron zoom, de modo que Bohrmann pudo observar con bastante precisión lo que sucedía en la roca volcánica.

—Tapices bacterianos —dijo.

Frost lo miró.

—¿Y qué significa eso?

—Es difícil decirlo. —Bohrmann se frotó el mentón con los nudillos—. Mientras permanezcan en la superficie, no hay peligro. Pero no sabemos hasta dónde han penetrado. Por cierto, las líneas de color gris sucio que hay en el medio son hidrato.

—Es decir que todavía queda.

—Queda lo que vemos. Pero no sabemos cuánto había antes y cuánto se ha desintegrado. El escape de gas se mantiene dentro de lo tolerable. Me atrevería a decir que al menos no hemos dejado de tener éxito.

—Una doble negación es un sí —asintió Frost, satisfecho. Y poniéndose en pie dijo—: Voy a buscar café.

Luego habían seguido contemplando durante horas cómo la aspiradora limpiaba la meseta hasta que les ardieron los ojos. Finalmente, Van Maarten le sugirió a Frost que se fuera a la cama para descansar. En las últimas tres noches Frost y Bohrmann apenas habían dormido. A Frost se le cerraban los ojos mientras protestaba; y con sus últimos restos de energía se marchó a su camarote.

Bohrmann se quedó con Van Maarten. Eran las once de la noche.

—Usted será el próximo en irse a dormir —observó el holandés.

—No puedo irme. —Bohrmann se pasó la mano por los ojos—. Soy el único que sabe lo suficiente de hidratos.

—No es cierto, nosotros también sabemos.

—Terminaremos en seguida —dijo Bohrmann.

La verdad es que estaba agotado. Ya habían cambiado tres veces los equipos de pilotos. Pero dentro de unas horas Erwin Suess llegaría en helicóptero desde Kiel, de modo que tenía que aguantar.

Bostezó. Ya había oscurecido. Un leve zumbido llenaba el espacio. En las últimas horas, la isla y la aspiradora habían avanzado lenta pero imparablemente hacia el norte. Si los datos de la expedición del
Polarstern
eran correctos, los gusanos sólo estaban asentados en esa terraza. Bohrmann calculó que necesitaría unos cuantos días más para aspirarla por completo, pero entretanto había renacido en él la esperanza. Aunque la emisión de burbujas estaba por encima del valor esperado, no era realmente grave. Si desaparecían los gusanos y las hordas de bacterias, quizá los hidratos carcomidos volvieran a estabilizarse.

Observaba los monitores con los párpados entornados.

Estaba tan cansado que a punto estuvo de no ver las alteraciones, que sólo penetraron en su conciencia tras mirarlas fijamente durante largo tiempo. Se inclinó hacia adelante.

—Ahí hay un destello —dijo—. Retire la aspiradora.

Van Maarten entrecerró los ojos.

—¿Dónde?

—Mire los monitores. En el remolino algo acaba de emitir un destello. ¡Ahí, otra vez!

Se despertó de golpe. Ahora las cámaras de la isla también mostraban que algo no iba bien. La nube de sedimentos que rodeaba la garganta de la aspiradora se había inflado. En ella se arremolinaban y subían trozos oscuros y burbujas.

Las pantallas de la aspiradora se pusieron negras. La manguera se ladeó.

—Maldita sea, ¿qué está pasando ahí?

Del altavoz salió la voz del piloto:

—Estamos aspirando cosas más grandes. La aspiradora se desestabiliza. No sé si...

—¡Sáquela! —Gritó Bohrmann—. ¡Salga del talud!

«Otra vez», pensó desesperado. Como aquella vez en el
Sonne
. Un escape de gas. Se habían detenido demasiado tiempo en el mismo lugar, y la meseta se había desestabilizado. La baja presión desgarraba el sedimento.

No, no era un escape de gas. Era algo mucho peor.

La trompa aspiradora intentó apartarse de la nube de sedimentos. La nube siguió hinchándose, y de repente pareció que iba a explotar. Una onda de presión hizo temblar la isla de luz. La imagen subió y bajó.

—Tenemos un deslizamiento —gritó el piloto.

—Apague la aspiradora. —Bohmann se levantó de un salto—. Retroceda.

Vio que desde arriba caían trozos de roca bastante grandes. Sobre la terraza se precipitaba roca volcánica. Dentro de la nube de lodo y escombros se retorcía, apenas visible, la manguera de la aspiradora.

—La máquina está apagada —confirmó Van Maarten.

Con ojos desorbitados, observaron el proceso de deslizamiento. Cada vez caían más piedras. Si el efecto continuaba en esa pared casi vertical del cono volcánico, se desprenderían trozos cada vez más grandes. La roca volcánica es porosa, de modo que un pequeño desprendimiento podía arrastrar en apenas unos minutos al resto de la ladera y al final se produciría exactamente lo que habían intentado impedir.

«Debemos serenarnos —pensó Bohrmann—. Al fin y al cabo ya es demasiado tarde para huir».

Se alzaría una montaña de agua de seiscientos metros de altura y...

El estrépito cesó.

Durante largo rato nadie dijo nada. Se quedaron mudos, con la vista clavada en los monitores. Por encima de la terraza había una nube difusa, que dispersaba y reflejaba la luz de los focos halógenos.

—Ha parado —dijo Van Maarten con un temblor imperceptible en la voz.

—Sí. —Bohrmann asintió—. Eso parece.

Van Maarten llamó a los pilotos.

—La isla ha sufrido una fuerte sacudida —anunció el equipo de iluminadores—. Uno de los focos no funciona. Aunque apenas se nota si uno no lo sabe.

—¿Y la trompa?

—Parece que está enganchada —informaron desde la segunda grúa—. Los sistemas siguen recibiendo las órdenes, pero no están en condiciones de ejecutarlas.

—La manguera debe de estar enterrada bajo las piedras —conjeturó el otro piloto.

—¿Cuánto puede haberle caído encima? —preguntó Van Maarten en voz baja.

—No lo sabremos hasta que se haya asentado la nube —respondió Bohrmann—. Me da la impresión de que podría haber sido mucho peor.

—Bien. Entonces tendremos que esperar. —Van Maarten habló por el micrófono—. Dejen de intentar liberar la trompa. Vayan a tomar un café. No quiero sacudidas innecesarias allí abajo. Esperaremos un poco y después ya veremos.

Tres horas más tarde seguían observando. En algunos lugares sólo podían ver unos cuantos metros, ya que el sedimento no acababa de asentarse del todo; pero el extremo de la trompa podía reconocerse bastante bien. Entretanto había reaparecido Frost. Tenía el pelo rizado en tirabuzones que apuntaban a los cuatro puntos cardinales.

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