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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (111 page)

BOOK: El quinto día
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—Está bien, está bien. —Anawak levantó las manos—. ¿Dónde está el maldito traje?

Cinco minutos después estaba ayudando a Delaware y Greywolf a colocar las cámaras y transmisores a los animales de la segunda escuadra. De pronto recordó que Delaware le había preguntado si era makah.

—¿Cómo se te ocurrió esa idea? —quiso saber.

Ella se encogió de hombros.

—No querías hablar. Algo indio tenías que ser. Un escandinavo, por lo menos, no parecías. Ahora que lo sé —lo miró radiante—, ¡tengo algo para ti!

—¿Que tienes algo para mí?

Delaware amarró una correa al pecho de un delfín.

—Lo he encontrado en Internet. Pensé que te daría una alegría. Me lo he aprendido. ¿Quieres saber qué es?

—¡Vamos, dímelo!

—¡La historia de tu mundo! —Sonó como con acompañamiento de clarines.

—Cielo santo.

—¿No te interesa?

—Claro que sí —dijo Greywolf—. León se interesa fervientemente por su amada tierra, sólo que no lo admitiría aunque lo mataran. —Se acercó nadando, flanqueado por dos delfines. Con el traje acolchado parecía un monstruo marino de tamaño mediano—. Prefiere que le tomen por makah.

—Mira quién habla —observó Anawak.

—¡Eh, chicos, dejad de discutir! —Delaware se puso de espaldas e hizo la plancha—. ¿Sabéis de dónde vienen todas las ballenas, los delfines y las focas? ¿Queréis oír la verdadera explicación?

—No nos tengas en suspenso.

—Bueno, la cosa empieza hace muchísimo tiempo, cuando los humanos y los animales todavía eran uno. Cerca de Arviat vivía una chica.

Anawak prestó atención. ¡Eso era lo que había encontrado! De chico había escuchado la historia en todas las variantes posibles, pero luego las había perdido junto con su infancia.

—¿Dónde queda Arviat? —quiso saber Greywolf.

—Arviat es el pueblo más al sur de Nunavut —respondió Anawak—. ¿La chica se llamaba Talilayuk?

—Sí, se llamaba Talilayuk; así se llamaba —continuó Delaware con cierta prosopopeya—. Tenía una cabellera muy hermosa y muchos hombres mostraban gran interés por Talilayuk, pero fue un hombre perro el primero en ganarse su corazón. Talilayuk quedó embarazada y dio a luz inuit y no inuit, todos mezclados. Hasta que un día, cuando el hombre perro había ido a buscar carne, apareció en un kayak frente a las tiendas de Talilayuk un hombre petrel de una hermosura increíble. La invitó a subir a su embarcación, y, como a veces pasa, se fugaron juntos.

—Lo de siempre. —Greywolf inspeccionó el objetivo de una cámara—. ¿Y cuándo intervienen las ballenas?

—Poco a poco. En un momento dado se presenta de visita el padre de Talilayuk, pero su hija ha desaparecido y el hombre perro no para de aullar. El viejo da unas vueltas por el mar con su canoa hasta llegar a las tiendas del hombre petrel. Y allí la ve desde lejos, sentada delante de la tienda, y hace un teatro enorme: tiene que volver a casa de inmediato. Talilayuk se sube sumisa a la embarcación con papá y se vuelven remando a casa. Al cabo de un rato notan que el mar empieza a agitarse. Las olas son cada vez más altas, ¡y de pronto se desata una tormenta! No se ve tierra en ninguna dirección. Con el oleaje entra agua en el bote y el viejo comienza a temer que se hundan. Es la venganza del petrel lo que les cae encima, y papá piensa: «No me quiero ahogar por esto.» Y ya que de todos modos está furioso con su hija, que es la culpable de todo el embrollo, la agarra y la tira por la borda. La chica se aferra desesperada al borde del bote. El viejo le grita: ¡Suelta!, pero Talilayuk se aferra a la borda aún con más fuerza. Ahí le da la locura al viejo, toma el hacha, alza la mano ¡y le corta las primeras falanges! Pero apenas tocan el agua, ¿qué crees que pasa? Se transforman en narvales, y las uñas en colmillos de narval. Talilayuk no quiere soltar, así que el viejo también le corta las falanges del medio, que se convierten en ballenas blancas. La chica sigue colgada de la borda. Las últimas falanges caen, y de allí surgen un montón de focas. Talilayuk no se rinde. Incluso con los muñones se las arregla de algún modo para aferrarse al bote, y éste empieza a inundarse. ¡Al viejo le entra el pánico! Le da con el remo en plena cara, le hace saltar el ojo izquierdo, y por fin ella se suelta y se hunde en las olas.

—Rudas costumbres.

—Pero Talilayuk no muere, o por lo menos no del todo. Se transforma en Sedna, la diosa del mar, y desde entonces reina sobre los animales marinos. Tuerta, se desliza por el agua con los muñones de los brazos extendidos y sigue teniendo una cabellera muy hermosa, que sin manos, lamentablemente, no puede peinar. Por eso a veces hay mucho desorden, que significa que Sedna está enfadada. Pero el que logra peinarle los cabellos y hacerle una trenza puede apaciguar a Sedna, y entonces ella libera a sus animales marinos para la caza.

—Cuando yo era niño, en las largas noches de invierno se contaba a menudo esta historia, siempre con alguna diferencia —dijo Anawak en voz baja.

—¿Te ha gustado?

—Me ha gustado que me la cuentes tú.

Ella sonrió satisfecha. Anawak se preguntó qué le había llevado a desenterrar para él la vieja leyenda de Sedna. Le pareció que había detrás algo más que un hallazgo casual en Internet. Había buscado algo así. Era efectivamente un regalo para él. Una prueba de su amistad.

De alguna manera estaba conmovido.

—Vaya tontería. —Greywolf silbó al último delfín para equiparlo con la cámara y los hidrófonos—. León es un hombre de ciencia. No puedes irle con diosas del mar.

—Vuestra estúpida guerrilla —dijo Delaware sacudiendo la cabeza.

—Además la historia no es así. ¿Queréis saber cómo surgió todo realmente? No había tierra. Sólo había un jefe que habitaba una cabaña bajo el agua. Era un holgazán, pues nunca se levantaba y siempre estaba tirado con la espalda contra el fuego, donde se quemaban unos cristales. Vivía completamente solo allí abajo y su nombre era «el Hacedor Maravilloso». Un día apareció de repente su ayudante y le dijo que los espíritus y seres superiores no encontraban una tierra para instalarse, y que querían que honorara su nombre e hiciera algo al respecto. Por toda respuesta, el cacique levantó dos piedras del suelo y se las dio a su ayudante con la instrucción de que las echara al agua. Él hizo lo que le ordenaron, y las piedras crecieron y formaron las islas de la Reina Carlota y todo el continente.

—Gracias —sonrió Anawak—. Por fin una explicación rigurosamente científica.

—El relato proviene de una antigua leyenda haida:
Hoyá Káganas
, los viajes del cuervo —dijo Greywolf—. Los nootka tienen historias parecidas. Muchas se refieren al mar: o provienes de él, o te destruye.

—Tal vez deberíamos prestar más atención —opinó Delaware—. Por si no avanzamos con la ciencia.

—¿Desde cuándo te interesas por los mitos? —se extrañó Anawak.

—Son divertidos.

—Pero si eres todavía más empírica que yo.

—Sí, ¿y qué? En todo caso, los mitos dicen con bastante claridad cómo se puede vivir en paz con la naturaleza. Tomas algo y devuelves algo. Ésa es toda la verdad.

Greywolf sonrió y dio unas palmaditas al delfín.

—Entonces tendríamos los problemas bajo control, ¿no, Licia? Sólo tienes que poner un poco más el cuerpo.

—¿Qué quieres decir?

—Conozco por casualidad un par de viejas costumbres del mar de Bering. Verás, entre ellos lo hacían así: antes de que los cazadores se hicieran a la mar, el arponero tenía que dormir con la hija del capitán para recibir el olor de su vagina. Sólo ese olor llevaba al cetáceo cerca del bote y lo apaciguaba, y así se dejaba matar.

—Esas cosas sólo se les pueden ocurrir a los hombres —dijo Delaware.

—Hombres, mujeres, ballenas... —se rió Greywolf—.
Hishuk ish ts'awalk
, todo es uno.

—De acuerdo —dijo Delaware—. Vayamos al fondo del mar, busquemos a Sedna y peinemos sus cabellos.

Todo es uno, resonó en la cabeza de Anawak.

Akesuk había dicho: «Ese problema no podéis resolverlo con la ciencia. Un chamán te diría que estáis enfrentados a espíritus, los espíritus del mundo animado que andan en los seres. Los quallunaat han comenzado a destruir la vida. Han levantado a los espíritus contra ellos, a Sedna, la diosa del mar. Sean quienes sean esos seres del mar, no obtendréis nada si intentáis actuar contra ellos. Destruidlos y os destruiréis vosotros mismos. Entendedlos como una parte de vosotros y compartid el mismo mundo. La guerra por el dominio es una guerra que no se puede ganar».

Allí estaban nadando con los delfines, mientras Roscovitz y Browning seguían reparando el
Deepflight
, y se contaban viejas leyendas de espíritus y diosas marinas. Riendo, se movían en el agua y muy poco a poco, imperceptiblemente, sus cuerpos entregaban calor al agua del mar, pese a la climatización y a los trajes protectores.

¿Cómo peinarían los cabellos de la diosa del mar?

Hasta ahora, los humanos sólo habían arrojado a Sedna tóxicos y residuos nucleares. Una peste petrolera tras otra se le pegaba a los cabellos. Sin pedir permiso, habían cazado a sus animales y habían extinguido a muchos de ellos.

Anawak sintió el latido de su corazón en el agua helada. Tenía frío. Algo le decía que aquel momento de felicidad no duraría mucho. Había hecho las paces con muchas cosas, había ganado amigos, se sentía liberado del lastre de una existencia mal entendida.

Oscuramente lo acometió la sospecha de que había algo que estaba acabándose. Nunca más volverían a reunirse así.

Greywolf controló la fijación del arnés del sexto y último animal de la escuadra y asintió satisfecho.

—Todo en orden —dijo—. Los hacemos salir.

Laboratorio de máxima seguridad

—Soy una tarada. ¡Es como si hubiera estado ciega!

Oliviera tenía la vista clavada en la pantalla a la que el microscopio de luz fluorescente transfería la ampliación de la muestra. En Nanaimo había analizado varias veces la gelatina, o lo que había quedado después de despegar la sustancia del cerebro de las ballenas. También había examinado minuciosamente el retazo que había quedado colgando del cuchillo de Anawak tras bucear bajo el
Barrier Queen
. Pero de una sustancia en descomposición nunca se le hubiera ocurrido inferir una agrupación de unicelulares.

¡Era un verdadero bochorno!

Tendría que haberse dado cuenta mucho antes. Pero en medio de la histeria desatada por
Pfiesteria
nadie había pensado más que en algas asesinas. Hasta a Roche se le había escapado que la sustancia gelatinosa deshecha no había desaparecido en absoluto, sino que podía verla constantemente en el portaobjetos de su microscopio, en forma de organismos unicelulares muertos o agonizantes. En el interior de los bogavantes y de los cangrejos ya había estado todo presente, y todo se había entremezclado: algas asesinas, gelatina... y agua marina.

¡Agua marina!

Tal vez Roche habría podido desenmascarar la extraña sustancia si no fuera porque una sola gota de agua albergaba universos de formas de vida: con tantos peces, mamíferos y crustáceos, durante siglos se había ignorado lisa y llanamente el noventa y nueve por ciento de la vida marina. En realidad, no eran los tiburones, las ballenas y los calamares gigantes los que dominaban los océanos, sino los ejércitos de enanos microscópicos. En un solo litro de agua de la superficie pululaban docenas de miles de millones de virus, mil millones de bacterias, cinco millones de protozoos y un millón de algas, todos alegremente entremezclados. Hasta las muestras de agua de más de seis mil metros de profundidad, lugar sin luz y hostil a la vida, tenían millones de virus y bacterias. Tener una visión panorámica en ese tumulto era prácticamente imposible. Cuanto más penetraba la investigación en el cosmos de lo más pequeño, más inabarcable resultaba ese cosmos. ¿Agua marina? ¿Y eso qué era? Una mirada cuidadosa a través de un moderno microscopio de luz fluorescente sugería la conclusión de que era más bien una especie de gel fino. Como puentes colgantes, un entramado de macromoléculas interconectadas atravesaba cada gota. Entre haces de filamentos transparentes, membranas y películas, innumerables bacterias encontraban su nicho ecológico. Para medir dos kilómetros de moléculas de ADN estiradas, trescientos diez kilómetros de proteínas y cinco mil seiscientos kilómetros de polisacáridos se necesitaba exactamente un mililitro. Y en algún lugar, en medio de todo eso, se ocultaban los miembros de una forma de vida posiblemente inteligente. Se ocultaban presentándose abiertamente como microbios comunes y corrientes. Por extraña que pareciera la gelatina, no estaba formada por seres vivos exóticos, sino por amebas de las profundidades marinas completamente ordinarias.

Oliviera lanzó un suspiro.

Era clarísimo por qué Roche no había comprendido nada, y ella tampoco, y ninguna de las personas que habían analizado el agua del dique seco. A nadie se le había ocurrido que las amebas de las profundidades podían fundirse en colectivos que manejaban a cangrejos y ballenas.

—No puede ser —decidió Oliviera.

Sus palabras sonaron extrañamente débiles. No hallaron eco, se quedaron metidas bajo la capucha de su traje protector. Volvió a cotejar los resultados taxonómicos, pero eso no hizo cambiar lo que ya sabía. Evidentemente, la gelatina se componía de representantes de una especie de amebas. Científicamente descrita. Una especie que en su mayoría aparecía por debajo de los tres mil metros, y de vez en cuando más arriba, y lo hacía en masas inimaginables.

—Mentiras —dijo entre dientes—. Me estás tomando el pelo, pequeña. Te has disfrazado. Pareces una ameba. No te creo nada, ¡no te creo absolutamente nada! ¿Qué diablos eres realmente?

ADN

Cuando Johanson regresó se pusieron juntos a aislar distintas células de la gelatina. Congelaron y calentaron las amebas sin cesar hasta que las membranas celulares estallaron. Tras agregar proteinasa, las moléculas de proteína se descompusieron en cadenas de aminoácidos. Agregaron fenol y centrifugaron las muestras, un procedimiento trabajoso y lento; liberaron la solución de restos de proteínas y componentes de membrana celular, pasaron a la etapa de precipitación y obtuvieron por fin un líquido poco claro, acuoso, la clave para entender el organismo desconocido.

Pura solución de ADN.

El segundo paso requirió todavía más paciencia. Para descifrar el ADN tenían que aislar partes de él y multiplicarlas. El genoma no podía leerse como un todo, porque era muy complejo, de modo que se pusieron a hacer el análisis secuencial de determinados fragmentos.

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