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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (109 page)

BOOK: El quinto día
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—¿Impresionado? —preguntó Roscovitz.

—Sí —dijo Anawak con voz insegura.

—Sé lo que piensa. Tiene miedo. Todos tenemos miedo. Pero en la cubierta del pozo no hay mucho espacio para practicar. Muy poca profundidad. No queremos que los bebés se nos conviertan en seguida en chatarra.

La siguiente curva que dio Roscovitz fue más cerrada. Anawak esperaba en todo momento ver aparecer ante ellos la cara redonda, blanca y negra de una orca, pero en lugar de eso se acercaron dos delfines que curiosearon las cápsulas. Llevaban cámaras en la cabeza y se pusieron a hacer alegres cabriolas alrededor del batiscafo.

—Sonría, León. Nos están filmando.

Se encendió una luz que indicaba a Anawak que ahora era él quien tenía el control del
Deepflight
.

—Le toca a usted —dijo Roscovitz—. Si viene algo que quiera comernos, le servimos torpedos de aperitivo. Pero eso lo hago yo, ¿entendido? Usted conduce.

Anawak se quedó momentáneamente desorientado. Involuntariamente, empuñó la palanca con más fuerza. Roscovitz no le había dicho qué tenía que hacer, así que de momento siguió recto.

—¡Eh, León! No se duerma. Viajar en autobús es más animado que esto.

—¿Qué hago?

—Da igual. Haga algo. ¡Vayamos a la luna!

«Y la luna en este caso está abajo —pensó Anawak—. Bueno».

Empujó la palanca hacia adelante.

El morro del
Deepflight
se hundió dando una sacudida y se dirigieron hacia el fondo. Anawak miraba fijamente la oscuridad. Tiró de la palanca hacia atrás, esta vez con más cuidado. El sumergible se enderezó. Probó una curva y la tomó muy cerrada; hizo otra. Sabía que estaba conduciendo con brusquedad, pero en el fondo era verdaderamente fácil. Pura cuestión de entrenamiento.

Algo más allá vio el segundo
Deepflight
. De pronto la cosa empezó a gustarle. Podría haber seguido volando durante horas.

—Lo ha hecho muy bien, León. Puede que no esté satisfecho de su modo de conducir, pero ya aprenderá. Ahora póngalo horizontal. Bien. Deje que flote despacio. Le enseñaré cómo se manejan los brazos robot. Es más fácil todavía.

A los cinco minutos, Roscovitz volvió a tomar el mando y condujo lentamente la embarcación submarina de vuelta a la esclusa. El minuto que estuvieron entre las compuertas cerradas pasó con una lentitud atormentadora, pero después quedaron libres y emergieron. Anawak sintió cierto alivio. Más allá de su entusiasmo, pensar en las orcas que aquella mañana habían rodeado el barco le producía malestar, por no hablar de las demás sorpresas que pudiera tener preparadas el mar para los pilotos de batiscafo imprudentes.

Roscovitz abrió las cápsulas. Salieron y saltaron al muelle.

Ante él estaba en pie Floyd Anderson.

—¿Qué tal le ha ido? —preguntó sin mayor interés.

—Es divertido.

—Lamentablemente, tengo que cortarles la diversión. —El primer oficial contempló el segundo vehículo submarino que emergía—. En cuanto mete la cabeza bajo el agua, sucede algo. Hemos recibido una señal.

—¿Qué? —Crowe se acercó—. ¿Una señal? ¿De qué tipo?

—Creo que eso deberá decirlo usted. —Anderson apartó la vista de ella con indiferencia—. Pero es muy intensa. Y bastante cercana.

Centro de Información de Combate.

—Es una señal del área de baja frecuencia —dijo Shankar—. Un modelo
Scratch
.

Crowe y él habían acudido en seguida al CIC. Entretanto ya habían recibido la confirmación de la estación terrestre. Según sus cálculos, el sonido procedía del entorno cercano del
Independence
.

Entró Li.

—¿Pueden hacer algo con eso?

—De momento no. —Crowe sacudió la cabeza—. Tenemos que consultar el ordenador. Lo analizará y buscará modelos similares.

—Entonces podemos esperar al año que viene.

—¿Es una crítica? —gruñó Shankar, molesto.

—No, pero me pregunto cómo pretenden decodificar en pocos días una señal con la que su gente viene batallando desde principios de los noventa.

—¿Y se lo pregunta ahora?

—Vamos, chicos, no se peleen. —Crowe sacó sus cigarrillos y encendió uno con toda calma—. Ya le dije que comunicarse con los extraterrestres es algo diferente. Probablemente ayer enviamos a los yrr el primer mensaje que han sido capaces de decodificar. Responderán en el mismo estilo.

—¿Cree verdaderamente que responderán con el mismo código?

—Si son los yrr, si eso es una respuesta, si han entendido el código y si tienen interés en dialogar, sí.

—¿Por qué responden con infrasonido y no directamente en nuestra frecuencia?

—¿Y por qué deberían hacerlo? —preguntó Crowe, sorprendida.

—Diplomacia.

—¿Y por qué usted no responde a un ruso que apenas habla inglés en su idioma?

Li se encogió de hombros.

—Bien. ¿Qué hacemos ahora?

—En principio suspenderemos la emisión de nuestro mensaje para indicarles que hemos recibido su respuesta. Si llegaran a utilizar nuestro código, podríamos saberlo con bastante rapidez. Seguramente han intentado facilitarnos la decodificación todo lo posible. Ahora queda por ver si nuestro intelecto puede llegar a comprender su respuesta.

Centro de Inteligencia Conjunta

Weaver se había propuesto lo imposible. Pretendía ignorar y confirmar al mismo tiempo los conocimientos sobre la aparición de la vida inteligente.

Crowe le había explicado que todas las hipótesis sobre las civilizaciones extraterrestres terminaban siempre con las mismas preguntas. Una de ellas era: ¿cómo de grande o de pequeña puede llegar a ser una criatura inteligente? En los círculos del SETI, que apostaban por la posibilidad de las comunicaciones interestelares, se filosofaba principalmente sobre seres que dirigían la mirada al cielo, tomaban conciencia de la existencia de otros mundos y en algún momento decidían establecer contacto. Con una probabilidad lindante con la seguridad, estos seres vivían sobre tierra firme, lo que ponía claros límites al desarrollo de su estatura.

Una de las últimas conclusiones de los astrónomos y exobiólogos era que para desarrollar temperaturas de superficie dentro de las cuales pudiera en el transcurso de uno a dos mil millones de años desarrollarse vida inteligente, un planeta no podía poseer menos del 85 % ni más del 133 % de la masa de la Tierra. De las medidas de estos supuestos planetas resultaban diversas situaciones en lo referente a la fuerza de gravedad, lo que a su vez permitía sacar conclusiones sobre la constitución física de las especies que los habitaran. En teoría, en un planeta similar a la Tierra un ser vivo podía crecer de modo ilimitado. En la práctica, su crecimiento terminaba cuando se volvía demasiado pesado para soportar su propio peso. Por supuesto, los dinosaurios habían tenido huesos desmesuradamente grandes, pero de alguna manera su cerebro había salido perjudicado: todo su organismo parecía solamente orientado a vagar por la zona y comer. Por eso, en el caso de seres ágiles e inteligentes, la regla empírica era que no se suponía que crecieran más de diez metros.

Más interesante era la pregunta por el límite inferior del crecimiento. ¿Las hormigas podían desarrollar inteligencia? ¿Y las bacterias? ¿Y los virus?

Este asunto interesaba a la gente del SETI y a los exobiólogos por toda una serie de motivos. Era prácticamente seguro que en el sector galáctico local no había civilizaciones similares a la humana, por lo menos no en nuestro propio sistema solar. Por eso mismo se tenía la esperanza de descubrir en Marte o en alguna de las lunas de Júpiter al menos un par de esporas y quizá incluso seres unicelulares. De modo que se buscaba la unidad mínima con aptitud funcional que pudiera calificarse de vida, con lo que obligatoriamente se llegaba a una molécula orgánica compleja, la unidad más pequeña de información y memoria con infraestructura propia que cabe imaginar... y a la cuestión de si una molécula podía desarrollar inteligencia.

Estaba claro que una molécula no podía.

Pero tampoco era inteligente la célula nerviosa aislada de un cerebro humano. Para hacer inteligente a un ser humano en proporción con el tamaño de su cuerpo, el cerebro debe componerse de aproximadamente cien mil millones de células. Un ser inteligente menor que el ser humano tal vez necesitara menos células, pero el tamaño de las moléculas de que la célula estaba compuesta seguía siendo el mismo, y por debajo de cierta cantidad de células la chispa de la inteligencia no llega. Ése es el problema en el caso de las hormigas, a las que se reconocía, desde luego, una inteligencia inconsciente, pero cuyo cerebro sencillamente dispone de una cantidad de células demasiado pequeña para producir una inteligencia superior. Además, como las hormigas no respiran por pulmones sino que llevaban el oxígeno a las células directamente desde la superficie del cuerpo, no pueden crecer —a partir de cierto tamaño la respiración por la superficie corporal dejaba de funcionar— y desarrollar un cerebro más grande. Y así terminaban, como todos los demás insectos, en un callejón sin salida de la evolución. La ciencia concluye que para un ser inteligente el límite físico inferior estaba en los diez centímetros, de modo que las oportunidades de encontrar un Aristóteles con patitas de insecto era casi nula, por no hablar de uno unicelular.

Weaver era consciente de todo esto cuando programó el ordenador para que pusiera en consonancia de modo razonable seres unicelulares e inteligencia.

Pocas horas después del descubrimiento del laboratorio, en el
Independence
reinaba el escepticismo en cuanto a si la gelatina era realmente inteligente. Los unicelulares no eran creativos y no desarrollaban conciencia propia. Era cierto que una masa relativamente grande de unicelulares en teoría equivalía a un cerebro o a un cuerpo con células corporales. La cosa de la isla de Vancouver a la que se habían acercado las ballenas estaba formada sin duda por miles de millones de células. ¿Pero podía por ello pensar? Y aunque así fuera, ¿cómo aprendía? ¿Cómo se comunicaban las células? ¿Qué era lo que hacía que de un conglomerado de células surgiera un todo superior?

¿Por qué había tenido tal consecuencia en el ser humano?

Esa gelatina, o era únicamente una masa informe o tenía algún truco.

Había logrado manejar ballenas y cangrejos.

¡Tenía que haber algún truco!

Kurzweil Technologies había desarrollado programas informáticos para componer una inteligencia artificial a partir de miles de millones de unidades electrónicas de memoria que simulaban neuronas y, por lo tanto, un cerebro. En todo el mundo se trabajaba ya a distintos niveles con inteligencia artificial. Era capaz de aprender y en cierto modo era capaz de un perfeccionamiento propio, creativo. Hasta ahora ningún científico pretendía haber creado nada parecido a la conciencia, pero la pregunta que flotaba en el ambiente era a partir de qué momento se convertía en vida un conglomerado de unidades mínimas idénticas. Y si en realidad era posible crear vida de ese modo.

Weaver se había puesto en contacto con Ray Kurzweil, de modo que ahora disponía de un cerebro artificial de última generación. Hizo una copia de seguridad, desmenuzó el original en sus distintos componentes electrónicos, cortó los enlaces de información y lo transformó en un banco de unidades mínimas carente de estructura. Imaginó qué pasaría si desarticulase del mismo modo un cerebro humano y qué tendría que suceder para que las células volvieran a constituir un todo pensante. Al cabo de un rato poblaban su ordenador miles de millones de neuronas electrónicas, diminutos espacios de memoria sin conexión entre sí.

Luego imaginó que no eran espacios de memoria sino seres unicelulares.

Miles de millones de unicelulares.

Planificó los próximos pasos. Cuanto más se acercara a la realidad, mejor. Después de meditar un rato programó un espacio tridimensional y lo dotó de las propiedades físicas del agua. ¿Cuál era el aspecto de los seres unicelulares? Tenían todo tipo de formas: de bastoncillo, triangular, de estrella, con y sin flagelos; pero probablemente lo mejor era decidirse en principio por lo más simple. Redondos, así estaba bien. De modo que redondos. De momento ya tenían forma. Mientras los del laboratorio no obtuvieran otros conocimientos, en principio serían redondos.

Poco a poco el ordenador fue transformándose en un océano. Los seres unicelulares virtuales de Weaver vivían en un mundo por el que podían desplazarse girando. Quizá tuviera que ponerse a programar corrientes, hasta que el espacio virtual se correspondiera en todos sus detalles con las profundidades marinas. Pero ya habría tiempo para eso. Lo prioritario era que respondiera a las preguntas centrales.

Weaver miró absorta la pantalla.

Tantas unidades... ¿Cómo podía surgir de allí un ser pensante? El tamaño no era importante. Para los seres que vivían en el agua no regía la regla empírica del tamaño físico máximo, pues allí imperaban relaciones de peso diferentes. Un ser acuático inteligente podía ser muchísimo mayor que cualquier organismo que viviera en tierra. En los escenarios de SETI apenas aparecían civilizaciones acuáticas, pues no podía llegarse hasta ellas mediante ondas de radio y probablemente no desarrollaran ningún interés por el espacio y por otros planetas. ¿O iban a cruzar el espacio en acuarios voladores? Y sin embargo ahora era exactamente ése el escenario que necesitaban.

Cuando, media hora después, Anawak entró en el JIC la encontró mirando todavía absorta la pantalla, la frente llena de arrugas. Ella se alegró de verlo. Desde su regreso de Nunavut habían charlado mucho sobre sus respectivos pasados. Anawak parecía consciente de sí y lleno de seguridad. El indio triste del bar del Château se había perdido en algún lugar del Ártico.

—¿Cuánto has avanzado? —le preguntó.

—Nudos en el cerebro. —Sacudió la cabeza—. No sé por dónde empezar.

—¿Cuál es el problema?

Le contó lo que había hecho. Anawak la escuchó sin interrumpirla y luego dijo:

—Es obvio por qué no avanzas. Eres excelente en simulaciones por ordenador, pero te faltan un par de conocimientos básicos de biología. Lo que hace que un cerebro sea una unidad pensante es su estructura. Las neuronas de nuestro cerebro son en gran medida homogéneas, es el modo en que se conectan lo que las hace pensar. Es como... hmm. Vamos a ver. Imagínate el plano de una ciudad.

—De acuerdo. Londres.

—Y ahora imagínate que todos los edificios y las calles pierden su adherencia y comienzan a rodar y a mezclarse espontáneamente. Un caos. Luego los vuelves a ensamblar. La cantidad de variantes es infinita, pero sólo de una de ellas surge Londres.

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