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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (110 page)

BOOK: El quinto día
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—De acuerdo, pero ¿cómo sabe cada edificio cuál es su lugar? —Weaver suspiró—. No. Empecemos de otro modo. No importa de qué modo se conecten entre sí las células en el cerebro. ¿Por qué en conjunto dan como resultado algo que puede más que la suma de las partes?

Anawak se frotó la barbilla.

—¿Cómo te lo podría explicar...? Veamos, volvamos a nuestra supuesta ciudad. Allí un edificio es construido por... digamos, mil obreros. Todos son iguales; por ejemplo, están clonados.

—Dios mío, eso no es Londres.

—Cada uno de ellos tiene una tarea especial, tiene que ejecutar determinadas maniobras. Pero ninguno conoce el plan completo. Sin embargo, todos juntos construyen el edificio. Si intercambiaras algunos, habría desperfectos. Diez obreros que forman una cadena para pasarse ladrillos se confunden si de pronto uno de ellos es sustituido por otro que tiene que ajustar tornillos.

—Entiendo. Mientras cada uno esté en su sitio, la cosa funciona.

—Interactúan.

—Y, sin embargo, por la noche cada uno se va a su casa.

—Se disgregan. Cada uno se va en su propia dirección. A la mañana siguiente todos vuelven a aparecer en la obra, y siguen. Puedes decirme que funciona porque alguien distribuye a los obreros, pero sin ellos no se podría construir el edificio. Una cosa condiciona a la otra. Del plan surge la interacción, y de ahí surge a su vez el plan.

—Por lo tanto hay un planificador.

—O los obreros son el plan.

—Entonces cada obrero tendría que estar codificado de modo ligeramente diferente que su colega. Y lo está.

—Correcto. Es decir que los obreros son iguales sólo en apariencia. Bien, sigamos un poco más adelante. De acuerdo, hay un plan y, de acuerdo, están codificados. Pero ¿qué hace falta para que de allí surja una red?

Weaver pensó.

—¿La voluntad de participar?

—Algo más simple.

—Hum. —De pronto comprendió lo que quería decir Anawak—. Comunicación. En un lenguaje que entiendan todos. Un mensaje.

—¿Y qué dice ese mensaje por la mañana, cuando todos se levantan de la cama?

—Voy a la obra, a trabajar.

—¿Y...?

—Sé cuál es mi sitio.

—Correcto. Bueno, son obreros, poco adecuados para una conversación compleja. Tipos que trabajan duro. Sudan constantemente, sudan incluso de noche en la cama y por la mañana cuando se levantan, y todo el día. ¿Cómo se reconocen entre sí?

Weaver lo miró e hizo una mueca.

—Por el olor a transpiración.

—¡Bingo!

—Mira que tienes fantasía.

—Oliviera tiene la culpa —dijo Anawak riéndose—. Hoy ha hablado de esa bacteria que forma colonias...
Myxococcus xanthus
. ¿Te acuerdas? Una despide un aroma concreto y, entonces, todas se juntan.

Weaver asintió. Aquello tenía sentido. El aroma era una posibilidad.

—Voy a pensarlo a la piscina —dijo—. ¿Vienes?

—¿A nadar? ¿Ahora?

—¿A nadar? ¿Ahora? —replicó burlona—. Verás, es que normalmente no estoy encerrada en una habitación sentada sin moverme.

—Pensé que era normal en los entusiastas de la informática.

—¿Tengo aspecto de entusiasta de la informática? ¿Pálida y fofa?

—Oh, con toda seguridad eres la visión más pálida y fofa que he visto en mi vida —sonrió Anawak.

Weaver notó el fulgor de sus ojos. Era un hombre pequeño y compacto, no era precisamente George Clooney; pero en ese momento le pareció alto, seguro de sí mismo y guapo.

—Idiota —dijo con una sonrisa.

—Gracias.

—Sólo porque te pasas media vida en el agua crees que las personas dedicadas a la informática están atornilladas a una silla. La mayoría de las cosas las hago al aire libre. Con la cabeza, León. El ordenador portátil en el equipaje y en marcha. También se puede escribir en un lugar en pendiente. Es algo que me produce contracciones musculares, se me ponen los hombros como vigas de acero.

Anawak se levantó y se colocó detrás de ella. Por un momento Weaver pensó que se iba. Luego sintió de golpe sus manos en los hombros. Los dedos se deslizaban por los músculos de su nuca, los pulgares friccionaron la zona de los omóplatos.

Le estaba haciendo un masaje.

Weaver sintió que se contraía. No estaba segura de que le gustara.

Sí, le gustaba. Sólo que no sabía muy bien si era lo que quería.

—No tienes contracciones —dijo Anawak.

Tenía razón. ¿Por qué lo había dicho?

En el momento en que se levantó de la silla con cierta brusquedad y las manos de Anawak se apartaron de ella, supo que estaba cometiendo un error. Que le hubiera gustado más quedarse sentada y dejarle hacer. Pero probablemente ya había cortado la situación con cierta brusquedad.

—Bueno, pues voy —dijo turbada—. A nadar.

Anawak

Inseguro, se preguntó qué había salido mal. Le hubiera gustado ir con ella a nadar, pero de repente el clima había cambiado. Tal vez tendría que haberle pedido permiso antes de empezar a masajearle los hombros. O quizá hubiera evaluado mal todo el asunto desde el principio.

«Es que eres torpe para estas cosas —pensó—. Quédate con tus ballenas, estúpido esquimal».

Dejó que se fuera y pensó en buscar a Johanson para seguir analizando con él la inteligencia de los unicelulares. Pero de algún modo se le habían quitado las ganas. Así que decidió echar una mirada al CIC, que estaba al lado. Greywolf y Delaware pasaban allí buena parte de su tiempo observando y analizando los sonidos de las escuadras de delfines. Pero en el CIC lo único que había para ver eran las transmisiones de las cámaras del casco. Los monitores sólo mostraban las oscuras aguas. No había pasado mucho desde que las orcas rodearan el buque, aquella mañana, pero parecía que ya se habían ido. Shankar estaba sentado solo, con unos auriculares enormes, frente al monitor; por su superficie se deslizaban series de números mientras él escuchaba las profundidades. Uno de los hombres que estaban frente a las pantallas le explicó que Greywolf y Delaware estaban en la cubierta del pozo para cambiar el MK-6 por el MK-7.

Así que bajó por el túnel de la rampa y llegó a la desierta cubierta del hangar. Hacía frío y había corriente; iba a seguir de largo pero algo lo detuvo. Aunque por las aberturas como portones de los montacargas exteriores entraba luz natural, la atmósfera estaba dominada por la penumbra pálida y amarillenta de las luces de vapor de sodio. Trató de imaginarse el inmenso pabellón repleto de helicópteros y aviones a reacción Harrier, vehículos, cargamento y equipos, todo estacionado a pocos centímetros de distancia, con el espacio justo para introducirse por una puerta, una ventanilla o un agujero; los jeeps y las carretillas elevadoras subiendo y bajando por la rampa, rechinando ruidosos; cientos de
marines
incansables que, en cuanto la aeronave llegaba al techo, controlaban en este lugar, rápidos y concentrados, las armas y los equipos; en definitiva, el engranaje de la poderosa maquinaria que era el
Independence
.

El vacío de ese espacio inmenso era absurdo. Inútil. Las oficinas desocupadas entre las cuadernas. Las lámparas amarillas que había en el entramado de vigas de acero del techo alto y sombrío sólo se iluminaban a sí mismas. Las tuberías que recorrían las paredes llevaban a la nada. Y por todas partes letreros de advertencia. ¿Para quién?

—A veces, cuando no queda sitio en el gimnasio, colocamos aquí también un par de cintas para correr —le había dicho Peak en Norfolk, mientras recorrían juntos el buque—. Resulta muy agradable. —Se había quedado parado arrugando la frente como si buscara algo. Y luego había añadido—: Detesto ver este hangar tan vacío. Detesto que estén vacíos los espacios que no deberían estarlo. De alguna manera, detesto toda esta misión.

Fue la única vez que vio así a Peak.

«El espacio más vacío —pensó Anawak— siempre está en uno mismo».

Cruzó el pabellón sin prisas y salió a la plataforma del montacargas de babor. El ascensor se extendía sobre las olas como una soleada terraza de generosas proporciones. Se apoyaba en rieles verticales a ambos lados de la abertura del portón. Dos helicópteros grandes con las palas de los rotores plegadas tenían espacio suficiente en la superficie de más de ciento cuarenta metros cuadrados para ser elevados de la cubierta del hangar al techo. Anawak entrecerró los ojos; el viento soplaba con fuerza. Una ráfaga fuerte podía levantarlo súbitamente y llevarlo más allá del borde, que no tenía ni una sola barandilla. Lo que había eran redes de protección en torno al elevador. Las redes rodeaban todo el buque en forma de anillo para que una tormenta o la expulsión de gases de las aeronaves no tiraran a nadie al mar.

De todos modos era un lugar arriesgado.

Diez metros más abajo el mar se agitaba.

La visibilidad seguía siendo difusa, pero la lluvia de partículas de hielo había cesado. Hasta donde la vista alcanzaba, el agua estaba veteada por franjas de espuma. Un mar de color pizarra, con vetas blancas, que subía y bajaba permanentemente. Un desierto.

Qué extraño. Más de la mitad de su vida se había refugiado en el moderado clima de la costa oeste canadiense. Ahora el destino lo había llevado dos veces seguidas hasta el hielo.

El viento le agitaba el pelo. Sintió que la piel se le iba insensibilizando por el frío. Se puso las manos ante la boca y exhaló su respiración caliente.

Luego entró.

Laboratorio

Johanson prometió a Oliviera una buena mariscada cuando todo hubiera pasado. Luego pescó un cangrejo del simulador con ayuda del
Spherobot
. Sosteniendo con la pinza al animal casi inmóvil, el robot esférico regresó flotando al garaje, donde ya estaban preparadas las cajas con cierre hermético y recubrimiento de PVC. Era extraño ver cómo la máquina sostenía al cangrejo lejos de sí con evidente repugnancia, lo dejaba caer en la caja y la cerraba.

Un pequeño robot asqueado por las circunstancias.

La caja fue transportada por una esclusa a un espacio seco y rociada con ácido peroxiacético, lavada con agua, expuesta a un chorro de sosa cáustica y sacada del simulador por otra esclusa. Por mortalmente contaminada que estuviera el agua del simulador, la caja ahora estaba limpia.

—¿Está segura de que se las puede arreglar sola? —preguntó Johanson. Tenía una conferencia telefónica con Bohrmann, que estaba en La Palma preparando la trompa aspiradora.

—No hay problema. —Oliviera cogió el recipiente con el cangrejo—. Y si lo hay, gritaré. Con la esperanza de que sea usted quien venga en mi auxilio y no el imbécil de Rubin.

Johanson sonrió satisfecho.

—¿De modo que compartimos una antipatía?

—En realidad no tengo nada contra Mick —dijo Oliviera—. Sólo que está condenadamente empeñado en conseguir el Nobel.

—Sí, yo creo lo mismo... ¿Qué hay de usted?

—¿Qué pasa conmigo?

—¿No le apetece recibir unos laureles? Si sobrevivimos, todos nosotros vamos a tener un poco de fama.

—No tendría nada en contra de un par de fiestas. La ciencia es demasiado árida. —Oliviera se detuvo—. Por cierto, ¿dónde está?

—¿Quién? ¿Rubin?

—Sí, quería estar presente cuando yo hiciera el análisis de ADN en el laboratorio de máxima seguridad.

—Entonces puede estar contenta.

—Lo estoy, pero de todos modos me pregunto por dónde anda.

—Estará haciendo algo productivo —dijo Johanson conciliador—. Quiero decir que no es mal tipo. No huele mal, no ha matado a nadie y ha merecido un montón de distinciones. Mientras nos haga avanzar, no tiene por qué gustarnos.

—¿Y lo hace? ¿Le parece que hasta ahora ha hecho algo productivo?

—Pero, señora mía. —Johanson abrió las manos—. A una buena idea le importa un carajo quién la tiene.

Oliviera sonrió.

—El gran autoengaño de los que están en segundo plano. —Se encogió de hombros—. Bueno, que haga lo que quiera. Quién sabe para qué sirve lo que hace.

Sedna

Anawak se acercó al borde de la dársena.

La cubierta todavía estaba llena. Vio a Delaware y Greywolf con trajes de neopreno moviéndose en el agua y quitando los arneses a los delfines. El pabellón estaba lleno de ruido. Más cerca de la popa estaban bajando del techo uno de los batiscafos
Deepflight
. Roscovitz y Browning vigilaban la maniobra desde la consola de control. Su casco chato, parecido al de una nave espacial, bajó lentamente hasta tocar la superficie del agua y quedó balanceándose suavemente. En el fondo del agua encrespada se veían las luces de la esclusa.

Roscovitz miró hacia donde estaba Anawak.

—¿Va a salir? —preguntó Anawak.

—No. —El jefe de la base de inmersión señaló el vehículo submarino—. Este bebé tiene una avería. Algo en el mando vertical.

—¿Es grave?

—No es gran cosa, pero es mejor prestarle atención.

—Es con el que estuvimos fuera, ¿no?

—No se asuste, no ha roto nada. —Roscovitz se rió—. Posiblemente sea un defecto del
software
. En un par de horas todo volverá a estar en orden.

Un chorro de agua salpicó las piernas a Anawak.

—¡Eh, León! —Delaware le sonrió desde la dársena—. ¿Qué haces ahí parado? ¡Ven!

—Buena idea —dijo Greywolf—. Podrías hacer algo productivo.

—Arriba hacemos muchas cosas productivas —respondió Anawak.

—Sin duda. —Greywolf acarició a uno de los delfines, que se pegaba a él y emitía unos sonidos bajos como graznidos—. Toma uno de los trajes.

—Sólo quería pasar un momento a veros.

—Muy amable. —Greywolf dio una palmadita al delfín y vio cómo se alejaba—. Pues ya nos has visto.

—¿Alguna novedad?

—Estamos terminando con la segunda escuadra —dijo Delaware—. MK-6 no ha registrado nada extraordinario, aparte de lo de esta mañana, cuando anunciaron la presencia de las orcas.

—Y lo hicieron antes de que las viera la electrónica —observó Greywolf no sin orgullo.

—Sí, tienen un sonar...

Anawak recibió un segundo chorro, esta vez de uno de los animales, que saltó del agua como un torpedo y lo bañó. Al parecer aquello era para el delfín una gran diversión. Hacía todo tipo de ruiditos y estiraba el morro.

—No te esfuerces —le dijo Delaware al animal como si pudiera entenderla—. León no se mete. Se le congelaría el culo, y es que no es un auténtico inuk, sino un fanfarrón. De ninguna manera puede ser un inuk. De lo contrario, ya estaría hace rato...

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