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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (68 page)

BOOK: El quinto día
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—Claro. —Peak se permitió sonreír—. Cada vez que se habla de eso, Vanderbilt se queda como paralizado.

—Es comprensible. La CÍA odia no poder clasificar la información. ¿Se ha presentado ya?

—Está anunciado.

—¿Anunciado? ¿Qué significa eso?

—Está en el helicóptero.

—Siempre me desconcierta la capacidad de carga de nuestras aeronaves, Sal. Si tuviera que transportar por el aire a ese lechón me sudarían las manos. Pero es igual. Si hace su entrada en el Château
Whistler
algún conocimiento revolucionario antes de que hayamos podido abrir la boca, hágamelo saber.

—¿Cómo lograremos que todos se comprometan a callarse? —dijo Peak vacilante.

—Ya lo hemos hablado mil veces.

—Ya sé que lo hemos hablado mil veces. Pero no es suficiente. Ahí abajo hay mucha gente que no está acostumbrada a guardar secretos. Tienen familia y amigos. Se les echarán encima miles de periodistas haciéndoles preguntas.

—No es nuestro problema.

—Podría llegar a ser nuestro problema.

—Los haremos entrar en el ejército. —Li abrió las manos—. Entonces quedarán sujetos a la ley marcial: al que abre el pico se lo fusila.

Peak se quedó sorprendido.

—Era un chiste, Sal. —Li le hizo un guiño—. ¡Sólo era un chiste!

—No estoy de humor para chistes —respondió Peak—. Sé muy bien que a Vanderbilt le gustaría someter a todo el grupo a las leyes militares, pero eso entra dentro del terreno de la fantasía. Por lo menos la mitad son extranjeros, la mayoría europeos. Si violan los acuerdos no podemos enmendarles la plana.

—Bueno, haremos como si pudiéramos.

—¿Quiere presionarlos? No funciona. Hasta ahora nadie ha cooperado bajo presión.

—¿Y quién habla de presión? Dios mío, Sal, siempre buscando problemas. Ellos quieren ayudar. Y se callarán. Y si además creen que los van a meter en la cárcel por incumplir el compromiso de confidencialidad, mejor. La fe fortalece.

Peak la miró escéptico.

—¿Algo más?

—No. Creo que hemos acabado.

—Bien. Nos vemos más tarde.

Peak se fue.

Li vio cómo se iba y pensó divertida lo poco que sabía ese hombre sobre los seres humanos. Era un soldado excelente y un estratega extraordinario, pero le costaba distinguir a una persona de una máquina. Peak parecía creer que en alguna parte del cuerpo humano había un área de programación que garantizaba el cumplimiento de las instrucciones. En cierto modo, casi todos los procedentes de West Point sucumbían a esta falsa creencia. La academia militar más elitista de Estados Unidos era conocida por su despiadada disciplina, después de la cual no había más que obediencia, una obediencia incondicional que funcionaba apretando un botón. Los reparos de Peak no eran completamente erróneos, pero en lo referente a la psicología de grupo estaba equivocado.

Li pensó en Jack Vanderbilt. Era el responsable principal de parte de la CÍA. A Li no le gustaba; olía mal, sudaba y tenía mal aliento, pero trabajaba bien. Durante las últimas semanas, y muy especialmente después del devastador tsunami que había inundado el norte de Europa, el departamento de Vanderbilt había estado en plena forma. Sus componentes habían llegado a tener un panorama asombrosamente completo de todo el asunto. Dicho de otro modo, esto significaba que si bien carecían de respuestas, el catálogo de preguntas estaba completo.

Pensó si no debería enviar un comunicado provisional a la Casa Blanca. En el fondo no había muchas novedades de que informar, pero al presidente le gustaba charlar con Li porque admiraba su inteligencia. Ella lo sabía, aunque en público jamás se le escapaba una palabra al respecto. Le hubiera perjudicado. Li era una de las pocas mujeres con rango de general del ejército americano, y además su corta edad bajaba de modo espectacular la edad promedio de la estructura del mando. Sólo por eso ya resultaba sospechosa para muchos militares y políticos de alto rango. Su intimidad con el hombre más poderoso del mundo no contribuía precisamente a mejorar el panorama, de modo que Li perseguía su meta con el máximo cuidado. Jamás se ponía en primer plano. Nunca aludía a la relación que tenía con el presidente ni contaba que a él no le gustaba que calificaran de complejo un problema, porque la complejidad era ajena a su pensamiento. Que la mayoría de las veces era ella quien le explicaba el mundo complicado con palabras sencillas. Que cuando el criterio del secretario de Defensa o del consejero de Seguridad le resultaba ininteligible, le preguntaba a Li, y que ella en seguida le explicaba, además, la posición del Departamento de Relaciones Exteriores.

Bajo ninguna circunstancia se hubiera permitido Li reclamar en público la autoría intelectual de las ideas del presidente. Si le preguntaban, decía: «El presidente cree que...» o «La opinión del presidente al respecto es...». A nadie tenía por qué interesarle que era ella quien transmitía al amo de la Casa Blanca cultura y formación, que ampliaba sus límites intelectuales y le suministraba pareceres y opiniones.

De todos modos, los miembros del círculo íntimo lo sabían. Lo importante era ser reconocido en el momento adecuado, como la había reconocido el general Norman Schwarzkopf en 1991, en la guerra del Golfo: una estratega sumamente inteligente, con dotes táctico-políticas y que no se dejaba amedrentar por nada ni por nadie. Ya por aquel entonces Li tenía un historial asombroso: primera titulada femenina de West Point, estudios de Ciencias Naturales, cursos de oficial de navío, asistencia a la Academia de Estado Mayor del Ejército y a la Academia de Guerra y doctorado en Política e Historia en la universidad de Dukes. Schwarzkopf la protegió, se ocupó de que la invitaran a seminarios y conferencias y de que conociera a las personas adecuadas. Sin interesarse él mismo por la política,
Stormin' Norman
, como se llamaba a Norman Schwarzkopf desde la guerra del Golfo, le allanó el acceso a ese mundo intermedio en que el límite entre lo militar y lo político se borraba y volvía a barajarse.

Inicialmente, su poderosa protección le valió el puesto de subcomandante del Ejército Aliado en la Europa central. En poco tiempo, Li obtuvo gran popularidad en los círculos diplomáticos europeos. Su educación, su formación y su talento natural la beneficiaban. El padre de Li, americano, provenía de una respetada familia de generales y había tenido un papel destacado en el Comité de Seguridad de la Casa Blanca, hasta que tuvo que retirarse por razones de salud. Su madre, china, tocaba brillantemente el violoncelo en la Ópera de Nueva York y tenía también varias grabaciones en su haber. Ambos pretendían de su única hija más de lo que habían pretendido de sí mismos. Judith recibió clases de ballet y de patinaje artístico y aprendió a tocar el piano y el violoncelo. Acompañó a su padre en viajes por Europa y Asia y se formó tempranamente una idea de la diversidad cultural. Las particularidades étnicas y los trasfondos históricos ejercían sobre ella una fascinación irresistible, de modo que acribillaba a la gente a preguntas, preferentemente en su lengua nativa. A los doce años había perfeccionado el mandarín, la lengua de su madre; a los quince hablaba con fluidez alemán, francés, italiano y español; y a los dieciocho se hacía entender bastante bien en japonés y coreano. Sus padres eran sumamente rigurosos en cuanto a los modales, la vestimenta y el respeto a las normas sociales, mientras que en otras cuestiones mostraban una tolerancia casi desconcertante. Los principios presbiterianos del padre y la filosofía vital de tipo budista de la madre convivían en ella con tanta armonía como en el propio matrimonio.

Pero lo más asombroso fue que su padre, al casarse, había decidido adoptar el apellido de su mujer, lo que supuso un prolongado enfrentamiento con las autoridades. Este gesto para con la mujer a quien amaba, que había abandonado su país por amor, hacía que Judith Li sintiera por él una ardiente admiración. Era un hombre de contrastes, con opiniones en parte liberales y en parte de republicano ultraconservador, pero siempre irrefutables. A alguien con un carácter menos fuerte, el afán de esta familia por ser perfectos en todas las disciplinas tal vez le hubiera destruido, pero a ella la hizo crecer. La muchacha se saltó dos años en el colegio, obtuvo brillantemente su título en la universidad y cultivó la convicción de que podía llegar a ser lo que quisiera, incluso presidente de los Estados Unidos de América.

A mediados de los noventa le ofrecieron el puesto de subdirectora de Operaciones y Planificación de Misiones en el Departamento de Guerra, y al mismo tiempo un cargo de profesora de historia en West Point. Ahora estaba muy cotizada en el Departamento de Defensa. Además en ciertos círculos se apreció su gran interés por la política. Sólo le faltaba un éxito militar decisivo. El Pentágono daba importancia a la experiencia bélica antes de abrir el camino a puestos administrativos superiores, y Li deseaba de todo corazón una buena crisis global. No tuvo que esperar mucho. En 1999 la nombraron subcomandante en el conflicto de Kosovo, y quedó definitivamente inscrita en el libro de los héroes.

De vuelta al país recibió el puesto de comandante general en Fort Lewis y la convocatoria para el Comité de Seguridad del presidente, tras haberle impresionado hondamente con un informe que escribió sobre la seguridad nacional. Allí, Li defendía una posición dura. De hecho, en muchos aspectos su pensamiento incluso era algo más inflexible que el de la administración republicana, pero sobre todo era un pensamiento patriótico. Pese a tener tanto mundo, consideraba que ciertamente no había un país mejor y más justo que los Estados Unidos de América, y en este sentido había dado respuesta a una serie de cuestiones peliagudas.

De pronto se vio en el centro del poder.

Li, la perfeccionista de sangre fría, conocía muy bien al animal que acechaba en ella: la emocionalidad caliente, indomable, que en su situación podía serle tan útil como peligrosa, según cuál fuera su próximo paso. En tales circunstancias debía vedarse todo asomo de vanidad o exhibición exagerada de sus capacidades. Era suficiente con que algunas noches cambiara el uniforme por el vestido de noche sin tirantes en la Casa Blanca y que interpretara a Chopin, a Brahms y a Schubert para su cautivada audiencia; con que supiera guiar al presidente bailando en las fiestas de gala hasta que él creyera flotar como Fred Astaire; con que cantara a la familia y a los viejos amigos republicanos canciones de la época de los fundadores. Esta parte de la puesta en escena era sólo suya. Entabló hábilmente estrechas relaciones personales, compartía el entusiasmo por el béisbol del secretario de Defensa y el de la secretaria de Relaciones Exteriores por la historia europea, cada vez aceptaba más invitaciones privadas y pasaba fines de semana enteros en el rancho presidencial.

Exteriormente mantuvo su modestia. En cuestiones políticas se reservaba su opinión personal. Atendía tanto a los militares como a la política, se mostraba culta, encantadora y segura e iba siempre correctamente vestida, pero jamás tiesa o engreída. Le atribuían una serie de relaciones con hombres muy influyentes, pero en realidad no las tenía. Li ignoraba por completo lo que se decía de ella. Ninguna pregunta podía quitarle la calma. Alimentaba a periodistas, diputados y subalternos con bocados bien digeribles de certeza y convicción, estaba siempre perfectamente organizada y preparada, memorizaba enormes cantidades de detalles y los sacaba a relucir, como si fueran archivos, reducidos a fórmulas claras y asequibles.

Aunque no tenía ni idea de lo que estaba pasando en los océanos, también esta vez pudo transmitir a su presidente un panorama claro de la situación. Redujo el voluminoso informe de la CÍA a unos pocos puntos decisivos. En consecuencia, ahora estaba en el Château
Whistler
, y sabía muy bien lo que eso significaba.

Era el último gran paso que tenía que dar.

Tal vez sí tendría que llamar al presidente. Porque sí. A él le gustaba. Podía contarle que los científicos y expertos ya estaban reunidos, lo que significaba que habían aceptado la invitación informal de Estados Unidos, aunque en sus países tenían muchísimo que hacer. O que la NOAA había confirmado similitudes entre ruidos no identificables. Estas cosas le gustaban al presidente, sonaban a «señor, hemos avanzado un poco». Por supuesto, no podía esperar que él conociera el significado de
Bloop
4
y
Upsweep
5
y por qué la NOAA creía haber descifrado el origen de
Slowdown
6
. Todo eso descendía al detalle en exceso y tampoco era necesario. Unas palabras de optimismo referentes a la conexión por satélite a prueba de escuchas y el presidente se sentiría feliz, y si se sentía feliz era útil.

Decidió llamarlo.

Nueve pisos más abajo, León Anawak reparó en un hombre bien parecido, de cabello entrecano y barba que cruzaba la explanada en dirección al hotel. Lo acompañaba una mujer pequeña, de hombros anchos, bronceada y vestida con vaqueros y chaqueta de cuero. Anawak calculó que no llegaba a los treinta años. Unos bucles de color castaño le caían por los hombros y la espalda. Los dos recién llegados llevaban equipaje, del que en ese momento se hacía cargo el personal del hotel. La mujer habló brevemente con el barbudo, miró a su alrededor y clavó un segundo la mirada en Anawak. Se apartó los rizos de la frente y desapareció por la entrada.

Anawak, ensimismado, se quedó mirando el sitio en que hasta hacía un momento había estado ella. Luego echó atrás la cabeza, se protegió los ojos de la luz del sol, que caía oblicua, y paseó la mirada por la fachada neoclásica del Château.

El hotel de lujo correspondía al sueño que todos habían tenido alguna vez con Canadá. Tomando la autopista 99 y bordeando la Horseshoe Bay se llegaba de Vancouver a las montañas, donde se hallaba el inmenso hotel situado entre bosques de pendiente suave y coronados por altas montañas, en cuyas cimas se veían destellos blancos incluso en los meses de verano. Las montañas de Blackcomb y
Whistler
constituían una de las zonas de esquí más bellas del mundo. Ahora, en mayo, los huéspedes acudían sobre todo a jugar al golf o a hacer caminatas. Alrededor abundaban los lagos escondidos. Se podía explorar la zona en bicicleta de montaña o llegar en helicóptero hasta las nieves eternas. El Château tenía varios restaurantes excelentes y ofrecía todas las comodidades imaginables.

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