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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (64 page)

BOOK: El quinto día
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No tenía por qué salir corriendo hacia el Fiskehuset.

Los dos viejos insistieron en darle un abrazo. Juraron que era la mujer adecuada para Kare; una mujer que no se atraganta cuando se le sirve un buen aguardiente. Lund tuvo que escuchar aún diversos cumplidos, alusiones y buenos consejos, hasta que, por fin, uno de los hermanos la acompañó a la salida. Al abrir la puerta, éste vio que arreciaba la lluvia y le dijo que no podía marcharse sin paraguas. Lund trató de explicarle que nunca utilizaba paraguas porque era parte de su trabajo andar al aire libre con independencia del tiempo que hiciera. Pero habría sido como hablarles a las paredes: el viejo fue a buscar un paraguas. Tras un nuevo abrazo pudo escaparse de las atenciones de los destiladores y comenzó a andar bajo la lluvia en dirección al restaurante, con el paraguas cerrado en la mano derecha.

«La que se nos viene encima», pensó.

El cielo estaba más oscuro y el viento soplaba con creciente intensidad. Se apresuró. ¿No se había propuesto hacía un momento tomarse su tiempo? «No puedes hacer nada despacio —pensó—. Johanson tiene toda la razón. Vives a velocidad de vértigo».

Bueno, qué importaba. Ella era así, y además ahora quería encontrarse con el hombre al que había decidido amar.

Oyó una leve señal. Se detuvo. ¡Era el móvil! ¡La estaba llamando! Maldita sea, ¿cuánto tiempo hacía que estaba sonando? Nerviosa, bajó la cremallera de su chaqueta y buscó el teléfono. Probablemente ya la había llamado varias veces, pero en la bodega no debía de haber cobertura.

Allí estaba. Lo sacó de un tirón y contestó esperando escuchar la voz de Kare.

—¿Tina?

Se quedó perpleja.

—Sigur. Oh, yo... me alegro de que llames, yo...

—¿Por qué no contestabas, maldita sea? Te he estado llamando sin parar.

—Lo siento, yo...

—¿Dónde estás ahora?

—En Sveggesundet —dijo titubeando. La voz de Johanson sonaba como una distorsión atmosférica; al parecer estaba hablando en un lugar con fuertes resonancias, pero había algo más. Algo que nunca había percibido en su voz y que le daba miedo—. Estoy caminando por la playa; hace un tiempo terrible, pero ya me conoces...

—¡Sal de ahí!

—¿Qué?

—Debes irte.

—¡Sigur! ¿Estás loco?

—En seguida. ¡Ya! —Johanson seguía hablando, sin aliento. Sus palabras repiqueteaban en ella como la lluvia, distorsionadas por murmullos y ruidos atmosféricos, de modo que al principio creyó haber entendido mal. Luego empezó a comprender lo que le decía y por un instante sus piernas parecieron volverse de goma.

—No sé dónde está el epicentro —chilló Johanson—. Probablemente, la ola tardará en llegar hasta la playa, pero no importa, no tienes tiempo. ¡Vete, por Dios! ¡Márchate de allí!

Miró hacia el mar.

La tormenta empujaba olas enormes.

—¿Tina? —gritó Johanson.

—Yo... de acuerdo. —Inspiró y llenó los pulmones de aire—. ¡De acuerdo!

Tiró el paraguas y empezó a correr.

Entre las gotas de lluvia distinguió las luces del restaurante, amarillas e invitadoras. «Kare —pensó—. Necesitamos un coche, el tuyo o el mío.» Ella había dejado el jeep quinientos metros más arriba del restaurante pero, al lado del Fiskehuset, Kare tenía algunos sitios para estacionar donde generalmente aparcaba su camioneta. Mientras corría trató de ver si la camioneta estaba allí. La lluvia se le metía en los ojos, y ella se secaba furiosa. Luego se acordó de que los sitios que correspondían al restaurante estaban del otro lado del edificio y que no podía verlos desde donde estaba, así que corrió más de prisa.

Entre el ulular del viento y el estruendo del oleaje se oyó de repente otro ruido. Una especie de gran succión.

Volvió la cabeza sin dejar de correr.

Estaba sucediendo algo inimaginable. Lund dio un traspiés y no pudo sino detenerse y mirar cómo desaparecía el mar, como si hubieran sacado el tapón del fondo. Apareció una superficie de suelo negro, accidentado, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

El mar se retiraba como a cámara lenta.

Luego Lund escuchó un trueno.

Parpadeó y volvió a secarse el agua de los ojos. A lo lejos, en el horizonte, se alzaba algo borroso, enorme en el centro de la tormenta, que comenzó a tomar forma lentamente. Primero creyó que se estaba levantando un frente de nubes aún más negras. Pero éste se acercaba muy de prisa, y además su borde superior era demasiado recto.

Lund dio un paso atrás involuntariamente.

Comenzó a correr otra vez.

Sabía que sin coche estaba perdida. Justo detrás del pueblo, en dirección al continente, un camino llevaba a zonas más altas. Lund respiraba regular y profundamente para reprimir el pánico que afloraba, y sentía la adrenalina inyectarse en sus músculos. Tenía fuerzas suficientes para seguir corriendo sin cesar, sólo que sabía que sería inútil. La ola era mucho más rápida.

Ante ella el camino se bifurcaba: a la izquierda seguía hacia el restaurante; a la derecha un atajo ascendía desde la costa hacia el aparcamiento público donde estaba el jeep de Johanson. Si subía por allí, lograría llegar hasta el coche. Luego subiría por la loma, a todo lo que diera de sí el motor. ¿Pero qué sería de Kare si se iba? Estaría perdido. No, eso era imposible, impensable, no podía desaparecer y abandonarlo a su suerte. No quería irse sin él. Los dos viejos de la destilería habían dicho que se había ido directo al Fiskehuset. Bien, entonces estaba ahí dentro, estaba allí y la estaba esperando, y no se merecía que lo dejaran solo. Ella no se merecía estar sola. Ningún ser humano se lo merecía.

A grandes zancadas dejó atrás el desvío y se dirigió hacia al edificio iluminado. Ya no faltaba mucho para llegar al Fiskehuset. Tenía la ferviente esperanza de que la camioneta de Kare estuviera allí. El trueno se estaba acercando muy de prisa, pero ella intentaba ignorarlo para no dejarse llevar por el pánico. Ella también era rápida. Sería más rápida que esa maldita ola. Su rapidez alcanzaría para dos.

En el restaurante, la puerta de la terraza se abrió de golpe. Alguien salió corriendo, se detuvo y miró hacia el mar.

Era Kare.

Lund empezó a llamarlo. Su voz se perdió entre el ulular del viento y el tronar de la ola que se aproximaba. Sverdrup miraba absorto el mar, sin reaccionar. Pero no miró en dirección suya, a pesar de que ella gritaba desesperadamente su nombre.

Luego se marchó.

Desapareció al otro lado del restaurante. Lund soltó un gemido; siguió corriendo sin comprender. Al instante oyó débilmente a través de la tormenta el ruido de un motor que se ponía en marcha. Unos segundos después la camioneta de Kare apareció en la parte trasera del restaurante y ascendió a gran velocidad en dirección a la loma.

Casi se le para el corazón.

No podía hacer eso. No podía irse sin ella. ¡Tenía que haberla visto!

Pero no la había visto.

Kare lo lograría. Quizá.

La invadió el desaliento. Siguió corriendo, pero no en dirección al restaurante sino loma arriba, hacia el aparcamiento, sorteando matorrales y piedras. Como había dejado atrás el desvío, tenía que atravesar una zona escarpada y rocosa, por lo que no podía avanzar muy de prisa. Pero ése era el único camino que le quedaba. El jeep era su última oportunidad. Después de recorrer algunos metros llegó a una área cercada por un alambrado de dos metros de altura. Lo subió agarrándose del entramado y saltó al otro lado. Otra vez había perdido valiosos segundos durante los cuales la ola se había ido acercando. Pero a cambio vio de pronto la silueta negra del jeep tras las cortinas de lluvia, y se hallaba más cerca de lo que pensaba, al alcance de la mano.

Corrió más de prisa. El suelo rocoso se convirtió en césped. Ya tenía el cemento del aparcamiento bajo sus pies. ¡Bien! Y allí, el jeep. Tal vez cien metros más. Menos. Tal vez cincuenta.

Cuarenta.

Corre, Tina. ¡Corre!

El cemento tembló. La sangre le retumbaba y le martilleaba en los oídos.

¡Corre!

Su mano se deslizó al bolsillo de la chaqueta y agarró la llave del jeep. La suela de sus botas golpeaba contra el suelo en compases regulares. En los últimos metros se resbaló, pero no importaba, ya había llegado. Se dejó caer contra el jeep. ¡Abre, rápido!

Sintió que se le resbalaba la llave.

«No —pensó—, por favor, eso no».

Presa del pánico, tanteó el suelo, removió. Oh, Dios, ¿dónde estaba la maldita llave? Tenía que estar ahí, en alguna parte, ¡por favor!

La oscuridad descendió.

Lentamente alzó la cabeza y vio la ola.

De pronto no tuvo más prisa. Supo que era demasiado tarde.

Había vivido rápido, moriría rápido. Por lo menos esperaba que fuera rápido. A veces se había preguntado cómo sería morir, qué le rondaría a uno por la cabeza cuando reconocía que había llegado el momento y que no había salida. La muerte diría: «Aquí estoy. Tienes cinco segundos, piensa un par de cosas, lo que quieras, hoy me siento generosa; si quieres, puedes pasar revista a toda tu vida, tienes tiempo.» ¿No era así? ¿No se decía que, por ejemplo, en un coche que volcaba, frente al disparo de un proyectil o en el transcurso de una caída mortal, uno veía pasar su vida entera ante él: su infancia, su primer amor, sus mejores momentos? Todos decían que era así, así que debía de ser cierto.

Pero lo único que Lund sintió fue miedo, miedo a que la muerte le hiciera daño y ella tuviera que sufrir dolor. Y luego sintió una cierta vergüenza por tener que acabar de un modo tan lamentable. Por haberlo estropeado todo. Eso fue todo. No hubo ninguna sucesión de bellas imágenes. Ni grandes pensamientos. Ni un final digno.

Ante sus ojos, el tsunami se estrelló contra el restaurante de Kare Sverdrup, lo redujo a escombros y siguió arrasando la zona.

La pared de agua llegó al aparcamiento.

Segundos después subió la loma a toda velocidad.

La plataforma continental

Cuando la propagación de la ola alcanzó el continente circundante, ya había dejado destrozos inimaginables en el zócalo.

Una parte de las plataformas de perforación y plantas de bombeo levantadas directamente sobre el borde continental habían desaparecido en las profundidades junto con el talud desprendido. Eso solo bastó para acabar en pocos minutos con la vida de miles de personas. Pero no fue más que una muestra de lo que el tsunami ocasionó en el zócalo. Como en un choque en cadena, las masas de agua que venían empujando se apilaron en un frente vertical que ganaba altura a medida que el suelo perdía profundidad. Bajo su impacto, las estructuras de las plataformas, construidas en forma de andamios, se quebraron como si fueran palillos. En menos de quince minutos zozobraron más de ochenta plataformas, incapaces de resistir la embestida. Pero las plataformas del mar del Norte estaban preparadas para que por debajo de ellas y sin producirles daños serios pudiera pasar una ola de casi cuarenta metros (lo cual puede suceder una vez cada cien años, según las estadísticas): la causa de que fueran abatidas no fue tanto la altura de la pared de agua como la confluencia de varios factores.

En los oleajes normales ya se habían medido doce toneladas de presión por metro cuadrado. Eso alcanzaba para arrancar malecones y depositarlos en el centro de la ciudad, lanzar por los aires barcos medianos y partir en dos cargueros y buques cisterna grandes. Las olas generadas por el viento podían hacerlo. Sin embargo, el impacto de un tsunami se calculaba de otro modo. Se podría decir que frente a una ola de tsunami del mismo tamaño, hasta un oleaje así parecía inocente como un corderito.

El tsunami desatado por el deslizamiento alcanzó en el zócalo medio una cresta de hasta veinte metros, pero con esa altura podía pasar por debajo de las cubiertas de las plataformas.

Lo peor fue la energía con la que embistió las estructuras portantes.

Las plataformas petrolíferas, igual que los barcos y en general todo lo que estuviera expuesto por largo tiempo a la influencia del mar, tienen que resistir una carga definida que se expresa en años. Adoptando como referencia la ola de cuarenta metros que los constructores de plataformas esperaban una vez cada cien años, se construía la plataforma con las condiciones necesarias para que pudiera soportar esa ola. Siguiendo una lógica que no inspira mucha confianza, la plataforma recibía así la calificación de cien años de carga. Desde el punto de vista estadístico, era capaz de resistir los impactos del mar y del viento durante un siglo. Esto no significaba, por supuesto, que pudiera soportar olas extremas de forma ininterrumpida durante cien años. Incluso era posible que, a pesar de su clasificación, ni siquiera tolerara una ola grande, ya que el deterioro rara vez lo ocasionaban olas gigantescas; con mucha más frecuencia era el resultado del continuo vaivén que experimentaba la estructura debido a olas menores y a las corrientes. De este modo, en toda construcción técnica no tardaba en surgir un talón de Aquiles, cuya ubicación exacta en la mayoría de los casos era imposible de determinar. Si algún punto de la estructura ya había tenido que soportar en sus primeros diez años los impactos propios de un período de cincuenta, una ola de categoría mediana podía convertirse en un problema.

Pero la cuestión era casi imposible de resolver mediante cálculos. Los valores promedio estadísticos que se manejaban en las construcciones marítimas sólo se referían a condiciones ideales, no a la realidad. La carga media quizá tenía validez en las oficinas y en las cabezas de los constructores, pero la naturaleza no conocía promedios ni se atenía a las estadísticas. Era una sucesión de estados momentáneos y de extremos incalculables. El promedio de olas de diez metros de altura en una masa de agua era tal vez una cifra que se podía calcular, pero cuando uno se encontraba ante el ejemplar de treinta metros que la estadística no contemplaba, el valor promedio no constituía ninguna ayuda, y tenía que enfrentarse directamente a la muerte.

Cuando el tsunami barrió el paisaje de torres de acero, sobrepasó su límite de carga en un instante. Los soportes se rompieron, las soldaduras se rajaron, las estructuras superiores de las cubiertas se desplomaron. El lado británico fue el que recibió la peor parte; allí predominaban los andamios de tubos de acero, y la fuerza de impacto de la ola destrozó casi todas las construcciones u ocasionó daños considerables.

Hacía algunos años que Noruega se había especializado en pilares de hormigón armado. Por eso el tsunami encontró allí menos puntos débiles. No obstante, el desastre no fue menos terrible porque la ola lanzaba proyectiles enormes contra las torres de extracción: lanzaba barcos.

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