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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (137 page)

BOOK: El quinto día
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Se quedó agachado, asfixiado, mientras el viento le azotaba el pelo contra las orejas, y esperó que Anderson golpeara de nuevo.

CUARTA PARTE

Cuesta abajo

Según las investigaciones, a partir de cierto subnivel o metanivel el ser humano ya no está en condiciones de reconocer la inteligencia como tal. Sólo concibe como inteligencia lo que está dentro del marco de su comportamiento. Más allá de dicho marco, por ejemplo en el microcosmos, directamente la ignoraría. Del mismo modo, en una inteligencia superior, en un intelecto que supere en mucho al humano, éste sólo vería caos al no poder desenredar la compleja lógica de su sentido. Las decisiones de una inteligencia de ese tipo le resultarían incomprensibles por estar basadas en parámetros que superan la capacidad de procesamiento intelectual del ser humano. También un perro ve en un ser humano sólo el poder a que se subordina, no su intelecto. El comportamiento humano le parece un sinsentido porque nosotros actuamos en función de reflexiones que superan su percepción. Por nuestra parte, nosotros no podremos percibir a Dios, en caso de que exista, como inteligencia, porque su pensamiento podría basarse en una totalidad de reflexiones cuya complejidad se nos sustrae en gran medida. En consecuencia, desde nuestra perspectiva Dios es caótico, y por lo tanto es, desde un punto de vista práctico, el menos indicado para hacer que gane un equipo de fútbol local o para impedir las guerras. Un ser así estaría más allá de la máxima frontera posible del entendimiento humano. De ello se desprende forzosamente como interrogante si el metaser Dios está a su vez en condiciones de percibirnos como inteligencia en nuestro subnivel. Tal vez sólo seamos un experimento en una cápsula de Petri...

Samantha Crowe,
Crónicas

«Deepflight»

Pero Anderson no pegó.

Unos segundos antes los delfines habían anunciado un objeto desconocido, poniendo a la tripulación del
Independence
en estado de alarma. Al instante fue registrado también por los sistemas de sonar. Algo de forma y tamaño indefinidos que se acercaba velozmente. No hacía ruido de torpedo e ignoraban de dónde podía provenir. Lo que puso muy nerviosas a las personas del puente y de los instrumentos de control fue la circunstancia de que el objeto, además de acercarse con creciente velocidad y en absoluto silencio, ascendía perpendicularmente desde las profundidades. Se quedaron mirando los monitores y vieron que de la oscuridad del abismo llegaba algo redondo, azulado. Una esfera fluctuante de más de diez metros de diámetro que se acercó, cobró forma y se agrandó.

Cuando Buchanan dio orden de disparar sobre el extraño objeto, ya era demasiado tarde.

La esfera explotó directamente bajo el casco.

Durante los últimos minutos el gas de su interior había ido expandiéndose cada vez más, acelerando el ascenso. Ahora se acercaba a gran velocidad: una pelota de gelatina fina, estirada hasta reventar, que de pronto se rasgó por la parte superior, se abrió y quedó atrás flotando como un jirón. El gas liberado, que siguió subiendo en un remolino hacia la superficie, arrastraba consigo algo grande y rectangular.

Dando un vuelco, el
Deepflight
perdido subió de proa a toda velocidad hacia el
Independence
y le clavó en el casco sus torpedos antiblindaje.

Pasó un segundo que pareció ser una eternidad.

Luego se produjo la explosión.

Puente

El inmenso barco tembló.

En el puente, Buchanan, que había visto venir la calamidad, apenas si logró mantener el equilibrio aferrándose a la mesa de mapas. Otros no encontraron donde sujetarse y cayeron al suelo. En las salas de control situadas debajo de la isla, el temblor del barco fue tan intenso que los monitores estallaron y los equipos volaron por los aires. En el CIC, Crowe y Shankar salieron despedidos de su silla. Al cabo de un solo segundo reinó por doquier en el
Independence
un caos atroz; la penetrante alarma, que empezó a sonar súbitamente, se mezcló con el griterío, se oyó el pisar de las botas y se produjeron chirridos, vibraciones y ruidos de metal hueco, mientras por los corredores, las salas y los distintos niveles del buque se propagaba un estruendo sordo.

Pocos segundos después del impacto habían muerto la gran mayoría de las «putas del aceite», como se llama en la jerga de la marina a mecánicos y maquinistas. Donde las bodegas situadas en el centro del barco lindaban con la sala de máquinas, con sus dos turbinas de gas LM-2500, la explosión había abierto un enorme cráter. Allí, el forro del casco tenía una raja de más de veinte metros de longitud. El agua penetró con la fuerza de un taladro y mató a quienes no habían muerto al explotar el batiscafo. Los que hasta ese momento habían logrado conservar la vida, los que intentaban escapar del infierno, vieron que las compuertas se cerraban. El único modo de salvar ahora al
Independence
consistía en sacrificar a los que estaban en las catacumbas del barco, encerrándolos con las estruendosas masas de agua para impedir que se expandiera la inundación.

Elevador externo

La plataforma recibió un violento golpe. De pronto se desplazó violentamente hacia arriba y arrojó a Floyd Anderson por encima de Johanson. El primer oficial agitó los brazos, los dedos bien abiertos, pero no había donde agarrarse. Su cuerpo describió una voltereta que en otras circunstancias se podría haber considerado graciosa. Golpeó la plataforma con la frente, dio media vuelta y quedó inmóvil de espaldas, con los ojos fijos y muy abiertos.

Vanderbilt se tambaleó. La pistola se le cayó y resbaló, quedando detenida a pocos centímetros del borde. Vio que Johanson intentaba levantarse, corrió y le pegó una patada en las costillas.

El científico cayó de costado con un grito ahogado. Vanderbilt no tenía la menor idea de qué había pasado, aparte de que sólo podía ser lo peor, pero el encargo era eliminar a Johanson y estaba firmemente decidido a cumplirlo. Se agachó para cargar por la plataforma con el hombre gimiente y sangrante y arrojarlo, si podía, más allá de la red; pero repentinamente alguien se estrelló contra él desde un lado.

—¡Maldito! —gritó Anawak.

De pronto se vio frente a un par de bastones fuera de control. Anawak lo golpeaba como un poseso. Vanderbilt retrocedió. Necesitaba un momento para dominar su desconcierto. Se protegió alzando los brazos sobre la cabeza, esquivó a su atacante de costado y le pegó una patada en la rodilla.

Anawak se tambaleó y se dobló. Vanderbilt logró equilibrarse. Al conocer a Jack Vanderbilt, la mayoría de la gente se hacía una idea completamente falsa de su fuerza y su agilidad. Sólo veían su corpulencia. Pero en realidad el subdirector de la CÍA había pasado por todas las escuelas de ataque y defensa personal, e incluso pesando cien kilos lograba dar unos saltos notables. Tomó carrera, se catapultó por el aire y descargó su bota sobre Anawak, a la altura del esternón. Anawak cayó de espaldas. Su boca se abrió en forma de O, pero de ella no salió ningún sonido. Vanderbilt sabía que ahora a León le faltaba el aire. Se inclinó sobre él, lo tomó de los pelos, lo levantó atrayéndolo hacia sí y le hundió el codo en el plexo solar.

De momento era suficiente. Ahora tenía que volver a Johanson. Al mar con él, y Anawak detrás.

Cuando se enderezó, vio a Greywolf que se le echaba encima.

Vanderbilt se puso en posición de ataque. Giró sobre su propio eje, la pierna derecha estirada, tiró la patada... y rebotó.

«¿Y esto?», pensó confundido. Con semejante ataque cualquier otro se hubiera caído al suelo o se hubiera doblado de dolor. Pero el enorme mestizo seguía caminando. Había en sus ojos una determinación inconfundible. De pronto, Vanderbilt se dio cuenta de que debía ganar esta lucha, pues de lo contrario no sobreviviría. Cruzó los brazos para colocar el siguiente golpe, tomó impulso y sintió como si su puño desapareciera. Al instante, la izquierda de Greywolf se hundió en su papada. Vanderbilt se puso a dar patadas. Sin disminuir la velocidad, Greywolf lo empujó hacia el borde, levantó el brazo y lo golpeó.

Su campo visual explotó.

Todo se volvió rojo. Sintió que la nariz se le rompía. El siguiente golpe le destrozó los huesos de la mejilla izquierda. Un grito ahogado surgió de su garganta. Otra vez apareció el puño como un rayo y se le clavó entre las mandíbulas. Algunos dientes se hicieron añicos. Vanderbilt gritó ahora más fuerte, de dolor y de furia. Estaba fuera de sí. Colgaba impotente del puño del gigante y no podía hacer nada para impedir que le hicieran papilla el rostro.

Las piernas ya no le respondían.

Greywolf lo soltó y Vanderbilt cayó cuan largo era. No vio mucho más, algo de cielo, el asfalto gris de la plataforma con las marcas pintadas de amarillo, todo a través de un velo de sangre, y allí, bien cerca, el arma. Trató de alcanzarla con la derecha, la tocó, la empuñó. Alzó el brazo y disparó.

Por un instante reinó la calma.

¿Le había dado? Volvió a disparar, pero ese tiro fue a parar al aire. Le habían doblado el brazo hacia atrás. Por un instante vio que Anawak aparecía sobre él, luego le volaron la pistola de un golpe y volvió a ver los ojos llenos de odio de Greywolf.

El dolor parecía atravesarle.

¿Qué había pasado? Ya no estaba tumbado de espaldas sino erguido. ¿O estaba colgando? Realmente no sabía dónde estaba el arriba y dónde el abajo. No, estaba suspendido. Volaba hacia atrás. Tras una niebla de sangre reconoció la plataforma. Allí estaba el borde. ¿Por qué estaba más allá del borde? El borde pasó de largo y se alejó hacia arriba junto con las redes protectoras; Vanderbilt comprendió que su vida terminaba ahora.

El frío impactó en él como un shock.

Espuma saltando. El verde atravesado de espuma, infinidad de burbujas. Incapaz de moverse, Vanderbilt se hundió. El agua del mar le lavó la sangre de los ojos mientras su cuerpo se dirigía a las profundidades. No había barco, no había nada, sólo una superficie verde que se oscurecía y desde la que se acercaba una sombra.

Era una sombra rápida. Tenía una boca que se abrió casi encima de él.

Después, nada más.

Laboratorio

—Por Dios, ¿qué está haciendo?

—Suéltelo.

Las palabras resonaron en la cabeza de Weaver: la pregunta que Peak había lanzado lleno de espanto, la seca orden de Li antes de que todo el laboratorio diera un salto y se inclinara. El rugido de la explosión fue seguido por un ruido indescriptible, cuando todo cayó rompiéndose a su alrededor. Weaver salió despedida, y con ella Rubin. En una confusión de instrumentos y recipientes que volaban por todas partes, aterrizaron junto al otro detrás de la mesa. El estruendo de un trueno barrió la sala. Todo vibró. En alguna parte estallaron vidrios con gran estrépito. Weaver pensó en el laboratorio de máxima seguridad y deseó con toda su alma que el aislamiento del vidrio blindado y las esclusas herméticamente cerradas resistieran. Arrastrándose sentada, se alejó de Rubin, que rodó y miró desconcertado a su alrededor.

La mirada de Weaver cayó sobre la caja con las muestras. Había resbalado hasta sus pies. La vio, y Rubin también.

Por unos instantes ambos evaluaron sus posibilidades. Luego Weaver se lanzó hacia adelante, pero Rubin fue más rápido. Logró agarrar la caja, se levantó de un salto y salió corriendo hacia el centro de la sala. Weaver soltó una maldición. Más allá de lo que acababa de suceder, más allá de las consecuencias, más allá de los planes de Li, tenía que apoderarse de esa caja.

Dos de los soldados estaban en el suelo. Uno no se movía, el otro se estaba levantando. El tercer soldado había quedado en pie y seguía apuntando con el arma preparada. Li se agachó para quitar al hombre inmóvil su arma, un objeto macizo y negro. Al instante apuntó a Weaver. Peak, duro como una estaca, estaba apoyado junto a la puerta cerrada.

—¡Karen! —gritó—. Deténgase. No le pasará nada, ¡deténgase, maldita sea!

El tableteo del arma apagó su voz. Weaver saltó como un gato tras la mesa. No sabía con qué disparaba Li, pero la munición hizo pedazos la mesa como si fuera de cartón. Los fragmentos de vidrio pasaron volando junto a sus orejas y un microscopio de cincuenta kilos se estrelló contra el suelo muy cerca de ella. A aquel infierno se añadió la alarma de a bordo. De repente vio a Rubin que corría otra vez hacia ella con los ojos agrandados por el miedo.

—¡Mick! —Le gritó Li—. ¡Idiota! Venga aquí.

Weaver saltó de lado desde su escondite, se tiró contra el biólogo y le arrancó la caja. En ese mismo momento el barco volvió a temblar y la sala se inclinó. Rubin resbaló por el suelo, se estrelló contra una estantería y la hizo caer. Le cayó encima un torrente de frascos y matraces. Lanzó un grito y pataleó como un escarabajo panza arriba. Weaver vio de reojo que Li giraba el arma y el tercer soldado saltaba sobre la mesa destruida por los disparos. Él también llevaba una de esas inmensas cosas negras y la alzó en pleno salto.

No había vía de escape, así que se dejó caer junto a Rubin.

—¡No dispare! —Oyó la voz de Li—. Es demasiado...

El soldado hizo fuego. No la alcanzó. La descarga se clavó con un sonido de gong en el vidrio blindado del simulador y surcó todo el cristal oval de izquierda a derecha.

De pronto reinó un silencio siniestro. Sólo la alarma emitía a intervalos regulares su ruido chillón e indiferente. Todos se quedaron paralizados, las miradas fijas, como cautivadas, en el tanque. Weaver oyó un único ruido seco y fuerte. Giró la cabeza y vio que las rajas se ramificaban por la gran placa de vidrio.

Cada vez más.

—Oh, Dios —suspiró Rubin.

—¡Mick! —Gritó Li—. ¡Venga de una vez!

—No puedo —gimió Rubin—. Mi pierna. Estoy enganchado.

—Da igual —dijo Li—. No lo necesitamos. Afuera.

—Pero no puede... —comenzó Peak.

—¡Sal, abra la puerta!

Si Peak respondió algo, no se entendió. Hubo un estallido ensordecedor cuando el vidrio voló en pedazos. Toneladas de agua de mar se precipitaron contra ellos. Weaver salió corriendo. Tras ella las masas de agua bramaron por el laboratorio destruyendo lo que aún no estaba roto.

—¡Karen! —Oyó que decía Rubin—. Por favor no me dejes...

Su voz se interrumpió. Todo estaba lleno de espuma. Vio a Peak que cruzaba cojeando la puerta abierta del laboratorio. Li lo siguió. Al salir, su mano golpeó un punto cercano a la puerta y Weaver entendió, con espanto repentino, lo que eso significaba.

BOOK: El quinto día
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