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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (146 page)

¡Qué circuito! El fondo marino deambula incansable por el globo, escindido por la presión del interior de la Tierra y arrastrado por el peso de sus placas que se hunden. Presión, arrastre y estiramiento permanentes, dolores de parto y exequias geolíticas que dan forma al rostro de la Tierra. África se unirá con Europa, volverán a unirse. Los continentes se desplazan. Pero no se mueven como rompehielos por la corteza quebradiza de la Tierra, sino que son llevados pasivamente sobre ella desde que Rodinia, el primer continente primitivo, fue desgarrado en el precámbrico. Lo que sucede es que sus fragmentos tienden a volver a unirse, se encuentran en Gondwana y por último en Pangea, para luego volver a separarse. Una familia dispersa que recuerda desde hace ciento sesenta y cinco millones de años la última masa de tierra unida a un único océano a su alrededor, ligada a la velocidad de flujo de la roca viscosa del manto terrestre, condenada a buscarse en una esfera.

Eres una partícula.

De todo esto, tú sólo vives un hálito. Mientras el suelo marino del Atlántico se desplaza cinco centímetros, tú has viajado un año. En ese viaje ves vida sin sol. La lava se enfría rápido y forma depresiones y grietas. El agua del mar penetra en el suelo nuevo, poroso. Fluye kilómetros hacia abajo hasta llegar a las cámaras de magma del interior de la Tierra; entonces vuelve a subir saturada de calor que da vida y de minerales, teñida de negro por los sulfuros, y brota por estructuras muy altas que parecen chimeneas, caliente como si estuviera hirviendo, pero sin hervir. A esa profundidad el agua, que tiene una temperatura de 350 grados, no hierve, solamente fluye, y distribuye su riqueza de sustancias nutritivas por el entorno inmediato, una oferta cien veces mayor que la de las aguas circundantes. En tu viaje al universo desconocido has llegado al primer enclave de comunidades de vida extrañas que no necesitan la luz del sol. En torno a estas fumarolas negras habitan haces densos de gusanos de un metro de longitud, moluscos largos como un brazo, legiones de cangrejos blancos ciegos y peces, y sobre todo... bacterias. Se autoabastecen del mismo modo que las plantas verdes en cierto modo se alimentan de la luz solar, y de las que se creía que dependía toda la vida. Pero estas bacterias no necesitan sol. Oxidan el ácido sulfhídrico. Su fuente de vida es el interior de la Tierra. Cubren en extensos tapices el suelo de las comunidades junto a las fumarolas negras y viven en simbiosis con los gusanos, los moluscos y algunos cangrejos, mientras que otros cangrejos y peces viven a su vez de los moluscos y de los gusanos, sin que se requiera ni un rayo de sol.

Tal vez las formas de vida más antiguas del planeta no surgieron en la superficie, Karen, sino aquí, en el mar profundo y sin luz, y lo que ves en tu viaje por las profundidades atlánticas sea el verdadero edén. Con toda seguridad los yrr son la más vieja de las dos razas inteligentes, una de las cuales heredó la tierra firme, pero perdió su lugar de origen.

Imagínate que los yrr son la raza escogida.

La divina.

Revisión del sistema.

Weaver hace que vuelvan sus pensamientos convertidos en partículas, que acaban de pasar África. Se obliga a concentrarse en el momento. Podría llevar cien años viajando. Fuera, a cierta distancia, pasa una luz fantasmal; pero no son los yrr, son bancos de krill diminuto. No es fácil de identificar con exactitud. Tal vez sean calamares pequeños o algo completamente distinto.

Dos mil quinientos metros.

Todavía faltan aproximadamente mil metros hasta el fondo. En su entorno no debería haber más que agua, pero de repente el sonar empieza a emitir un clic frenético. Le dice que se acerca a algo macizo. Tiene que ser algo de un tamaño contundente, y lo cierto es que se acerca a ella. Una superficie inescrutable que se hunde directamente hacia ella. Weaver siente que su miedo latente se convierte en pánico. Describe una curva de ciento ochenta grados mientras el objeto gigante sigue acercándose. Los micrófonos externos transmiten al interior del
Deepflight
un estrépito hueco, no terrenal, que cada vez se hace más fuerte, quejidos y gemidos fantasmales. Weaver está a punto de emprender la fuga, pero triunfa la curiosidad. Ha puesto cierta distancia entre ella y ese algo desconocido y no parece que la criatura la persiga.

Si es que es una criatura.

Tras describir otra curva, vuelve a acercarse a menor velocidad. La cosa ahora está a su altura, muy cerca. El
Deepflight
tiembla en medio de las turbulencias.

¿Turbulencias?

¿Qué puede ser tan grande? ¿Una ballena? Pero esto tiene las dimensiones de diez ballenas. O de cien. O más.

Enciende los reflectores.

En ese mismo momento se da cuenta de que se ha acercado a la cosa más de lo que se proponía. La ve en el extremo del cono de luz. Por un momento Weaver se siente completamente confundida, no es capaz de determinar el tipo y el origen de la superficie lisa que está pasando a su lado, hasta que de pronto se distingue algo a la luz de los reflectores. Son unas líneas curvas y rectas de varios metros de largo, terriblemente familiares; dicen:

«USS Inde...».

La sorpresa la hace gritar.

El grito se apaga sin un solo eco y le trae a la conciencia que se halla encapsulada en su asiento. Y sola. Ahora aún más sola, después de ver cómo el buque se hunde, y sus pensamientos vuelan hacia Anawak, Johanson, Crowe, Shankar y los demás.

¡León!

Perpleja, mira una y otra vez.

Ve por un segundo el borde de la cubierta de aterrizaje, que vuelve a desaparecer. El resto queda oculto en la oscuridad. Sólo se ve el desenfrenado baile de las burbujas del aire que se escapa.

Luego la succión prosigue y arrastra al
Deepflight
hacia abajo.

¡No!

Intenta febrilmente estabilizar el batiscafo. ¡Maldita curiosidad! ¿Por qué no podía esperar a una distancia prudente? Los sistemas indican que casi nada está como debería. Weaver da un giro y se dirige hacia arriba con el máximo empuje. El batiscafo lucha y se bambolea, parece seguir al
Independence
a su tumba. Pero finalmente el batiscafo da muestra de su extraordinaria construcción y escapa de la succión saliendo rápidamente hacia arriba.

Al instante todo vuelve a estar como si nada hubiera pasado.

Weaver puede oír los latidos de su corazón. Le zumban los oídos. La sangre le llega a la cabeza como impulsada por un pistón. Apaga los reflectores, hace descender cuidadosamente el
Deepflight
y prosigue su vuelo hacia las profundidades de la cuenca de Groenlandia.

Más tarde, pueden ser minutos o sólo segundos, llora. Hay mucha tensión que descargar. Llora sin parar. ¿Qué significa eso? Ella sabía que el
Independence
se hundiría, todos lo sabían. ¿Pero tan rápido?

Sí, también sabíamos eso.

Pero no sabe si León vive todavía. Y qué ha pasado con Sigur.

Se siente terriblemente sola.

Quiero volver.

¡Quiero volver!

—¡Quiero volver!

En un mar de lágrimas, con los labios temblorosos, comienza a dudar del sentido de su misión. No ha visto a los yrr, aunque cada vez se acerca más al lecho marino. Comprueba los instrumentos. El ordenador la tranquiliza. Le dice que lleva casi media hora viajando y que está a dos mil setecientos metros de profundidad.

Media hora. ¿Cuánto tiempo más debe quedarse allí abajo?

¿Quieres verlo todo?

¿Qué?

¿Quieres verlo todo, pequeña partícula?

Weaver levanta la nariz. Se sorbe los mocos con fuerza, muy terrenal en el negro país de las maravillas de sus pensamientos.

—Papá... —gimotea.

Tranquila. Cálmate.

Una partícula no pregunta cuánto tiempo dura algo. Sólo se mueve o se queda inmóvil. Cumple el ritmo de la creación, es un servidor sumiso del todo. Ese permanente preguntar por todo sólo es propio del ser humano, ese luchar contra la propia naturaleza, ese subdividir el tiempo de vida. Los yrr no se interesan por el tiempo. Llevan el tiempo en su genoma, los inicios de la vida celular, cuando hace doscientos millones de años los bloques de piedra de los océanos se juntaron con la masa continental que constituye la actual Norteamérica, cuando hace sesenta y cinco millones de años Groenlandia comenzó a alejarse de Europa, cuando hace treinta y seis millones de años se moldearon los rasgos topográficos del Atlántico, cuando España todavía estaba alejada de África, cuando los umbrales submarinos se hundieron tanto que finalmente hace veinte millones de años comenzó a fluir un intercambio de aguas entre el Ártico y el océano Atlántico, intercambio al que debes tu viaje, partícula, que ha comenzado aquí, en la cuenca de Groenlandia, y te llevará, bordeando África, hacia el sur, hasta la Antártida.

Viajas hacia la corriente circumpolar, que es la estación de maniobras de las corrientes marinas, viajas hacia el circuito eterno.

Del frío al frío.

Aunque sólo eres una partícula, eres parte de una totalidad que abarca la cantidad de agua de docenas de ríos inmensos. Fluyen por el lecho marino, pasan el Ecuador y llegan a la cuenca marina sudatlántica, hasta el extremo inferior de Sudamérica. Hasta allí el camino ha sido tranquilo y sin alteraciones. Pero más allá del cabo de Hornos entran en tempestuosas turbulencias. Entre tambaleos y brincos te arrastran hacia algo que se parece al tráfico en torno al Arco de Triunfo a mediodía, sólo que infinitamente más intenso. La corriente circumpolar antártica se mueve de oeste a este en torno al continente blanco, es como una estación de maniobras a la que llegan y de la que parten las aguas de todos los mares. Esta corriente circular no se detiene nunca, jamás choca contra el continente. Se persigue a sí misma sin cesar. Reúne el agua de cientos y miles de ríos, absorbe todas las aguas del mundo, las separa y las mezcla, les borra su origen e identidad. A poca distancia de la Antártida te hace subir a un frío gélido. Derivas por la superficie con el oleaje espumoso y vuelves a hundirte lentamente para convertirte en parte del gran carrusel circumpolar.

Te lleva un trecho consigo y vuelve a escupirte.

De nuevo viajas hacia el norte, a ochocientos metros de profundidad. Todos los mares se alimentan de la corriente circular de la Antártida. Cierta cantidad de esta agua vuelve a media altura del Atlántico, otra al océano índico y la mayoría al Pacífico, y tú también. Arrimada al flanco oeste de Sudamérica fluyes hasta el Ecuador, donde los vientos alisios dividen las aguas y el calor tropical te calienta. Subes a la superficie y te dejas llevar hacia el oeste, al centro del caos de Indonesia: entre islas e islotes, corrientes, remolinos, bancos y torbellinos parece imposible avanzar. Sigues derivando hacia el sur, pasando por las Filipinas y por el estrecho de Makasar, entre Borneo y Sulawesi; podrías entrar a presión por el estrecho de Lombok, pero hay un rodeo hacia el este, dando la vuelta a Timor; es una ruta mejor por la que por fin llegas a pleno océano índico.

Y ahora, a África.

Las aguas poco profundas y cálidas del mar Arábigo te saturan de sal. Bordeando Mozambique, viajas hacia el sur, vuestro recorrido se llama ahora corriente de las Agujas. Ansiosa por llegar a tu océano de origen, fluyes cada vez más rápidamente, te precipitas a la gran aventura que le ha costado la vida a tantos marinos, el cabo de Buena Esperanza, y te hace retroceder. En este lugar chocan demasiadas corrientes. La Place de l'Étoile antártica, con su tráfico de viernes por la tarde, está demasiado cerca. Por mucho que te esfuerces, no avanzas. Finalmente, te desprendes de la corriente principal junto con otras en un remolino, y por fin derivas hacia el Atlántico sur. Con la corriente del Ecuador, tú y tus semejantes os desplazáis hacia el oeste en remolinos gigantes que van girando por Brasil y Venezuela, llegando hasta Florida, donde se deshacen.

Has llegado al Caribe, cuenca natal de la corriente del Golfo. Cargada de sol tropical, comienzas tu peregrinación subiendo hasta Terranova y sigues en dirección a Islandia, derivas orgullosa por la superficie y dispensas generosa tu calor a Europa, como si nunca se te fuera a acabar. Imperceptiblemente, empiezas a tener frío, y el agua evaporada del Atlántico norte te deja una carga de sal que cada vez pesa más, y de pronto te encuentras de nuevo en la cuenca de Groenlandia, el punto de partida de tu viaje.

Has viajado durante mil años.

Desde que el istmo de Panamá separó el Pacífico del Atlántico, hace más de tres millones de años, las partículas de agua toman ese camino. Desde entonces la ley es que sólo un desplazamiento de los continentes podría modificar el curso de la circulación termohalina. ¡Ésa era la ley! El ser humano ha desequilibrado el clima. Y mientras los adversarios en la polémica sobre el clima siguen dando vueltas a si este calentamiento podría hacer o no que Se derritan los casquetes polares, y con ello que se detenga la corriente del Golfo, la corriente ya está deteniéndose porque son los yrr quienes la detienen. Detienen el viaje de las partículas, detienen el calor que llega a Europa, detienen el futuro de la autodenominada raza de Dios. Pues saben perfectamente qué pasará si la circulación se paraliza, muy al contrario que sus enemigos, que nunca saben las consecuencias que acarreará su acción, que no recuerdan el futuro porque les falta la memoria genética, el conocimiento de cómo el principio se convierte en el final y el final en el principio según el sentido lógico de la creación.

Mil años, pequeña partícula. Más de diez generaciones humanas, y has dado una vez la vuelta al mundo.

Mil viajes de éstos y el suelo marino se ha renovado una vez por entero.

Cientos de esas renovaciones y han desaparecido mares, unos continentes se han fragmentado mientras otros se han unido, han surgido nuevos océanos y el rostro de la Tierra ha cambiado.

Un segundo de tu viaje, pequeña partícula, y surge y muere la vida más simple. En nanosegundos las partículas elementales cambian de sitio. Y las reacciones químicas se producen todavía en menos tiempo.

En alguna parte intermedia se halla el ser humano.

Y encima de todo, los yrr.

El océano que ha tomado conciencia de sí.

Has viajado por el mundo tal como era y tal como es, como parte del gran circuito que no conoce principio ni fin, sólo variación y retorno. Este planeta cambia desde sus orígenes. Todos los seres vivos constituyen un único entramado que cubre la Tierra, están unidos inseparablemente entre sí en sus relaciones alimentarias. Lo simple se intercambia con lo complejo, hay mucha vida que ha desaparecido para toda la eternidad y otra vida nueva que se desarrolla; siempre ha habitado y habitará la Tierra hasta que ésta se precipite contra el Sol.

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