Anawak abrió el portátil e inició el programa. Había guardado las particularidades de cientos de ballenas que pasaban regularmente por allí. Lo poco que mostraban en la superficie no le proporcionaba al ojo inexperto casi ningún dato sobre la especie, y menos aún sobre cada individuo. A eso se agregaba que a menudo la visión se dificultaba por el mar rizado, la neblina, la lluvia o el resplandor del sol. No obstante, cada animal tenía sus marcas. El modo más fácil de identificarlo era la cola. Con frecuencia, el animal la sacaba completamente del agua al sumergirse. La parte inferior nunca era igual. Cada una estaba provista de una característica y había diferencias, que podían ser desde ligeras hasta muy evidentes, en la forma y la estructura del borde. Anawak tenía guardadas en su cabeza muchas colas, pero el archivo de fotos del portátil facilitaba el trabajo en gran medida.
Estaba casi seguro de que las dos ballenas que estaban mar adentro eran viejas conocidas.
Un momento después volvieron a emerger los lomos negros. Primero, y casi imperceptibles, aparecieron las pequeñas elevaciones con los espiráculos. De nuevo, el silbido parecido a una detonación, nubes de respiración disparadas casi en sincronía. Esta vez los animales no se sumergieron de inmediato, sino que levantaron bastante sus lomos. Se divisaron las aletas dorsales planas, romas; se inclinaron despacio hacia adelante y volvieron a cortar el agua. Anawak reconoció claramente la parte posterior dentada por la espina dorsal. Las ballenas comenzaron a sumergirse, y ahora, por fin, sacaban lentamente sus colas del agua.
Rápidamente, Anawak levantó los prismáticos y trató de ver la parte inferior, pero no lo logró. Daba igual: estaban ahí. La primera virtud de un observador de ballenas era la paciencia, y hasta que llegaran los turistas había tiempo suficiente. Abrió la segunda lata de té helado y mordió la barrita de cereales.
Muy poco después su paciencia se vio recompensada cuando de pronto, no lejos del bote, cinco lomos surcaron el agua. Anawak sintió que su corazón latía más de prisa. Los animales estaban ahora muy cerca. Ansioso, esperó a ver las colas. Estaba tan cautivado por el espectáculo que al principio no percibió la monumental silueta que se alzaba junto al bote. Pero la silueta creció por encima de él, hasta que finalmente Anawak volvió la cabeza... y se sobresaltó.
Olvidó de inmediato los cinco lomos y se quedó boquiabierto.
La cabeza de la ballena se había levantado del oleaje casi en silencio. Estaba tan cerca que casi tocaba el borde de goma del bote. Se alzaba más de tres metros y medio, la boca cerrada y llena de pliegues, poblada de bellotas de mar y nudosas protuberancias. Sobre la comisura caída, un ojo del tamaño de un puño miraba fijamente al ocupante de la zodiac, casi a la altura del rostro. Por encima de las olas se veía el nacimiento de las poderosas aletas pectorales.
La cabeza sobresalía inmóvil como una roca.
Era la bienvenida más impactante que había vivido Anawak. Más de una vez había visto a los animales a muy poca distancia. Se les había acercado buceando, los había tocado y se había cogido a ellos, incluso había cabalgado sobre ellos. Era bastante frecuente que las ballenas grises, las jorobadas o las oreas sacaran la cabeza del agua muy cerca de un bote para buscar puntos de referencia y examinar las zodiacs.
Pero eso era distinto.
Anawak casi tenía la impresión de que no era él quien contemplaba a la ballena, sino la ballena a él. El bote no parecía interesarle al gigante. Su ojo, encastrado en unos párpados arrugados como los de un elefante, observaba exclusivamente a la persona en su interior. La ballena tenía una visión muy aguda en el agua, pero la fuerte curvatura del cristalino la condenaba a la miopía en cuanto abandonaba su elemento natural. No obstante, a tan corta distancia debía de percibir a Anawak con tanta claridad como él la percibía a ella.
Lentamente, para no asustar al animal, Anawak estiró la mano y la pasó por la piel lisa, húmeda. La ballena no se apresuró a sumergirse. Su ojo giró levemente de un lado a otro y luego volvió a fijarse en Anawak. Era una escena de una intimidad casi grotesca. Aunque el instante lo hacía feliz, Anawak se preguntó qué era lo que se proponía la ballena con una observación tan prolongada. En general, las inspecciones de los mamíferos sólo duraban unos segundos; les costaba esfuerzo mantenerse tanto tiempo en posición vertical.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó en voz baja.
Un chapoteo apenas audible se oyó al otro lado de la zodiac. Anawak se dio la vuelta justo a tiempo para ver elevarse otra cabeza. La segunda ballena era un poco más pequeña, pero estaba igual de cerca. También ella apuntó a Anawak con su ojo oscuro.
Se olvidó de acariciar al otro animal.
¿Qué querían?
Poco a poco comenzó a incomodarse. Esa mirada tan fija era absolutamente inusual, por no decir extraña. Anawak jamás había vivido nada parecido. No obstante, se inclinó hacia la bolsa, sacó rápidamente la pequeña cámara digital, la alzó y dijo:
—Quedaos donde estáis.
Tal vez había cometido un error. Si era así, aquélla era la primera vez en la historia de la observación de ballenas que las jorobadas mostraban una evidente aversión a las cámaras. Las dos cabezas gigantes se sumergieron como si obedecieran una orden. Como dos islas, se hundieron en el mar. Un gorgoteo y un chasquido leves, unas cuantas burbujas, y Anawak ya estaba otra vez solo en aquella brillante superficie.
Miró a su alrededor.
El sol salía sobre la costa cercana. Entre las montañas había neblina. La superficie plana del mar en calma se teñía de azul.
No se veían ballenas.
Anawak soltó el aire poco a poco. En aquel preciso instante se daba cuenta por primera vez de que su corazón latía enloquecido.
Volvió a dejar la cámara en la bolsa abierta, cogió otra vez los prismáticos y cambió de idea. Sus dos nuevos amigos no podían estar lejos. Sacó la grabadora, se colocó los auriculares y deslizó lentamente el hidrófono en el agua. Los micrófonos subacuáticos eran tan sensibles que captaban incluso los sonidos de las burbujas de agua que ascendían. En los auriculares se oían murmullos, gorgoteos y zumbidos, pero nada hacía inferir la presencia de ballenas. Anawak permaneció a la espera de sus sonidos característicos, pero todo estaba en calma.
Finalmente, volvió a subir el hidrófono a bordo.
Poco después vio a lo lejos algunas nubes de respiración. No pasó nada más. Le gustara o no, era hora de volver.
A mitad de camino hacia Tofino se imaginó cómo habrían reaccionado los turistas ante aquel espectáculo, cómo reaccionarían si se repitiera. Se divulgaría. Davies y sus ballenas adiestradas. Casi no podrían dar abasto a todos los turistas.
«¡Fantástico!».
Mientras la zodiac atravesaba el agua lisa de la bahía, Anawak dejó vagar la mirada por los bosques circundantes.
De alguna manera, era algo demasiado fantástico.
23 de marzo. Trondheim, Noruega
Lo arrancaron del sueño. Sonaba un timbre. Sigur Johanson tanteó equivocado buscando el despertador, hasta que se dio cuenta de que era el teléfono lo que sonaba. Se incorporó maldiciendo y restregándose los ojos. Su sentido de la orientación no quería empezar a funcionar del todo, así que volvió a tumbarse. Tenía un torbellino en el cerebro.
¿Qué había pasado anoche? Habían estado empinando el codo, él y varios colegas. También se habían unido al grupo algunos estudiantes. En realidad, sólo habían querido cenar en el Havfruen, un local cerca del Gamle Bybru, el puente viejo de la ciudad. En el Havfruen servían exquisitos platos de pescado y vinos muy buenos. Algunos excelentes, según recordó de repente. Habían estado sentados junto a la ventana mirando el río, sus muelles y los botes amarrados; habían seguido con la vista el curso del Nidelva, que fluía apacible hacia el cercano fiordo de Trondheim, mientras por sus gargantas también habían fluido algunos líquidos. Alguien había comenzado a contar chistes. Luego Johanson había bajado con el patrón a un húmedo sótano y éste le había mostrado algunos tesoros bien guardados que, por regla general, no soltaba.
El problema de esa mañana parecía consistir, entre otras cosas, en que al final sí los había soltado.
Johanson suspiró.
«Tengo cincuenta y seis años —pensó mientras se levantaba con gran esfuerzo y se quedaba sentado en la cama—. Ya no debería hacer estas cosas. No, incorrecto, debería hacerlas pero nadie debería llamarme tan temprano después de hacerlas».
Seguía sonando el timbre, tenazmente. Entre quejidos exagerados —como él mismo tuvo que admitir, puesto que no había nadie que los oyera— se puso en pie y llegó tambaleante a la sala. ¿Tenía clase hoy? La idea fue como recibir una bofetada en plena cara. ¡Terrible! Qué imagen tan espantosa, estar parado ahí delante y aparentar exactamente la edad que tenía; casi incapaz de levantar el mentón del pecho. Iba a tener que charlar con la corbata y el cuello de la camisa, si es que la lengua se lo permitía. Por el momento, yacía en su boca como un trapo y parecía tener aversión por todo lo que fuera movimiento y articulación.
Cuando finalmente descolgó, recordó que era sábado y su humor cambió como por arte de magia.
—Hola —dijo con una claridad sorprendente.
—Dios mío, ¿cuánto hay que esperarte? —dijo Tina Lund.
Johanson hizo un gesto de fastidio y se hundió en el sillón situado frente al televisor.
—¿Qué hora es?
—Las seis y media. ¿Por qué?
—Es sábado.
—Ya sé que es sábado. ¿Te pasa algo? Tienes la voz rara...
—No estoy de muy buen humor. ¿Qué quieres a estas horas?
Lund se rió por lo bajo.
—Quería convencerte para que vinieras conmigo a Tyholt.
—¿Al instituto? ¿Y para qué diablos quieres que vaya?
—Pensé que estaría bien desayunar juntos. Kare estará en Trondheim varios días y seguro que se alegraría mucho de verte. —Hizo una breve pausa—. Además, quería preguntarte algo.
—Ya me lo imaginaba... No eres de las que van a desayunar conmigo.
—No, me estás malinterpretando. Quería oír tu opinión sobre algo.
—¿Sobre qué?
—Por teléfono no. ¿Vienes?
—Dame una hora. —Johanson bostezó hasta que temió haber desarticulado sus maxilares—. Mejor dame dos horas. Primero quiero ir a la universidad. Es posible que hayan llegado más resultados sobre tus gusanos.
—Genial... ¿No es increíble? Primero era yo la que enloquecía a todos y ahora es al revés. De acuerdo, tómate tu tiempo, pero date prisa.
—A sus órdenes —murmuró Johanson.
Todavía mareado, se metió en la ducha. Tras media hora de remojones y resoplidos, comenzó a sentirse más fresco. Los vinos no le habían dejado una auténtica resaca. Era más bien como si hubieran afectado a sus órganos sensoriales. Ante el espejo, pareció duplicarse un instante. No creía ser capaz de poder conducir en ese estado.
Bueno, haría la prueba.
Fuera brillaba el sol y hacía calor. No había casi nadie en la Kirkegata. Bajo la luz del amanecer, los colores de las casas y el primer verde de los árboles resplandecían con una intensidad inusual. Trondheim parecía someterse a un ensayo general para la primavera: hacía un tiempo raramente bueno, que había derretido lo que quedaba de nieve. Johanson llegó a la conclusión de que ese día le gustaba muchísimo. De pronto, incluso le gustó la circunstancia de que Lund lo hubiera despertado. Mientras subía con el jeep hacia el Gloshaugen, comenzó a silbar Vivaldi, ya que hacía que mejorara aún más el buen humor que le había aparecido tan de repente, y no requería mucho esfuerzo, ni físico ni intelectual. Los fines de semana, la NTNU estaba oficialmente cerrada, pero nadie se adecuaba a ello. En el fondo era el mejor momento para revisar el correo postal y electrónico y trabajar tranquilo.
Johanson entró en la zona de la correspondencia, revolvió en su casilla y extrajo un sobre grueso. La carta procedía del Museo Senckenberg de Frankfurt; con toda seguridad contendría los resultados de laboratorio que Lund esperaba con tanta ansiedad. Lo guardó sin abrirlo, abandonó la universidad y se dirigió a Tyholt.
Marintek, el Instituto de Tecnología Marina, estaba estrechamente unido a la NTNU, a Sintef y al centro de investigaciones de Statoil. Además de diversos tanques de simulación y túneles de hélices, poseía el mayor tanque de agua marina del mundo destinado a la investigación. Se simulaban a escala el viento y las olas. Casi todas las instalaciones flotantes de producción más o menos importantes del zócalo noruego habían sido probadas en aquel depósito de agua de ochenta metros de longitud y diez metros de profundidad. Dos sistemas de generación de olas producían corrientes y tormentas en miniatura con olas de hasta un metro de alto, que desde la perspectiva de una plataforma en maqueta adquirían dimensiones devastadoras. Johanson se imaginó que Lund también estaba haciendo pruebas para la fábrica subacuática que querían instalar en el talud continental.
La encontró, efectivamente, en el pabellón del tanque, reunida con un grupo de científicos y debatiendo con ellos. El escenario tenía un aspecto grotesco. En las aguas verdes nadaban buzos entre plataformas de perforación de juguete. Minicisternas cruzaban entre técnicos en botes de remos. El conjunto parecía una mezcla de laboratorio, tienda de juguetes y paseo en velero, pero la impresión era engañosa. En el área submarina, prácticamente nada tenía lugar sin la bendición de Marintek.
Lund lo vio e interrumpió la conversación. Acudió a su encuentro, para lo cual tuvo que rodear el tanque. Como de costumbre, venía corriendo.
—¿Por qué no has cogido uno de los botes? —le preguntó Johanson.
—Aquí no estamos en el estanque —le respondió—. Todo tiene que estar coordinado. Si paso a toda velocidad por ahí, cientos de trabajadores perderán su vida por el oleaje, y yo seré la culpable.
Le dio un beso en la mejilla.
—Rascas.
—Todos los hombres con barba rascan. Puedes estar contenta de que Kare se afeite; si no, no tendrías motivo para preferirlo a mí. ¿En qué estáis trabajando? ¿En la solución subacuática?
—En la medida en que se puede. En el depósito podemos representar con realismo hasta mil metros de profundidad, a partir de ahí todo es muy impreciso.
—Pero eso ya es suficiente para vuestro proyecto.
—De todos modos hemos creado escenarios autónomos con el ordenador. A veces los resultados son diferentes de los del tanque, entonces vamos cambiando los parámetros hasta que obtenemos un ajuste satisfactorio.