—
Victor
puede navegar con una precisión milimétrica —le dijo Alban a Johanson visiblemente orgulloso—. Si quisiera, podría hacerle enhebrar una aguja.
—Gracias, de eso se ocupa mi sastre. ¿Dónde está ahora exactamente?
—Directamente sobre una meseta. En el subsuelo hay un depósito impresionante de petróleo.
—¿También hay hidrato de metano?
Alban lo miró pensativo.
—Sí, claro. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. Y ¿aquí quiere instalar la fábrica Statoil?
—Es la zona que más nos gusta. Mientras no haya nada en contra.
—Como, por ejemplo, gusanos.
Alban se encogió de hombros. Johanson notó que al francés no le gustaba el tema. Contemplaron cómo el robot recorría aquel mundo desconocido, pasaba arañas marinas que se movían con torpeza y peces que hurgaban en el sedimento. Las cámaras registraron colonias de esponjas, noctilucas y calamares pequeños. El mar no estaba muy poblado por esa zona, pero había una gran variedad de los más diversos habitantes del lecho marino. Momentos después el paisaje se volvió rugoso. Estructuras a rayas cruzaban el fondo.
—Deslizamientos de sobre sedimentación —dijo Lund—. En el talud noruego ya han comenzado algunos deslizamientos.
—¿Qué son esas estructuras estriadas? —preguntó Johanson. El suelo había cambiado otra vez.
—Es lo que arrastran las corrientes. Nos dirigimos hacia el borde de la meseta. —Hizo una pausa—. Por aquí cerca encontramos los gusanos.
Todos miraron fijamente las pantallas. Había aparecido algo nuevo a la luz de los reflectores. Coloraciones claras, extensas.
—Tapiz bacteriano —observó Johanson.
—Sí, indicios de hidrato de metano.
—Ahí —dijo el piloto.
La cámara captó unas superficies blancas, agrietadas. Allí, el metano congelado estaba depositado directamente sobre el suelo. Johanson reconoció algo más; el resto del equipo también lo vio. De golpe, hubo un silencio mortal en la sala de control.
Partes del hidrato habían desaparecido en un hervidero de color rosa. Al principio, todavía se pudieron distinguir cuerpos aislados. Luego la cantidad de cuerpos que se retorcían se hizo inabarcable. Los gusanos rosa con cerdas blancas se arrastraban muy juntos.
Uno de los hombres de la mesa de control emitió una expresión de asco. «Los seres humanos estamos tan condicionados —pensó Johanson—. Nos horroriza todo lo que repta, bulle y pulula, pero es lo normal. El colmo del horror seríamos nosotros mismos si pudiéramos ver las hordas de ácaros que se mueven en nuestros poros y se alimentan del sebo; los millones de ínfimos arácnidos que están a sus anchas en nuestros colchones, y los miles de millones de bacterias que hay en nuestros intestinos».
De todos modos, no le gustó lo que estaba viendo. Las imágenes del golfo de México mostraban poblaciones de tamaño similar, pero los animales eran más pequeños y vivían inactivos en sus hoyos. Los que estaban viendo se retorcían y reptaban por el hielo, una masa inmensa y palpitante que cubría el suelo por completo.
—Movimiento en zigzag —dijo Lund.
El ROV comenzó a nadar en una especie de eslalon amplio. La imagen no se modificó: gusanos por todas partes.
De pronto, el suelo descendió. El piloto siguió dirigiendo el robot hacia el borde de la meseta. Los ocho potentes proyectores no permitían iluminar más que unos pocos metros. No obstante, daba la impresión de que aquellos seres cubrían todo el talud. A Johanson le parecieron aún más grandes que los ejemplares que Lund le había entregado para que los estudiara.
De repente todo se volvió de color negro;
Victor
había saltado el borde. Desde allí había unos cien metros en vertical hacia abajo. El robot avanzaba a toda velocidad.
—Giro —dijo Lund—. Vamos a mirar la pared del talud.
El piloto maniobró a
Victor
para que hiciera una curva. A través de la luz de los reflectores se veía un torbellino de partículas.
Algo grande, de un tono claro, se abombó ante los objetivos, los cubrió durante un segundo y se retiró a la velocidad de un rayo.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Lund.
—Posición anterior.
El robot describió una contracurva.
—Se ha ido.
—¡Movimiento en círculo!
Victor
se detuvo y comenzó a girar sobre su propio eje. No se veía nada, excepto la oscuridad impenetrable y el plancton iluminado por los focos.
—Allí había algo —confirmó el coordinador—. Tal vez un pez.
—Debe de haber sido un pez enorme —gruñó el piloto—. Ha cubierto totalmente la imagen.
Lund volvió la cabeza y miró a Johanson. Éste negó con la cabeza.
—No tengo ni idea de qué puede haber sido.
—De acuerdo, echemos un vistazo más abajo.
El ROV se dirigió hacia el talud. Pocos segundos después se divisó un terreno escarpado. Sobresalían algunos trozos de sedimento, el resto estaba cubierto por cuerpos de color rosa.
—Están por todas partes —señaló Lund.
Johanson se colocó a su lado.
—¿Tenéis un panorama de los yacimientos de hidrato de esa zona?
—Allí está todo lleno de metano: hidratos, burbujas de gas en el interior de la tierra, emanaciones de gas...
—Me refiero sobre todo al hielo que está en la superficie.
Lund tecleó algo en su terminal y en uno de los monitores apareció un mapa del lecho marino.
—Allí, las manchas claras, ésos son los yacimientos que cartografiamos.
—¿Puedes señalarme la posición actual de
Victor
?
—Más o menos por aquí. —Señaló una área que mostraba amplias superficies coloreadas.
—Bien. Diríjanlo hacia allí, en diagonal.
Lund le dio instrucciones al piloto. Los reflectores volvieron a captar lecho marino sin gusanos. Poco después el terreno ascendió, e inmediatamente reapareció la pared escarpada desde la oscuridad.
—Más arriba —dijo Lund—. Despacio.
Unos metros más adelante se les ofreció la misma imagen que antes. Cuerpos tubulares de color rosa y cerdas blancas.
—Justo lo que imaginaba —dijo Johanson.
—¿A qué te refieres?
—Si el mapa que tenéis es correcto, en esa zona hay grandes extensiones de hidrato. Es decir, las bacterias están en el hielo y transforman el metano, y los gusanos se comen las bacterias.
—¿También es habitual que avancen por millones?
Johanson sacudió la cabeza. Lund se reclinó en su asiento.
—Bueno —le dijo al hombre que controlaba el brazo robot—. Bajemos a
Victor
. Que recoja unos cuantos bichos e inspeccione un poco más la zona...
Pasaban unos minutos de las diez cuando golpearon a la puerta del camarote. Johanson abrió, y Lund entró y se dejó caer en el silloncito que, junto con una mesa diminuta, constituían el lujo especial del camarote.
—Me escuecen los ojos —dijo Lund—. Alban se ha quedado al mando un rato.
Su mirada recayó sobre la tabla de quesos y la botella abierta de burdeos.
—Tendría que habérmelo imaginado. —Se rió—. Por eso te has ido.
Johanson había abandonado la sala de monitores media hora antes para prepararlo todo.
—
Brie de Meaux
,
taleggio
,
munster
, un queso de cabra viejo y un poco de fontina de las montañas piamontesas —fue presentando los quesos uno a uno—.
Baguettes
y mantequilla.
—Estás loco...
—¿Quieres una copa?
—Por supuesto que quiero una copa. ¿Qué es?
—Un Pauillac. Tendrás que disculparme que no haya podido decantarlo, el
Thorvaldson
evidencia cierta falta de cristalería adecuada. ¿Habéis visto algo más interesante?
Lund tomó la copa y bebió la mitad del vino.
—Los malditos bichos están sobre los hidratos, por todas partes.
Johanson se sentó en el borde de la cama frente a Lund y untó pensativo un trozo de
baguette
con mantequilla.
—Realmente notable.
Lund se sirvió queso.
—Ahora los demás también piensan que deberíamos preocuparnos. Sobre todo Alban.
—¿No visteis tantos la primera vez?
—No. Quiero decir, eran más que suficientes para mi gusto, sólo que hasta hace un momento estaba sola con mi gusto.
Johanson le sonrió.
—Ya lo sabes. Quien tiene gusto se encuentra siempre en minoría.
—Bueno, de todos modos
Victor
sube mañana temprano y traerá más gusanos. Podrás jugar con ellos, si es que tienes ganas. —Mientras masticaba, se levantó y miró por la ventana del camarote. El cielo estaba despejado. Una franja de luz de luna se proyectaba sobre las olas, que la repartían fulgurantes—. Probablemente he visto cien veces esa maldita secuencia de vídeo. Esa cosa clara... Alban también piensa que era un pez, pero si es así, tenía el tamaño de una manta o algo más grande todavía. Además, no se podía reconocer ninguna forma física concreta.
—Tal vez haya sido un reflejo de la luz —propuso Johanson.
Lund se volvió hacia él.
—No, estaba a unos metros de distancia, exactamente en el límite de la luz. Era algo enorme y plano, y se replegó como un rayo, como si no pudiera tolerar la luz o tuviera miedo de ser descubierto.
—Puede haber sido cualquier cosa.
—No, cualquier cosa no.
—Un banco de peces también puede hacer un movimiento de retracción. Cuando los peces nadan muy juntos dan la impresión de...
—¡No era un banco de peces, Sigur! Era plano, una superficie completamente plana, como... de vidrio. Como una gran medusa.
—Una gran medusa. Ahí lo tienes.
—¡No, no! —Hizo una pausa y volvió a sentarse—. Compruébalo tú mismo, no era una medusa.
Por un momento continuaron comiendo en silencio.
—Le mentiste a Jórensen —dijo Johanson de repente—. No habrá ningún SWOP, o por lo menos nada que pueda proporcionar empleo a trabajadores petroleros.
Lund levantó la vista. Acercó la copa a sus labios, bebió y volvió a colocarla con cuidado sobre la mesa.
—Es cierto.
—¿Por qué? ¿Tenías miedo de romperle el corazón?
—Tal vez.
Johanson sacudió la cabeza.
—De todos modos, van a romperle el corazón. Ya no hay trabajo para los petroleros, ¿no?
—Escúchame, Sigur. No quería mentirle, pero... ¡maldita sea! Toda la industria petrolera está pasando por un período de transformación, y la mano de obra se va a quedar en el camino. ¿Qué puedo hacer yo? Jórensen sabe que es así. También sabe que el personal de Gullfaks C se reducirá a un diez por ciento. Cuesta menos reequipar toda la plataforma que seguir dando trabajo a doscientas setenta personas. Statoil está pensando en eliminar todos los puestos de trabajo en Gullfaks B. Podemos dirigir la estación desde otra plataforma, pero incluso eso sólo es rentable con muy buena voluntad.
—¿Quieres hacerme creer que el negocio ya no vale la pena?
—El negocio submarino sólo comenzó a valer la pena cuando la OPEP provocó el aumento del precio del petróleo, a principios de los setenta. Pero desde mediados de los ochenta está cayendo otra vez. La economía del norte de Europa caerá desde la misma altura si las fuentes se agotan. Así que tenemos que perforar más lejos, donde hay profundidad, con el auxilio de los ROV y los AUV.
AUV era otro de los acrónimos del léxico de exploración en las profundidades marinas, y actualmente estaba en boca de todos. Los
Autonomous Underwater Vehicles
funcionaban en lo esencial como
Victor
, pero ya no necesitaban el cordón umbilical artificial con el buque nodriza. La industria submarina observaba con gran interés el desarrollo de estos innovadores robots subacuáticos, que se adentraban en las regiones más inhóspitas como si fueran espías planetarios, eran sumamente flexibles y móviles, e incluso podían tomar sus propias decisiones dentro de un cierto margen. Con la ayuda de los AUV se concretaba cada vez más la posibilidad de instalar y controlar estaciones de extracción de petróleo a una profundidad de hasta cinco o seis mil metros.
—No tienes que disculparte —dijo Johanson mientras servía más vino—. Tú no puedes hacer nada.
—No me estoy disculpando —respondió Lund hoscamente—. Además, todos nosotros podemos hacer algo. Si la humanidad no anduviera malgastando el combustible, no tendríamos estos problemas.
—Sí que los tendríamos, pero más tarde. Aunque debo decir que tu conciencia ambiental te honra.
—¿Y? —respondió Lund, venenosa. No se le había escapado el tono burlón de sus palabras—. Las empresas petroleras también aprenden algo, no te creas.
—Sí, pero ¿qué?
—En las próximas décadas nos surgirá el problema de evacuar más de seiscientas plataformas porque ya no son rentables y la tecnología es obsoleta. ¿Sabes cuánto cuesta eso? ¡Miles de millones! Y para entonces ya no quedará ni una gota de petróleo en la plataforma continental. ¡Así que no nos hagas quedar como unos canallas!
—Está bien.
—Por supuesto que ahora todos se abalanzan sobre las fábricas subacuáticas que funcionan sin mano de obra. Si no lo hacemos, el día de mañana Europa dependerá completamente de los oleoductos de Oriente Medio y Sudamérica, y nuestros mares serán un cementerio.
—No tengo nada en contra de eso. Sólo me pregunto si realmente sabéis siempre qué es lo que estáis haciendo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tenéis que resolver muchísimos problemas técnicos para poder explotar fábricas autónomas.
—Sí, claro.
—Estáis planeando la circulación de cantidades enormes bajo condiciones extremas de presión y con mezclas sumamente corrosivas. Y todo eso, además, queréis tenerlo sin mantenimiento. —Johanson vaciló—. Pero no sabéis realmente qué es lo que hay allí abajo.
—Lo estamos averiguando.
—¿Como hoy? Lo dudo. Me parece que es como si alguien hiciera unas cuantas fotos durante sus vacaciones y después estuviera convencido de que conoce perfectamente el país en el que estuvo. Tendéis a buscar un sitio, delimitar el terreno y observarlo hasta que os parece prometedor. Por eso no tenéis ni idea de en qué ecosistema estáis interviniendo.
—Ya estamos otra vez con lo mismo —suspiró Lund.
—¿Es que no tengo razón?
—Puedo recitarte qué es un ecosistema, me lo sé de memoria. ¿Ahora estás contra la extracción de petróleo?
—No, sólo estoy a favor de familiarizarse con el mundo en el que vas a penetrar.