El que habla con los muertos (59 page)

—Venga conmigo —dijo fríamente—. Podrá contarme lo de Keogh por el camino.

Dragosani, seguido por el oficial de guardia, recorrió los pasillos del
château
y por último subió las escaleras que llevaban a las oficinas privadas de Borowitz. El oficial, que lo seguía a duras penas, le pidió:

—¡Camarada, vaya un poco más despacio, o me quedaré sin aliento y no podré contarle nada!

Dragosani continuó sin aminorar el paso.

—¿Qué sucede con Keogh? —preguntó por encima del hombro—. ¿Dónde está? ¿Quién lo tiene? ¿Lo traerán al
château?

—No lo «tiene» nadie, camarada —jadeó el oficial—. Sabemos dónde está, nada más. Se encuentra en Alemania del Este, en Leipzig. Entró por Checkpoint Charlie, en Berlín, con una visa de turista. En ningún momento intentó esconder su identidad. Es muy extraño. Está en Leipzig desde hace tres o cuatro días. Parece que ha pasado casi todo el tiempo en un cementerio. Es evidente que esperaba a un contacto.

Dragosani se detuvo y miró al otro con desprecio.

—¿Evidente, dijo usted? Camarada, permítame decirle que con ese tipo nada es evidente. Ahora venga a mi despacho, que le daré instrucciones.

Un instante después el oficial de guardia siguió a Dragosani a la antesala del despacho de Borowitz.

—¿Su despacho? —se asombró el oficial.

El secretario de Borowitz, un joven de gruesas gafas y prematura calvicie, estaba sentado a su mesa y alzó la vista, sorprendido. Dragosani le señaló con el pulgar la puerta abierta y le dijo:

—Usted, ¡fuera! Espere afuera; llamaré cuando lo necesite.

—¿Cómo? —El hombre, estupefacto, se puso de pie—. Camarada Dragosani, esto no puede ser. Yo…

Dragosani se inclinó, lo cogió por la mejilla y lo arrastró por encima de la mesa, volcando plumas, lápices y papeles. El secretario, entre quejidos, salió despedido por la puerta abierta y Dragosani, antes de soltarlo, le dio un puntapié en el trasero.

—¡Proteste ante Gregor Borowitz cuando lo vea! —le dijo con tono cortante—. Hasta entonces, obedezca mis órdenes o lo haré fusilar.

Dragosani continuó hacia el despacho de Borowitz, con el asustado oficial de guardia pegado a sus talones. Sin detenerse a pensarlo, Dragosani se sentó en la silla de Borowitz, tras el escritorio, y miró fijamente al oficial de guardia.

—Dígame, ¿quién vigila a Keogh?

El hombre, completamente intimidado, comenzó a hablar tartamudeando:

—Yo…yo…nosotros…la GREPO —consiguió decir por fin—. Lo vigila la Grenzpolizei, la policía alemana de fronteras.

—Sí, sí, ya sé quién es la GREPO —dijo ceñudo Dragosani—. Está bien. Me han dicho que son muy eficientes. Preste atención, éstas son mis órdenes, de parte de Borowitz. Deben apresar a Keogh, si es posible vivo. Eso es lo que ordené anoche, y odio repetir las cosas.

—Pero no tienen de qué acusarlo, camarada Dragosani —explicó el oficial de guardia—. No está en las listas de personas buscadas, y hasta el momento no ha hecho nada malo.

—Se lo acusa… se lo acusa de asesinato —dijo Dragosani—. Mató a uno de nuestros agentes en Inglaterra. De todas formas, lo apresarán. Y si esto es muy difícil, ordeno que lo maten. Y también ordené esto anoche.

El oficial de guardia se sintió acusado, e intentó disculparse.

—Pero esos policías son alemanes, camarada. Y hay alemanes que todavía creen que se gobiernan a sí mismos. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No —dijo Dragosani—. No lo comprendo. Utilice el teléfono de la habitación vecina y llame al cuartel general de la Grenzpolizei en Berlín. Yo hablaré con ellos.

El oficial de guardia se quedó mirándolo con la boca abierta.

—¡Ahora! —gritó Dragosani. Y cuando el hombre salía le dijo—: Y dígale a ese bobalicón de afuera que entre.

Cuando el secretario de Borowitz entró, Dragosani dijo:

—Siéntese y escuche. Hasta que vuelva el camarada general, el jefe soy yo. ¿Qué sabe sobre el funcionamiento de este lugar?

—Lo sé casi todo, camarada Dragosani —respondió el otro, todavía pálido y atemorizado, y cubriéndose la mejilla con una mano—. El camarada general delegaba muchas cosas en mí.

—¿Recursos humanos?

—¿Qué quiere saber, camarada Drag…?

—¡Termine con eso! —lo interrumpió Dragosani—. Basta de «camarada». Llámeme Dragosani.

—Sí, Dragosani.

—¿Con qué recursos humanos contamos en este momento?

—¿Aquí, en el
château?
¿Ahora mismo? Un pequeño grupo de PES y tal vez una docena de guardias de seguridad.

—¿Hay algún sistema de llamadas?

—¡Claro, Dragosani!

—¡Muy bien! Quiero que haya en el
château
al menos treinta hombres. Y los quiero antes de las cinco de la tarde. Tienen que estar aquí nuestros mejores telépatas y clarividentes, incluido Igor Vlady. ¿Puede encargarse de esto? ¿Podemos reunir a estos hombres para las cinco de la tarde?

El otro asintió enseguida.

—Sí, Dragosani. Estoy seguro de que sí. Faltan más de tres horas.

—Manos a la obra, pues.

Cuando Dragosani se quedó solo se sentó en su silla y puso los pies sobre la mesa. Pensó en lo que estaba haciendo. Si los alemanes orientales apresaban a Keogh, especialmente si lo mataban —en cuyo caso Dragosani debería asegurarse de que el cadáver le fuera entregado a él, personalmente— quedaba eliminada la posibilidad de que fuese la causa del anunciado disturbio. En todo caso, era muy difícil que Keogh pudiera llegar al
château
desde Leipzig en tan pocas horas. Dragosani quizá debería concentrarse en alguna otra posibilidad. Pero ¿cuál? ¿Sabotaje? ¿Empezaba a alentarse finalmente la guerra fría entre las Organizaciones E? ¿Habría encendido el asesinato de sir Keenan Gormley una mecha de combustión lenta, preparada desde hacía largo tiempo? ¿Pero qué podía dañar el
château?
El lugar era una fortaleza impenetrable. ¡Ni cincuenta Keoghs podrían pasar la muralla!

Dragosani, cada vez más tenso y furioso consigo mismo, se impuso no pensar más en Keogh. No, sin duda la amenaza venía de otra parte. Pensó un poco más en las fortificaciones del
château
.

Dragosani nunca había entendido del todo la necesidad de fortificar el
château
, pero ahora se alegraba de que estuviera tan bien defendido. Claro está que el viejo Borowitz había sido un soldado mucho antes de crear la Organización E; era un experto estratega y sin duda tenía sus razones para insistir en este grado de seguridad. ¿Pero aquí, a dos pasos de Moscú? ¿Qué había temido Borowitz? ¿Una sublevación? ¿Problemas con la KGB, quizás? ¿O era simplemente una obsesión del viejo guerrero, un resabio de sus días de combates políticos y militares?

Claro que ésta no era la única plaza fortificada de la URSS. Los centros de investigación espacial, las estaciones de investigación nuclear y plasmática, y los laboratorios para la fabricación de armas químicas y biológicas eran todos lugares de máxima seguridad, prácticamente inexpugnables.

Dragosani soltó un bufido. ¡Cómo le habría gustado tener aquí a Borowitz, en su quirófano del piso de abajo, estirado sobre una mesa de acero con las tripas colgando y todos sus secretos al descubierto! Pero ya llegaría ese momento… ¡cuando por fin encontraran el cadáver del viejo bastardo!

—Camarada Dragosani —la voz del oficial de guardia que lo llamaba desde la habitación vecina lo arrancó de sus pensamientos—. Tengo aquí a los cuarteles generales de la GREPO. Le comunico con ellos.

—Muy bien —dijo Dragosani—, y hay algo más que puede hacer mientras yo hablo por teléfono. Quiero que revisen el
château
de arriba abajo. Sobre todo los sótanos. Tengo entendido que abajo hay habitaciones en las que nadie ha entrado. Quiero una inspección exhaustiva de todo el
château
. Busquen bombas, artefactos incendiarios, cualquier cosa que parezca sospechosa. Y quiero que lo hagan tantos hombres como sea posible, especialmente PES. ¿Entendido?

—Sí, camarada.

—Muy bien, y ahora déjeme hablar con los malditos alemanes.

Eran las tres y quince minutos de la tarde en Leipzig, y en el cementerio de la ciudad hacía un frío poco menos que ártico.

Harry Keogh, con el cuello del abrigo alzado y un termo de café sobre las rodillas (vacío desde hacía rato), estaba sentado junto a la tumba de August Ferdinand Mobius y había perdido las esperanzas. Había tratado de aplicar sus dotes PES —su talento «metafísico»— a las igualmente conjeturales propiedades del espacio-tiempo modificado y de la topología cuatridimensional, pero había fracasado. La intuición le decía que era posible, que en efecto podía conseguir que una banda de Mobius se deslizara de forma oblicua en el tiempo, pero la mecánica de la cosa eran bloques grandes como montañas que sencillamente no podía trepar. Su conocimiento intuitivo de las matemáticas y de la geometría no euclidiana no era suficiente. Se sentía como un hombre a quien han dado la ecuación E = mc
2
y luego le piden que la pruebe mediante la producción de una explosión atómica… ¡pero sólo con la mente! ¿Cómo convertir números incorpóreos, matemática pura, en hechos físicos? No basta con saber que una casa necesita diez mil ladrillos; no se puede construir una casa de números, se necesitan los ladrillos. A Mobius le era muy fácil enviar su mente incorpórea más allá de las estrellas más lejanas, pero Harry Keogh era un hombre físico tridimensional de carne y hueso. Supongamos, de todas formas, que tenía éxito y descubría cómo teletransportarse desde un hipotético punto A a un hipotético punto B sin cubrir físicamente el espacio que media entre ambos, ¿qué haría entonces? ¿Adonde iría, y cómo sabría que había llegado? ¡Eso parecía tan peligroso como lanzarse desde un acantilado para demostrar la ley de la gravedad!

Desde hacía días este problema había ocupado casi por entero sus pensamientos. Había comido y bebido y dormido, sí, y atendido a todas sus necesidades naturales, pero nada más. Y el problema continuaba sin resolver; el espacio-tiempo continuaba sin torcerse para él, las ecuaciones seguían siendo oscuros garabatos insondables en las manoseadas páginas de su mente. La ambición de imponer su ser físico dentro de una estructura metafísica era digna de encomio, ciertamente, ¿pero cómo realizarla?

—Usted necesita un estímulo, Harry —dijo Mobius, introduciéndose en los pensamientos del joven por decimoquinta vez en ese día—. Personalmente, creo que eso es todo lo que le falta. Al fin y al cabo, la necesidad es la madre del invento. Usted sabe
qué
quiere hacer, y yo creo que tiene lo que hace falta, la habilidad intuitiva necesaria, aunque todavía no haya encontrado la solución… ¡pero no tiene una buena razón que lo motive! Eso es todo lo que necesita ahora, el aguijón adecuado, el estímulo que lo llevará a dar el último paso.

Harry asintió con su mente.

—Es posible que tenga razón —dijo—. Sé que lo haré; sólo que yo… Es algo parecido a dejar de fumar; uno puede y no puede. Y a veces uno puede hacerlo cuando ya es demasiado tarde, cuando está muriendo de cáncer. ¡Pero yo no quiero esperar tanto! Quiero decir, tengo todas las nociones de matemáticas, toda la teoría, tengo la intuición, pero no tengo la necesidad. Aún no la tengo. O el estímulo, si prefiere darle ese nombre. Permítame que le cuente cómo me siento:

»Estoy sentado en una habitación bien iluminada, que tiene una ventana y una puerta. Miro por la ventana y afuera está oscuro. Lo estará siempre. No la oscuridad de la noche, sino algo más profundo que nunca se acaba. Es la oscuridad de los espacios
entre
los espacios. Sé que en algún lugar hay otras habitaciones; mi problema es que no sé hacia dónde dirigirme. Si salgo por esa puerta la oscuridad me rodeará, seré parte de ella. Puede que no sea capaz de regresar, aquí o a cualquier otro lugar de la tierra. No se trata tanto de que no pueda ir, sino más bien de que no quiero pensar sobre lo que encontraré allí. Tengo la sensación de que el viaje será una extensión de las otras cosas que puedo hacer, pero una extensión que no he probado nunca. Soy como un polluelo en el huevo, ¡y romperé el cascarón cuando ya no me quede más remedio!

—¿Con quién está hablando, señor Keogh? —preguntó una voz que no era la de Mobius; una voz fría e inexpresiva, aunque llena de curiosidad.

—¿Qué dice? —Harry Keogh, sobresaltado, alzó la vista.

Los hombres eran dos, y era evidente quiénes y qué eran. Harry los habría reconocido al primer vistazo aun sin saber nada de espionaje, o de los conflictos políticos entre el Este y el Oeste. La presencia de los dos individuos le dio más frío que el viento helado que barría el desierto cementerio y levantaba hojas muertas y trozos de papel por entre las tumbas.

Uno era muy alto y el otro bajo, pero sus abrigos gris verdosos, los sombreros de ala baja y las gafas de fina montura eran tan iguales que les daban la apariencia de gemelos. En todo caso, eran gemelos en sus inclinaciones, sus pensamientos y sus mezquinas ambiciones. Su atuendo delataba lo que eran sin posibilidad de error: policías, probablemente de los servicios secretos.

—¿Qué dice? —preguntó Harry de nuevo, y se puso de pie—. Creo que estaba hablando otra vez conmigo mismo. Lo siento, pero lo hago siempre; es un hábito que tengo.

—¿De modo que hablaba consigo mismo? —repitió el hombre más alto, e hizo un gesto negativo con la
cabeza
—. No, no lo creo. —Hablaba con un fuerte acento, y sus labios muy finos se curvaron en una sonrisa cruel—. Creo que hablaba con otra persona, posiblemente un espía como usted.

Harry dio uno o dos pasos para alejarse de los hombres.

—Realmente no sé de qué… —comenzó a decir.

—¿Dónde está su radio, señor Keogh? —dijo el hombre bajo; luego se adelantó y pateó la tierra de la tumba donde había estado sentado Harry—. ¿Está enterrada aquí? ¿Así que se pasa los días hablando consigo mismo? ¡Debe de pensar que somos tontos!

—Escúcheme —farfulló Harry, todavía retrocediendo—, ustedes se han confundido de persona. ¿Yo, un espía? ¡Eso es una locura! Soy un turista, eso es todo.

—¿Sí? ¿Un turista, en pleno invierno? ¿Un turista que se sienta todos los días en la misma tumba a hablar consigo mismo? Podría inventar algo mejor, señor Keogh. Sabemos de buena fuente que usted es un agente británico, y también un asesino. Y ahora, acompáñenos, por favor.

¡No vaya con ellos, Harry!
—dijo la voz de Keenan Gormley en la mente de Harry—.
¡Corra, hombre, corra!

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