Read El que habla con los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Sus intestinos se derretían, sus vísceras estaban ardiendo, estaba sentado sobre un manantial de ácido. Y entre tanto Thibor Ferenczy aullaba su triunfo y se mofaba de Dragosani con la respuesta —la verdadera respuesta— a la pregunta que se había hecho el nigromante durante todos esos años.
¿Por qué me odiaban, hijo mío? ¿Por qué me odiaban mis propios parientes y amigos? ¿Por qué todos los vampiros odian a los de su especie? La respuesta es muy simple, Dragosani. La sangre es vida. La sangre de un cerdo nos satisface si no hay nada mejor para alimentarnos, y también la de las aves y las ovejas, pero la sangre del hombre es mucho mejor, como descubrirás muy pronto por ti mismo. Pero por encima de todo está el verdadero néctar de la vida, el que sólo puede ser bebido en las venas de otro vampiro
.
Dragosani ardía en un doble infierno; se sentía desgarrado por dentro; el parásito que llevaba en su interior se adhería a él en su agonía, mientras el apéndice de Thibor absorbía su esencia. Ese terrible tentáculo, sin embargo, no le causaba un daño real. Era protoplásmico, se amoldaba a los órganos sin herirlos, penetraba sin abrir orificios. Incluso sus espinosas ramificaciones no abrían heridas, porque estaban hechas para retener sin desgarrar. La agonía radicaba en su estar allí, en el contacto con los nervios, los músculos y los órganos, en su avance por todos los conductos del violado cuerpo de Dragosani. Si un médico demente hubiera inyectado una solución de ácido en sus venas no le habría dolido tanto… Pero esto, no obstante, no iba a matarlo. Podía matar, ciertamente, pero no en esta ocasión.
Dragosani, en su tormento, no podía saberlo. Y gritaba:
—¡Acaba… conmigo… de una vez! ¡Maldito sea tu negro corazón, mentiroso y más que mentiroso! ¡Mátame…, Thibor! ¡Por favor…, termina con este suplicio…, te lo ruego!
Permaneció en la oscuridad, bajo los árboles, entre las losas rotas y las ruinas de la antigua tumba, y el horror le carcomió la mente como una rata que devorara su cerebro. Alguien había puesto en marcha una trituradora de carne dentro de su cuerpo y estaba convirtiendo sus entrañas en gusanos rojos que se retorcían. Se sacudió espasmódicamente y cayó de lado. La agonía hizo que se levantara otra vez, sólo para caer de nuevo. Y así siguió; caía, se levantaba, se retorcía y gritaba mientras Thibor Ferenczy se alimentaba.
Me has dado fuerzas, Dragosani. La sangre de las bestias me ha devuelto el vigor, pero la verdadera vida está en la sangre de un semejante, aunque sólo sea la sangre inmadura y débil de ese hijo que ahora farfulla dentro de ti. Él se debilita por su pérdida, y tú a causa del dolor. ¿Pero matarlo, y matarte a ti? ¡Nada de eso! ¿Por qué privarme de mil banquetes futuros? Saldremos juntos al mundo, Dragosani, y tú serás mi esclavo hasta el momento en que puedas abandonarme. Y para entonces ya no necesitarás preguntar por qué los vampiros sólo están unidos por el odio
.
El vampiro estaba saciado. El tentáculo salió de Dragosani y desapareció dentro de la tierra. Su retirada fue, si esto es posible, aún peor que la penetración: como una espada al rojo vivo que alguien arrancase brutalmente de su cuerpo.
Dragosani gritó, un aullido que reverberó como el grito de una criatura salvaje en las frías y crueles colinas cruciformes. ¿Pero acaso no le había dicho Thibor que a Vlad el Empalador le habían puesto ese nombre por él? Dragosani ahora comprendía perfectamente por qué.
El nigromante intentó ponerse de pie pero no pudo. Sus piernas eran de gelatina, su cerebro una sopa de ácido en la olla de su cráneo. Rodó sobre sí mismo, salió del manchado círculo, y trató otra vez de levantarse. Imposible. No era suficiente con querer hacerlo. Yació allí inmóvil, recuperando sus fuerzas y su presencia de ánimo. El vampiro había hablado de odio, y tenía razón. Era odio lo que mantenía a Dragosani consciente. Odio y nada más que odio. El suyo, y el de la criatura que llevaba en su interior. Ambos habían sido destrozados.
Por fin consiguió ponerse de costado y miró con odio la negra tierra que ahora humeaba como si de ella se alzaran los vapores del infierno. Aparecieron grietas sobre la superficie que Dragosani había despejado. La tierra se hinchó primero, y luego comenzó a abrirse. Algo empujaba desde abajo. Y entonces…
Un ser increíble hizo su aparición.
Dragosani abrió la boca en una involuntaria mueca de terror y de odio. Ésta era la criatura enterrada. Con ella había hablado, discutido y la había maldecido una y otra vez. Esto era Thibor Ferenczy, la no-muerta encarnación de su propio estandarte del murciélago-demonio-dragón. ¡Peor aún, Dragosani estaba condenado a ser igual, una condena que él mismo se había buscado!
Las gruesas orejas de la criatura estaban pegadas a su cabeza, pero eran puntiagudas y ligeramente más largas que el cráneo, y parecían cuernos. Su nariz era chata, arrugada y con circunvoluciones, como la de un gran murciélago. La piel era escamosa y los ojos rojos como los de un dragón. ¡Y era muy grande! Las manos, que aparecían ahora y desgarraban el suelo eran enormes, con uñas que sobresalían unos tres centímetros más allá de la punta de los dedos.
Dragosani consiguió vencer su terror y se puso de pie, justo en el momento en que el vampiro volvía su lobuna cabeza y le dirigía una monstruosa mirada. Sus ojos se abrieron muy grandes y su luz escarlata iluminó a Dragosani cuando Thibor dijo:
—Yo… puedo… verte… —con una voz tan perversa y extraña como los mensajes mentales que había enviado desde la tumba.
Pero esta afirmación no parecía de ninguna manera amenazadora; era más bien como si el hecho de poder ver —y en particular de ver a Dragosani— le produjera una mezcla de alivio e incredulidad. Pero fuera lo que fuese, el nigromante se encogió de miedo. Y en ese mismo momento…
—¡Hola, criatura salida de la tierra! —dijo Max Batu, que salió de su escondite.
Thibor Ferenczy volvió la cabeza en dirección a la voz del mongol. Cuando vio a Batu sus grandes mandíbulas se abrieron y emitió una especie de silbido por entre sus grandes dientes que chorreaban baba. Y Batu, sin demora, tras mirar aquel rostro, apuntó y disparó la ballesta de Ladislau Giresci. El cuadrillo de palosanto tenía un grosor de dos centímetros y punta de acero. Salió disparado de la ballesta, penetró casi a quemarropa en el pecho del vampiro y lo traspasó.
Thibor lanzó un aullido e intentó meterse de nuevo en la tierra humeante, pero el cuadrillo se trabó en los bordes del agujero y no le permitió hundirse, a la vez que desgarraba su carne grisácea. Chilló entonces por segunda vez, un grito lleno de desesperación, y se sacudió, atravesado por el cuadrillo, mientras maldecía y la baba caía de su horrible boca.
Batu acudió enseguida junto a Dragosani, lo sostuvo y le entregó una hoz cuya hoja, recién afilada, resplandecía. El nigromante la cogió, se desprendió de Batu y avanzó tambaleante hacia el monstruo, que seguía revolviéndose, atrapado con medio cuerpo dentro de la tumba, y el otro medio afuera.
—La última vez que te enterraron —dijo Dragosani—, cometieron un grave error, Thibor Ferenczy. —Los músculos de su cuello y brazo se tensaron cuando alzó la hoz—. ¡Olvidaron cortar tu maldita cabeza!
El monstruo intentó arrancarse la saeta que lo atravesaba, y dirigió a Dragosani una mirada que éste no acabó de comprender. Había miedo en ella, sí, pero sobre todo asombro, como si la bestia no acabara de creer en este súbito revés de la suerte.
—¡Espera! —graznó cuando Dragosani se le aproximó, y el áspero bajo de su voz parecía el eco de innumerables ramas rotas durante una avalancha—. ¿No te das cuenta? ¡Soy yo!
Pero Dragosani no esperó. Él sabía quién era el monstruo, y qué era; sabía que la única manera de heredar sus poderes y sus conocimientos era ésta: como nigromante. Sí, y lo irónico del asunto era que Thibor mismo le había concedido ese don.
—¡Muere, criatura bastarda! —gritó, y la hoz pareció un relámpago de acero cuando Dragosani cortó la cabeza del monstruo.
La horrible cabeza cayó al suelo y rodó. Pero mientras rodaba alcanzó a gritar «¡Tonto! ¡Maldito tonto!» y luego se quedó quieta. Los ojos de color púrpura se cerraron. La boca se abrió por última vez, escupió un borbotón de baba y sangre, y susurró con voz apenas audible: «Tonto»…
Dragosani, por toda respuesta, alzó otra vez la hoz y partió la cabeza en dos, como si hubiera sido un gran melón demasiado maduro. Dentro del cráneo, el cerebro era una masa espesa y blanda con un núcleo que se agitaba. Eran, en realidad, dos cerebros: uno humano, ya marchito, y otro extraño, el del vampiro. Dragosani, sin pausa y sin miedo, a sabiendas de lo que hacía, hundió las manos en las dos mitades de la cabeza y dejó que sus dedos temblorosos tocaran los fluidos malolientes y la pulpa. Todos los secretos y la sabiduría de los wamphyri estaban allí, esperando a que él los investigara.
¡Sí! ¡Sí!
Los cerebros se estaban pudriendo, cayendo en la natural decadencia y corrupción de siglos, pero el talento nigromántico de Dragosani le permitía rastrear los secretos del monstruo no-muerto (aunque ahora sí estaba completamente muerto) en los líquidos de su corrompido cerebro. Pálido como la muerte, con un brillo obsceno en los ojos, Dragosani se llevó el revoltijo a la cara… ¡pero ya era demasiado tarde!
Ante sus ojos furiosos, el cerebro se pudrió por completo, se deshizo en humo, en pequeños regueros de polvo que se deslizaron entre sus dedos. Hasta el deformado cráneo se hizo polvo en las manos de Dragosani.
Con un grito de angustia, y balanceando salvajemente los brazos como un molino de viento enloquecido, Dragosani se dio la vuelta y se arrojó de cabeza sobre el cuerpo sin cabeza del vampiro, que todavía estaba en posición vertical, a medias dentro de la tumba. El cuello cortado comenzaba a deshacerse en humo, hundiéndose dentro del escamoso pecho, que a su vez comenzaba a desmoronarse dentro del tronco oculto por la tierra. Y cuando el nigromante hundió la mano y parte del brazo en aquel agujero, dentro de la pudrición y la fetidez, la tierra arrojó una gran nube de vapores tóxicos y se desmoronó sobre el cadáver, ahora casi líquido.
Dragosani aulló como un poseso y sacó el brazo del tremedal, luego se arrastró lejos del agujero mientras la tierra poco a poco recobraba la calma. Se detuvo en el borde del círculo con la cabeza baja y los hombros encorvados en un gesto de abatimiento, y descargó su frustración en largos y estremecedores sollozos.
Max Batu, estupefacto, profundamente conmovido por todo lo que había presenciado, contempló durante unos minutos al nigromante y luego se adelantó lentamente. Se agachó junto a Dragosani y le puso una mano en el hombro.
—Camarada Dragosani —dijo en voz muy baja, poco más que un susurro—. ¿Ya ha terminado todo?
Dragosani dejó de sollozar, y con la cabeza aún baja reflexionó sobre lo que le había preguntado Batu: ¿Había terminado todo? Había concluido para Thibor Ferenczy, sí, pero comenzaba para el nuevo vampiro, la criatura aún inmadura simbióticamente alojada en su cuerpo. Proveerían mutuamente a sus necesidades (aunque fuera de mala gana), aprenderían el uno del otro, se convertirían en un solo ser. Había aún una pregunta sin respuesta: ¿quién, a la larga, dominaría al otro?
En un enfrentamiento con un hombre ordinario el vencedor sería, no cabía duda, el vampiro. Siempre. Pero Dragosani no tenía nada de ordinario. Poseía el poder de acumular sabiduría, de incrementar sus talentos. Y tal vez, en el curso de este aprendizaje, en su continuo acumular secretos y nuevos y extraños poderes, encontraría la manera de librarse del parásito. Pero hasta entonces…
—No, Max Batu —respondió—, aún no ha terminado.
—¿Y qué debo hacer? —El pequeño mongol deseaba ayudar—. ¿En qué puedo servirte? ¿Qué necesitas?
Dragosani continuó mirando fijamente la oscura tierra. ¿Cómo podía ayudarlo Batu? ¿Cuáles eran las necesidades del nigromante? Dos preguntas muy interesantes.
El dolor y la frustración se extinguieron en Dragosani. Tenía mucho que hacer, y estaba perdiendo el tiempo. Había acudido a este lugar para adquirir nuevos poderes para enfrentarse a la amenaza que suponían Harry Keogh y la Organización E británica.
Los secretos de Thibor estaban ahora fuera de su alcance, muertos y desaparecidos para siempre como el vampiro, pero eso no era el final de la cuestión. Aunque se sentía débil y maltrecho, sabía que sus heridas curarían. Quizás el dolor había marcado su mente y su alma (si es que todavía la tenía), pero eran marcas que con el tiempo se desvanecerían. No, no había sufrido ningún daño permanente. No, sólo había sido… vaciado.
Vaciado, sí. La criatura que moraba en su interior estaba necesitada y Dragosani sabía lo que necesitaba. Sintió la mano de Batu en su hombro y le pareció percibir el fluir de la sangre en las venas del mongol. Y luego Dragosani vio la afilada y curva hoja del instrumento quirúrgico que había llevado para degollar a la oveja. Estaba muy cerca de su mano, y relucía plateada contra la tierra negra.
Bueno, había pensado hacerlo algún día. Lo haría antes de lo planeado, eso era todo.
—Necesito dos cosas de usted, Max —dijo Dragosani, y alzó la vista.
Max Batu ahogó una exclamación y su boca se abrió en un gesto de sorpresa. Los ojos del nigromante estaban rojos como los del demonio que Batu había matado. El mongol los vio, vio algo más que brilló plateado en la noche, y después… la oscuridad definitiva.
—Tengo que hacer una pausa —le dijo Alec Kyle a su extraño visitante.
Dejó el lápiz y se masajeó la dolorida muñeca. La mesa estaba sembrada de virutas de madera de los cinco lápices que había gastado hasta el final. Éste era el sexto, y Kyle tenía el brazo destrozado de tanto escribir.
Frente a él había una delgada pila de hojas cubiertas de notas y apuntes de arriba abajo, y de un margen al otro. Cuando comenzó a escribir (¿cuatro, cinco horas antes?) las notas habían sido minuciosas, detalladas. Al cabo de una hora se habían transformado en meros apuntes, garabateados en una letra casi ilegible. Tanto, que el mismo Kyle apenas si podía descifrarlos, y se habían reducido a una lista de fechas junto a breves títulos.
Ahora, mientras descansaban su mente y su muñeca, Kyle miró otra vez las fechas e hizo un gesto escéptico. Él todavía creía que todo esto era la pura verdad, pero había aquí una anomalía flagrante, una ambigüedad que él no podía pasar por alto. Kyle, con el gesto ceñudo, miró a la aparición que flotaba muy erguida al otro lado de la mesa, y dijo: