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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (26 page)

Los turcos estaban muy bien. Stephen y Martin se encontraban allí con ellos y también estaban sentados cómodamente en el suelo a la manera oriental, con las piernas cruzadas, y tenían la espalda apoyada en el costado del barco, delante del cual habían puesto todas las cosas que les podían servir de cojines. Todos estaban tranquilos, tan tranquilos como un grupo de gatos domésticos junto a una chimenea, sin mirar nada en particular y sin hablar. Unos le sonrieron y otros le saludaron con la mano, y al principio Jack pensó que estaban borrachos, pero luego recordó que los turcos y el árabe eran musulmanes, que nunca había visto a Stephen mareado a causa del vino y que Martin casi nunca bebía más de una copa.

—Estamos mascando
qat —dijo
Stephen, mostrándole una rama verde—. Dicen que sirve de tranquilizante, como la hoja de coca que mascan los peruanos.

Entonces se oyó una débil voz cerca de Stephen, y él continuó:

—Dice el
bimbashi
que espera que no estés muy fatigado y que estés contento de cómo va el viaje.

—Por favor, dile que nunca me he sentido mejor, que el viaje va bastante bien y que si este viento sigue soplando hasta pasado mañana, podremos recorrer la distancia que no pudimos recorrer en el momento adecuado y tendremos la posibilidad de llegar al sur de Mubara a tiempo para apresar la galera.

—El
bimbashi
dice que si está escrito que apresemos la galera y enriquecernos, la apresaremos, pero que si no está escrito, no la apresaremos. Dice que no se puede hacer nada para cambiar el destino y te ruega que no te preocupes ni hagas esfuerzos innecesarios, porque lo que está escrito está escrito.

—Pregúntale, si puedes encontrar la manera de hacerlo cortésmente, que si eso es así, por qué razón trajo a sus hombres a bordo tan rápido que chocaban unos contra otros. Si no la encuentras, dile que también está escrito que «Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos» y que lo tenga presente. Puedes añadir que es adecuado que un filósofo use un tono sentencioso cuando se dirija a una audiencia, pero no es adecuado que lo use un
bimbashi
cuando le habla a un capitán de navío.

Cuando estas palabras, convenientemente modificadas, fueron traducidas al francés por Stephen y al árabe por Hassan, el
bimbashi
dijo que se contentaba con la pequeña paga de soldado y que no le importaba la riqueza.

—Muy bien, amigo mío —dijo Jack—. Espero que el viento siga soplando en esta dirección un par de días, aunque sólo sea para que tengas la oportunidad de demostrar en la práctica que no te importa.

El viento egipcio siguió soplando en la misma dirección esa tarde, aunque con una intensidad mayor que lo deseable, y, a pesar de que amainó al atardecer, Jack cenó pollo con arena y bebió grog con tres partes de agua y un poco de arena casi convencido de que continuaría soplando así toda la noche. McElwee, Gill y el piloto indonesio tenían la misma opinión que él, y aunque no podían ver nada a través de la arena que el aire arrastraba, todos habían llegado a la misma estimación, todos coincidían en que la
Niobe
se encontraba al sur de Ras Minah y que todavía le faltaba por recorrer una parte del golfo bastante grande.

Se quedó en la cubierta hasta que terminó la guardia de prima (una guardia de prima en que había sentido más calor que en todas las que había hecho en su vida), escuchando el aullido del viento y los ruidos que había a bordo de la corbeta, y observando el movimiento ondulante de las fosforescentes aguas, que subían junto a la proa, bajaban junto a la crujía hasta las placas de cobre que la revestían y volvían a subir junto al pescante cercano al palo mesana y a bajar junto a la popa, donde formaban una estela turbulenta y luminosa, una estela que se destacaba en la oscuridad y que ahora podía verse porque, si bien la arena seguía pasando por encima de la cubierta, ya no pasaba el polvo, que era el que formaba una especie de niebla. De vez en cuando, mientras permanecía allí de pie, bamboleándose al ritmo del balanceo de la corbeta, cerraba los ojos, y en esos momentos le parecía que la corbeta y la tormenta de arena estaban en un sueño. Ahora la corbeta navegaba sin dificultad, pues las mayores habían sido aferradas cuando los dos grupos de guardia estaban en la cubierta y, debido a la disminución de velamen, se movía más fácilmente, las burdas ya no estaban tensas como cables de hierro y el pescante de babor rara vez rozaba el mar.

—¡Atento, serviola! —gritó poco después de que sonaran las cuatro campanadas.

El viento trajo la respuesta:

—¡Sí, señor!

Por la voz, Jack supo que el serviola era el joven Taplow, un marinero de la cofa del mayor en quien se podía confiar.

—Señor Rowan —dijo—, ahora voy a acostarme. Quiero que me llame cuando se divisen las islas.

Cuando caminaba por la cubierta, sintió una ráfaga de viento llegar por detrás de él, una ráfaga de viento casi tan fuerte como las anteriores, y el viento era tan caliente y tan difícil de respirar como el que soplaba a mediodía. Sin embargo, cuando se esforzaba por salir de las profundidades del sueño, cuando Calamy sacudía su coy gritando «¡Islas a la vista, señor! ¡Islas por proa, señor!», no le sorprendió notar que el aire no entraba por la claraboya abierta ni que la corbeta escoraba apenas una traca, pues la parte de su mente que se había mantenido activa (aunque debía de haber sido muy pequeña) le había avisado de que el viento estaba amainando. Esa parte había escogido un extraño modo de hacerle saltar la gran barrera de cansancio: un sueño en el que cabalgaba en un hermosísimo caballo que poco a poco se hacía más pequeño, y estaba molesto por eso y llegó a sentirse avergonzado cuando sus pies rozaron el suelo y la multitud que le rodeaba le miró con indignación. A pesar de que el mensaje era cifrado, seguramente había comprendido su significado desde hacía algún tiempo, pues ya se había resignado a que la situación actual fuera así.

Subió a la cubierta aún con la vista nublada, pero pudo ver claramente las islas, situadas por proa y por ambas amuras, a la luz del sol naciente. Formaban un pequeño archipiélago que guardaba la entrada del golfo, y era muy difícil atravesarlo, pero al otro lado de él estaba el mar Rojo, cuya amplitud permitía navegar fácilmente. El aire todavía formaba una especie de niebla, aunque no podía compararse con la del día anterior, y más allá de la isla más occidental, Jack pudo ver el cabo que delimitaba el golfo y el litoral al otro lado de él, un litoral que se extendía en dirección este hasta quedar fuera del alcance de su vista y que tenía una longitud de más de cincuenta millas, como sabía por la carta marina. Ahora no había que temer la proximidad de la costa a sotavento. El señor McElwee había observado detenidamente las dos islas más orientales, la
Niobe
había recorrido gran parte de la distancia que debía recorrer y todo era perfecto excepto el viento; sin embargo, el viento era lo más importante, y continuaba amainando. Jack miró a su alrededor, intentando recobrar su capacidad de discurrir. Los marineros de la guardia de estribor estaban limpiando la cubierta. Echaban gran cantidad de agua con la bomba de la proa hacia la popa para quitar el barro formado por el polvo que había caído en la cubierta, que estaba en todos los rincones por donde no había pasado el agua del mar, y se veían salir por los imbornales gruesos chorros de agua de color arena que caían al mar turbio y amarillento. Por lo general, Jack no interrumpía ese tipo de trabajos ni molestaba a la guardia que estaba abajo descansando, pero ahora ordenó:

—¡Todos a desplegar velas! ¡Guindar los mastelerillos!

La
Niobe
abrió sus alas y se movió hacia delante bruscamente, impulsada por el viento que aún no era demasiado flojo, y el agua empezó a susurrar de nuevo al pasar por sus costados. Con ayuda de la marea avanzaba con rapidez por entre las islas en dirección a alta mar, y era digna de verse con las juanetes y las alas superiores e inferiores desplegadas.

Era aún más digna de verse cuando el sol llegó a su cenit, pues llevaba desplegadas todas las velas que tenía (sobrejuanetes, sosobres, monterillas y velas de estay muy raras que se colocaban en lo alto de la jarcia) y, además, toldos en la proa y en la popa para proteger a los tripulantes del intolerable calor.

Stephen pasó buena parte de la mañana en la enfermería, pues debido a cambios de velocidad tan repentinos como ese, los marineros siempre sufrían dislocaciones, magulladuras e incluso fracturas, y esta vez también los pobres turcos tenían que ser curados de esas cosas. Cuando terminó de atender a sus pacientes, fue a la cabina de Hairabedian. La encontró vacía, aunque eso no le sorprendió porque el intérprete estaba casi recuperado y se quejaba con amargura del confinamiento y el calor, y entonces fue hasta el alcázar. Si desde allí hubiera mirado hacia arriba por la abertura entre los dos toldos extendidos, habría pensado que la corbeta no era digna de verse, pues ahora las velas que habían sido desplegadas y braceadas con esmero colgaban fláccidas. La corbeta no se movía, y los marineros, que habían trabajado tan duro el día anterior, ahora arañaban a escondidas las burdas y silbaban para atraer el viento.

—Buenos días, doctor —dijo Jack—. ¿Cómo están tus pacientes?

—Buenos días, señor. Están bastante bien, pero uno se me escapó. ¿Has visto al señor Hairabedian?

—Sí. Acaba de pasar corriendo y saltando como un niño por el pasamano de estribor. Allí está, justo detrás de la serviola. No, la serviola, esa cosa que sobresale. ¿Quieres hablar con él?

—No, porque veo que está muy bien. Parece la única persona feliz en toda la corbeta. Mira cómo habla alegremente con William Plaice y cómo Plaice mira hacia otro lado muy triste porque no hay viento.

—Tal vez lo sea. Tal vez no todos tengamos la misma filosofía que el
bimbashi
. Es posible que algunos tripulantes de la
Surprise
prefieran ser ricos que pobres y sientan rabia al pensar que la galera se nos puede escapar porque puede seguir avanzando hacia el norte con viento o sin él, mientras que nosotros nos pasamos el tiempo aquí sentados mano sobre mano. Si la tormenta nos hubiera dejado suficientes lanchas, estoy seguro de que en estos momentos estarían en ellas remolcando la corbeta, si pudieran hacer lo que quisieran.

—Estuve hablando con Hassan sobre los vientos de esta región. Dice que, por lo general, después del viento egipcio hay calma y que después de la calma viene otra vez el viento del norte que sopla habitualmente aquí.

—¿Ah, sí? Es un hombre fiable, sin duda. Me habían dicho eso y me alegro mucho de haber obtenido la confirmación de una fuente como esa.

Todos los demás hombres que estaban en el alcázar, excepto los que llevaban el timón y el que gobernaba la corbeta, que tenían que permanecer en su sitio, se habían desplazado al lado de babor, y al llegar allí habían puesto una expresión con que fingían bastante bien que no estaban escuchando. Pero la
Niobe
era una pequeña embarcación y ahora había un silencio casi absoluto, pues sólo oía el rumor del agua al rozar los costados, y ellos tenían que oír lo que hablaban forzosamente, quisieran o no. «Viene el viento del norte que sopla habitualmente aquí» significaba que tendrían la posibilidad de enriquecerse, y en sus rostros aparecieron amplias sonrisas, y Williamson, alegre porque iba a satisfacer su codicia, saltó a los obenques del palo mesana y, volviéndose hacia Calamy, dijo:

—¡A ver quién llega primero al tope!

—¿Te dijo cuánto duraría la calma? —preguntó Jack, secándose el sudor de la cara.

—Dijo que dos o tres días —respondió Stephen, y las sonrisas desaparecieron—. Y también dijo que todo estaba en manos de Dios.

—¿Qué hace? —preguntó Jack al ver que el intérprete se quitaba la camisa y se subía en la borda—. ¡Señor Hairabedian! —gritó.

Pero era demasiado tarde. Hairabedian le oyó, pero ya estaba en el aire. Cayó en las aguas opacas y cálidas casi sin salpicar, nadó por debajo de la superficie paralelamente al costado de la corbeta, reapareció cerca del pescante central y miró hacia el alcázar riendo. De repente volvió su cara sonriente hacia arriba y sacó el pecho y los hombros del agua, y todos pudieron ver una larga y oscura figura debajo de él. Aún tenía la cara vuelta hacia arriba cuando fue sacudido fuertemente y desapareció bajo un gran remolino de agua dando un horrible grito. Luego todos volvieron a ver su cabeza, todavía reconocible, salir a la superficie, y también vieron el muñón de uno de sus brazos y al menos cinco tiburones que luchaban furiosamente en las aguas ensangrentadas. Pocos momentos después, allí sólo había una mancha rojiza, varios tiburones buscando afanosamente algo en ella y otros acercándose con rapidez, con las aletas fuera de la superficie.

El sepulcral silencio duró mucho, mucho tiempo, hasta que el suboficial que gobernaba la corbeta tosió para indicar que casi no quedaba arena en la ampolleta del reloj de media hora.

—¿Continúo, señor? —preguntó el oficial de derrota en voz baja.

—Sí, señor Gill —dijo Jack—. Señor Calamy, mi sextante, por favor.

Entonces se repitieron mecánicamente las palabras y movimientos del ritual de la medición de mediodía, y al final, Jack, en tono solemne, dijo:

—Son las doce.

Unos momentos más tarde sonaron las ocho campanadas y el señor Rowan ordenó:

—¡Llamen a los marineros a comer!

El contramaestre tocó el silbato, los marineros corrieron a ocupar sus puestos y los encargados de servir la comida a cada grupo entraron en la cocina, donde (aunque parecía increíble) hervían a fuego lento desde hacía rato trozos de carne de cerdo y guisantes secos, ya que era jueves. Esos actos eran mecánicos, pues los habían repetido con mucha frecuencia, pero no les despertaron el apetito, y salvo unos cuantos marineros, todos comieron poco y en silencio. La atmósfera cambió cuando llegó el grog, pero, a pesar de eso, los marineros no se rieron ni hicieron bromas ni golpearon sus platos.

A media tarde Mowett fue al encuentro del capitán Aubrey y dijo:

—Señor, los marineros me pidieron que le expresara su deseo de que les permita usar los anzuelos y los aparejos para pescar tiburones. Como estimaban y respetaban al señor Hairabedian, quisieran comerse algunos.

—¡No, por Dios! —exclamó Jack—. ¡Todavía tienen al pobre hombre en el estómago! —argumentó, y por la expresión de los marineros que le escuchaban, supo que pensaban que tenía razón—. No, pero esta tarde, después que pasemos revista, haremos prácticas de tiro con las armas ligeras, y cada uno podrá dispararles media docena de veces si quiere.

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