—¡Orzar y disminuir velamen! —gritó Jack, pensando inmediatamente en cuidar los palos.
Mientras la velocidad de la corbeta disminuía, Jack, con las manos tras la espalda, pensaba en la trampa en que había evitado caer y en la fortuna que había perdido, y al mismo tiempo miraba las abarrotadas lanchas que atravesaban el paso en el arrecife para entrar en las aguas poco profundas de la laguna. No sabía si estaba ahora más alegre o más triste. No sabía si se alegraba de lo ocurrido o lo lamentaba, y estaba tan exaltado que no podía saberlo con seguridad. Entonces pensó: «No llegué a ver a los franceses, ni siquiera al final. Seguramente estaban vestidos como los árabes».
—Señor, el estandarte de la galera se ve todavía —dijo Mowett—. ¿Quiere que lo cojamos?
—¡Claro que sí! —respondió Jack—. Baje una lancha.
Siguió con la vista la ruta por la que había ido la galera y allí, a cierta distancia del arrecife, vio el tope y un pedazo de la parte superior del palo mayor de unos dos pies, y el gallardete verde con la punta en forma de cola de golondrina haciendo un movimiento ondulatorio en la superficie.
—No, deténgase —dijo—. Viraremos y nos acercaremos en la corbeta. Y, por el amor de Dios, ordene extender algunos toldos, porque si no se nos van a derretir los sesos.
El agua estaba clarísima. Cuando los marineros echaron el ancla de leva, no sólo pudieron ver debajo de ella la galera, con la quilla apoyada sobre una plataforma coralina de cincuenta yardas de diámetro, sino también la cadena de su propia ancla bajando más y más y un ancla cubierta de una costra procedente de un naufragio anterior. Los marineros se inclinaron sobre la borda y miraron hacia abajo con tristeza.
Durante la comida, Jack dijo:
—He decidido que nos quedaremos aquí mientras Hassan y los turcos discuten sobre qué parte de la isla es mejor para desembarcar, pues sería absurdo virar de un lado a otro y alejarse y acercarse todo el día con este maldito calor. Pero tal vez debería haber escogido otro lugar, porque cuando veo bajo nuestra quilla cinco mil bolsas a menos de diez brazas de profundidad casi me arrepiento de practicar la virtud.
—¿A qué virtud te refieres, amigo mío? —preguntó Stephen. Stephen era su único invitado, ya que el señor Martin se había excusado de asistir a la comida diciendo que no podía comer ni un bocado con ese calor, aunque había añadido que estaría encantado de reunirse con ellos cuando tomaran el té o el café.
—¡Dios nos asista! —exclamó Jack—. ¿No te has dado cuenta de que hice un acto heroico?
—No.
—Al hundir esa galera, tiré una fortuna por mi propia voluntad.
—Pero no podías apresarla, amigo mío. Tú mismo lo dijiste.
—No en esta parte. Sin embargo, si hubiéramos contorneado la isla, la habría perseguido hasta la misma bahía, y habría sido extraño que nos hubieran impedido apoderarnos del tesoro, tanto si hubiéramos tomado Mubara como si no.
—Pero tenían las baterías cargadas. Nos estaban esperando listos para disparar. Hubieran volado la corbeta.
—Así es, pero yo no lo sabía entonces. Di la orden para hacer el bien, para que la expedición no fracasara y los franceses y sus aliados perdieran el dinero. Me asombro de mi propia magnanimidad.
—Dice el pastor que si puede entrar ahora —dijo Killick, con voz más aguda y desagradable que lo habitual, mirando con rabia la parte posterior de la cabeza del capitán Aubrey, y después hizo un gesto despectivo y murmuró la palabra «magnanimidad».
—Pase, amigo mío, pase —dijo Jack, poniéndose de pie para saludar al señor Martin—. Ahora mismo estaba diciendo al doctor que esta situación es absurda, porque un grupo de pobres están flotando sobre una fortuna, y saben que está ahí y ven, por decirlo así, el arca donde está guardada, y, sin embargo, no pueden alcanzarla. ¡Killick, date prisa con el café! ¿Me has oído?
—Totalmente absurda, señor —dijo Martin.
Poco después Killick trajo la cafetera y la puso en la mesa haciendo una fuerte inspiración, y tras un breve silencio, Stephen dijo:
—Soy un somorgujador —dijo Stephen.
—Stephen, por favor, modérate —dijo Jack, que tenía mucho respeto a los eclesiásticos.
—Todo el mundo sabe que soy un somorgujador —dijo Stephen, mirándole fijamente—. Y durante las últimas horas he estado pensando en que tengo el deber moral de bucear.
Era cierto. Nadie le había pedido abiertamente que lo hiciera, y, después de la triste suerte que había corrido el pobre Hairabedian, nadie tenía valor para pedírselo, pero había visto a muchos marineros conversando en voz baja y lanzando miradas tan elocuentes como las de los perros a su campana de buzo, que estaba colocada ahora en un rincón de la cubierta.
—Así que voy a bajar —continuó—, con tu permiso, tan pronto como John Cooper monte la campana. Mi plan es meter garfios por las juntas de las tablas que forman la cubierta de la galera para que las tablas se rompan cuando tiren de ellos y quede al descubierto lo que está debajo. Pero necesito un compañero para que me ayude a hacer las maniobras.
—Yo también soy un somorgujador —dijo Martin—, y estoy acostumbrado a estar en la campana. Me encantaría ir con el doctor Maturin.
—No, no, caballeros —dijo Jack—. Son ustedes muy amables, infinitamente generosos, pero no deben pensar en eso ahora. Piensen en el peligro que correrán. Piensen en el final que tuvo el pobre Hairabedian.
—No tenemos intención de salir de la campana —dijo Stephen.
—Pero, ¿no pueden entrar en ella los tiburones?
—Lo dudo, pero, aunque así fuera, les induciríamos a salir con un arpón de hierro o una pistola.
—Exactamente —dijo Killick, y dejó caer un plato para dar énfasis a su afirmación y luego se fue con los pedazos en la mano.
Cuando Stephen había bajado a comer con el capitán, los marineros que se encontraban en la cubierta estaban tristes, cansados, decepcionados, casi asfixiados a causa del calor, y tenían tendencia a pelearse unos con otros y con los turcos; sin embargo, al regresar a la cubierta se encontró con una atmósfera alegre, miradas afectuosas, caras sonrientes, risas de proa a popa. Además, su campana ya estaba montada y lista para pasar por encima de la borda y bajar. Tenía el cristal resplandeciente, y en su interior estaban colgadas varias vinateras que sujetaban seis pistolas cargadas y dos picas de abordaje, y sobre el banco había numerosos garfios, poleas y cabos perfectamente adujados. Pero las risas cesaron y la atmósfera cambió por completo cuando lo que era una probabilidad se convirtió en una realidad.
—¿No cree que debería esperar al atardecer, señor? —preguntó Bonden cuando Stephen se disponía a entrar en la campana, y a juzgar por la expresión grave y preocupada de los demás, el marinero hablaba en nombre de muchos de sus compañeros.
—¡Tonterías! —exclamó Stephen—. Recuerda, cuando bajemos dos brazas, pararemos y renovaremos el aire.
—Tal vez deberíamos mandar primero a dos guardiamarinas para que hicieran una prueba —dijo el contador.
—Señor Martin, por favor, siéntese en su lugar habitual —dijo Stephen y, volviéndose hacia el marinero encargado de los barriles, le recomendó—: Tenga cuidado de que no nos falte el aire.
No había que temer eso. James Ogle dio vueltas a la manivela como si de su movimiento dependiera su salvación, y antes que la campana descendiera bajo el agua las dos primeras brazas, ya se había acumulado allí el aire que iba a ser introducido en ella. Todo lo que los preocupados y angustiados marineros podían hacer en la corbeta para protegerles lo hicieron, y veinte de ellos fueron seleccionados para alinearse en el costado con mosquetes; sin embargó, no podían hacer casi nada más que vigilar las poleas, y todos vieron aterrorizados cómo un enorme pez de unos treinta y cinco o cuarenta pies de largo pasaba entre la corbeta y la campana a una profundidad tan grande que no estaba al alcance de los mosquetes. El pez pasó por encima del cristal, ocultando la luz del día, y Stephen, mirando hacia arriba, dijo:
—Ese debe ser un
Carcharodon
. Vamos a ver qué hace.
Abrió la llave de un barril y el aire usado formó una corriente de burbujas. El enorme tiburón se dio la vuelta haciendo un solo movimiento y desapareció.
—Quisiera que se hubiera quedado más tiempo —dijo Martin, tratando de alcanzar el tubo del otro barril—. Poggius dice que es muy raro.
Subió el tubo y el aire comprimido se esparció por el interior de la campana e hizo descender hasta el borde de ella las pocas pulgadas de agua que habían entrado.
—Creo que éste es el día más claro de todos los que hemos bajado —añadió.
—Creo que tiene razón. Nunca he subido en un globo aerostático, por desgracia, pero supongo que flotar en el aire produce esta misma sensación, la sensación de que uno es inmaterial o está en un sueño. ¡Mire, un pequeño
Chlamys heterodontus
!
Pocos minutos más tarde la campana se asentó sobre la cubierta de la galera, detrás de las bancadas y justamente encima de la escotilla de popa, cuyos cuarteles se habían desprendido.
El tiempo pasaba, y les parecía interminable a los que estaban arriba y, en cambio, muy corto a los que estaban abajo.
—¿Qué estarán haciendo? —preguntó Jack por fin—. ¿Qué estarán haciendo? Quisiera que no les hubiera dejado ir.
No llegaba ninguna señal desde la campana y el único signo de que aún había vida en ella eran los chorros de aire que formaban burbujas en la superficie de vez en cuando.
—Quizá deberíamos mandarles un mensaje —dijo Martin, después del décimo intento de unir el cabo, el garfio y la polea—. Quizá deberíamos decirles que mandaran un cabo que ya tenga amarrado un garfio y esté colocado en una polea.
—No quiero que piensen que no soy un buen marino —dijo Stephen—. Vamos a intentarlo sólo una vez más.
—Hay dos pequeños cazones mirando por el cristal —dijo Martin.
—Sí, sí —dijo Stephen en tono irritado—, pero le ruego que atienda a esto. Pase el cabo por esta presilla mientras yo la mantengo abierta.
Aunque el cabo pasó por la presilla, el conjunto no se mantuvo unido, y no tuvieron más remedio que mandar un mensaje escrito en una placa de plomo con un punzón de hierro.
Entonces los marineros bajaron un garfio que incluso la persona más tonta podía colocar. Era preciso hacer un gran esfuerzo para bajarlo desde la cubierta de la
Niobe
, pero a los marineros que halaban la tira
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no les importaba, a pesar de que había mucha humedad y la temperatura era de ciento veintiocho grados Farenheit bajo los toldos. Poco después empezaron a verse grandes pedazos de la cubierta de la galera flotando en la superficie. Puesto que todas las tablas que formaban la cubierta eran muy delgadas y ligeras, excepto los baos que estaban delante y detrás de los mástiles, la cubierta pudo romperse con un rezón, y los baos se desprendieron en cuanto el anclote de la
Niobe
tiró de ellos hacia arriba. Cuando terminaron de abrir el casco, las aguas estaban tan agitadas que no se veía nada desde la corbeta, pero desde la campana llegó otro mensaje: «Vemos cofres o cajas, aparentemente precintadas. Si nos desplazan una yarda a la izquierda, podremos alcanzar el más cercano y lo ataremos con un cabo».
—Nunca pensé que un cofre tan pequeño pudiera pesar tanto —dijo Martin cuando subían el cofre hasta el centro de la campana, donde había más luz—. ¿Se ha fijado en que el sello francés, ese con el gallo que simboliza la Galia, es rojo, y que el árabe es verde?
—Sí, muy bien. Si usted lo inclina un poco, pasaré el cabo alrededor de él dos veces.
—No, no. Debemos rodearlo con el cabo y amarrar los dos extremos arriba, como se hacen los paquetes. Quisiera que en la Armada hubiera cuerdas corrientes, porque este cabo es tan grueso y tan poco flexible que es muy difícil hacer un nudo. ¿Cree que este nudo es adecuado?
—Es estupendo —dijo Stephen—. Ahora tenemos que sacarlo por debajo de la campana y hacer la señal.
—Señor, desde la campana ha llegado el mensaje: «Tirar» —dijo Bonden.
—Entonces empiecen a tirar, pero despacio, muy despacio —dijo Jack.
En ese momento no salían burbujas de la campana. Todos vieron el cofre subir despacio por el agua, al principio no muy claramente, pero después perfectamente, y los marineros que notaron su peso sonrieron.
—¡Dios mío! —exclamó Mowett—. ¡El nudo se está deshaciendo! ¡Rápido, rápido…! ¡Maldita sea!
Al llegar a la superficie el cofre se soltó y empezó a bajar, moviéndose en dirección a la campana.
Mientras Jack, lleno de angustia, seguía con la vista su trayectoria pensó «Si golpea el cristal, están perdidos» y a la vez gritó:
—¡Rápido, halen la tira de la campana!
El cofre pasó a pocas pulgadas de distancia del cristal, chocó con estrépito contra la campana y cayó junto al borde.
—La próxima vez tenemos que hacer el nudo al revés —dijo Martin.
—No puedo soportar esto más tiempo —dijo Jack—. Bajaré y haré el nudo yo mismo. Señor Hollar, déme un pedazo de merlín y otro de meollar. ¡Suban la campana!
Los marineros subieron la campana y la colocaron sobre la cubierta. Entonces Stephen y Martin salieron de ella y fueron vitoreados por todos.
—Me parece que no apretamos bastante el nudo —dijo Stephen.
—¡Tonterías! Han hecho un magnífico trabajo, doctor. Le felicito sinceramente, señor Martin, pero esta vez yo ocuparé su lugar. Ya sabe usted lo que dicen: Zapatero, a tus zapatos.
Todos se rieron al oír esto, pues tenían tan buen humor que no pudieron contenerse. Sin embargo, el capitán Aubrey entró en la campana sobreponiéndose a la aversión que sentía por ella, y no pudo evitar que su expresión alegre y triunfante se transformara en una grave. Detestaba estar encerrado (nunca habría bajado a una mina de carbón por nada del mundo) y durante el descenso le asaltaron temores irracionales y tuvo que reprimir su deseo de salir de allí. Pero las pausas que hacían en el agua, la renovación del aire y la eliminación del aire usado le mantenían ocupado, y cuando se puso de pie sobre unas tablas de la galera se sintió mejor y seguro.
—Hemos vuelto al mismo lugar donde estábamos —dijo Stephen—. Ese es el cofre que se nos cayó. Vamos a meterlo aquí.
—¿Son todos iguales? —preguntó Jack, mirando el pesado cofre, que tenía profundas ranuras a los lados.
—Por lo que he visto, todos son exactamente iguales —dijo Stephen—. Mira, aquí junto al borde hay una fila que llega hasta la proa.