Cuando terminó de describirla, se quedó inmóvil durante un rato, sonriendo, y luego continuó:
Así que llegamos rápido y con sólo un hombre enfermo. Lamentablemente, el intérprete se puso las botas sin notar que dentro de una había un escorpión y ahora está tumbado con una pierna como una almohada. Me da mucha lástima, porque es un hombre amable y cumplidor y conoce todas las lenguas de Levante y también el inglés. Podría haber construido la torre de Babel él solo. Por desgracia, una vez más, llegamos cuando todavía nuestros amigos no estaban preparados. Ya estaba aquí la corbeta de la Compañía, una embarcación muy ancha y con la proa redondeada que realmente parece un mercante, con casi todos los cañones ocultos bajo la cubierta, y ya estaban a bordo sus tripulantes, todos marineros de las Indias Orientales excepto uno de los pilotos, que es europeo, y soplaba un viento favorable para salir del golfo, pero los turcos que tenían que subir a bordo… ¿dónde estaban?
Fui a ver al gobernador egipcio, pero no estaba, y, aparentemente, el vicegobernador, un hombre nuevo en ese cargo, al que llegó tras los recientes disturbios, no sabía nada del plan y sólo parecía interesado en que le pagáramos una absurda suma en concepto de derechos de anclaje, abastecimiento de agua a la Nimbe y derechos de aduana de su falso cargamento. Ante la insistencia de Hairabedian, que fue llevado allí en una parihuela, dijo que había un destacamento turco en las inmediaciones de la ciudad, pero que se habían desplazado un poco, aunque no sabía exactamente adonde. Añadió que tal vez regresarían después del ramadán, pero que de todas formas, les avisaría de que estábamos aquí. Es evidente que no siente simpatía por los turcos, y sería raro que los turcos la sintieran por él, aunque lo intentaran con todas sus fuerzas. Me trató con descortesía (¡Cuánto lamenté no haber tenido el chelengk entonces!), pero Hairabedian dijo que en estos momentos no es conveniente reñir con él, debido a que las actuales relaciones entre Turquía y Egipto son muy delicadas. Naturalmente, no avisó a los turcos, y como Hairabedian estaba en la parihuela, yo estaba paralizado. Seguía soplando con fuerza un viento favorable, un viento muy caliente, pero que soplaba en la dirección conveniente, y las horas pasaban, y la luna era un poco más pequeña cada vez que salía. Pero sólo gracias a la suerte encontré al final a los soldados. Los soldados de nuestra escolta pasaron algún tiempo en la ciudad esperando a que terminara el ramadán para regresar a Tina y gastando la gratificación que les había dado en satisfacer sus deseos después que anochecía, y cuando se iban, el odabashi vino a despedirse de los oficiales asimilados y les dijo que el gobernador egipcio y el oficial que mandaba las tropas turcas habían reñido y que, a consecuencia de esto, el oficial había retirado las tropas al oasis de Moisés, y que en el bazar corría el rumor de que el egipcio ordenaría a la tribu beduina de Beni Ataba que las atacara. Eso parecía absurdo, pero, de todos modos, no podíamos confiar en los egipcios. Enseguida mandé a un mensajero al oasis de Moisés, pero ya había llegado el bayram, el fin del ramadán, y el oficial turco respondió invitándome al banquete que iban a celebrar y diciendo que no se movería hasta que no nos hubiéramos comido entre los dos una cría de camello y que no importaba esperar dos o tres días más. Desafortunadamente, el egipcio también me había invitado ese día, y Hairabedian dijo que tenía que ir, y con mi mejor uniforme, si no se ofendería, así que fui a los dos banquetes».
Pensó en hablarle del banquete ofrecido por el egipcio, de la interminable música árabe, del calor que sentía sentado allí hora tras hora, sonriendo tanto como podía, y de las mujeres gordas que bailaron o, al menos, se retorcieron y se movieron con sacudidas todo el tiempo, mientras se comían a los hombres con los ojos. También pensó en contarle de qué manera llegó hasta el oasis de Moisés, que los turcos le recibieron tocando timbales y trompetas y disparando salvas con mosquetes, que el guiso de cría de camello con almendras, miel y mucho cilantro era viscoso, y cómo la alta temperatura, incluso a la sombra, afectó a su cuerpo lleno con la comida de dos banquetes sucesivos. Pero en vez de eso, le contó que le era difícil comunicarse con el
bimbashi
Midhar, el oficial al mando de las tropas turcas.
Puesto que el intérprete no estaba en condiciones de moverse, el pobre, Stephen tuvo la amabilidad de venir conmigo para ver si podía ayudar hablando griego, la lengua franca y una especie de árabe que hablan en Marruecos. Esas lenguas le sirvieron para hacer comentarios generales sobre la comida, como "La sopa es excelente, señor" o "Permítame servirle más ojos de cordero", pero al final del banquete, cuando se fueron todos excepto los dos oficiales de más antigüedad y el caballero árabe que vamos a instalar en el trono de Mubara, y quise decir al bimbashi que era muy importante darse prisa, no pudimos entendernos. Era evidente que ni el turco ni el egipcio sabían nada de la galera que ese día o el día siguiente zarparía de Kassawa con rumbo norte con los franceses y el tesoro a bordo (lo que me extrañó, pues antes de que Hairabedian se pusiera tan mal, me dijo que un mercader árabe que estaba en Suez le aseguró que a bordo de la galera que se encontraba en Kassawa ya habían subido muchas cajas pequeñas, pero más pesadas que el plomo, y muy bien protegidas), así que era absolutamente necesario hacerle comprender cuál era la situación en esos momentos. Pero cada vez que lo intentábamos, los dos oficiales reían a carcajadas. Los turcos no se ríen con facilidad, como sabes, y esos dos, aunque eran jóvenes y dinámicos, hasta ese momento habían estado tan serios como jueces. Pero cuando dijimos "deprisa", no pudieron contenerse y empezaron a reír con sonoras carcajadas, balanceándose y dándose palmadas en los muslos. Y cuando pudieron hablar, se secaron los ojos y dijeron: "Mañana o la semana que viene". Al final incluso Hassan, el gobernante árabe, se unió a ellos, y resoplaba como un caballo mientras reía.
Entonces trajeron la pipa de agua y nos pusimos a fumar. Los turcos se reían como para sí de vez en cuando, el árabe sonreía, y Stephen y yo estábamos desconcertados. Al fin Stephen volvió a intentarlo, dando la vuelta a la frase y soplando para indicar que debíamos aprovechar el viento favorable, que todo dependía del viento. Pero tampoco dio resultado, y al comprender la desafortunada palabra, los turcos reventaron de risa, y uno sopló con tal fuerza por el tubo de la pipa que hizo salir un chorro de agua hacia arriba y el tabaco se cayó y entonces Stephen dijo: "¡Ah, zut alors!". El árabe se volvió hacia él y, después de preguntarle "¿Habla usted francés, señor?", empezó a hablar en ese idioma con fluidez. Parece que Hassan, como su primo, el jeque actual, fue prisionero de los franceses cuando era joven.
Muchas veces en mi vida he visto cambios de expresión bruscos, pero ninguno tan rápido y tan grande como el del bimbashi, pues estaba desbordante de alegría y puso un gesto muy grave de repente, cuando oyó al árabe traducir la parte del mensaje referida al dinero francés. Al principio no podía creer que la cantidad fuera tan alta, aunque Stephen, prudentemente, le había dicho el cálculo más bajo, dos mil quinientas bolsas, y se volvió hacia mí. Le dije "Sí", escribiendo esa cantidad en el suelo con un postre gelatinoso medio derretido (nuestros números son muy parecidos a los suyos), y añadí "Y tal vez esto", escribiendo cinco mil.
El árabe, juntando las manos, dijo: "¿Ah, sí?". Y un minuto después había tanta actividad en aquel lugar como en una colmena virada al revés. Los hombres corrían en todas direcciones, los suboficiales chillaban, y los tambores y las trompetas sonaban. Al amanecer ya había subido a bordo hasta el último soldado, pero teníamos el viento en contra.
El viento había rolado durante la noche, y se había entablado en esa dirección y soplaba con fuerza. Si miras el mapa, comprenderás que para que nuestra corbeta pueda atravesar el largo y estrecho golfo de Suez en dirección sursuroeste, es necesario que navegue con el viento en popa. A veces el bimbashi se tira de los cabellos y azota a sus hombres; a veces el húmedo calor y la frustración me producen la sensación de que mi pequeño cuerpo no podrá soportar más el cansancio en este gran mundo; y a veces los marineros (que saben perfectamente lo que vamos a hacer y en el fondo son como los piratas) me mandan a decir con los guardiamarinas, los oficiales, Killick y Bonden que con mucho gusto sacarán la corbeta de aquí a remolque cuando yo lo considere oportuno, y que les importan poco la insolación y la apoplejía. Pero como el puerto no está resguardado y tiene arrecifes de coral e intrincados canalizos, sus aguas son poco profundas y el terreno del fondo no es bueno para el anclaje, mientras sople este viento, no estaría bien pedirles que lo hagan; sin embargo, si el viento amaina, les diré que lo intenten, aunque Dios sabe que uno suda copiosamente al caminar sólo de una punta a otra de la corbeta, así que sudará mucho más al realizar la ardua tarea de remolcarla. Incluso a los marineros de las Indias Orientales les es difícil soportar el calor. Entretanto, hacemos preparativos para el viaje (poner los cañones en su sitio y otras cosas) o permanecemos sentados, y de vez en cuando nos rechinan los dientes. Mowett y Rowan tienen tendencia a pelearse. Siento tener que decir esto, pero, en mi opinión, dos ruiseñores no pueden estar en un mismo árbol. Los únicos que están contentos son Stephen y el señor Martin. Se pasan horas ahí abajo dentro de la campana de buzo cogiendo gusanos, pececillos de brillantes colores y trozos de coral, e incluso comen dentro de ella a veces. Y cuando no están ahí, caminan por los arrecifes observando los animales que viven en las aguas poco profundas y las aves (dicen que han visto montones de quebrantahuesos). A Stephen nunca le ha molestado el calor, aunque fuera excesivo, pero no sé si a Martin le es fácil soportarlo, aunque suele llevar una sombrilla verde. Se ha puesto delgado como una grulla. Parece una grulla sonriente, aunque no sé si podrás imaginarte un animal así. Perdóname, Sophie, pero el mayor Hooper está aquí y tiene prisa por continuar su viaje. Os quiero mucho a ti y a los niños.»
Tu amante esposo,
John Aubrey
Cuando vio zarpar la lancha del mayor, Jack, jadeante, volvió a la cabina, adonde el aire caliente llegaba a través de los escotillones. A lo lejos, delante de una hilera de altas y ondulantes palmeras, vio a Stephen y a Martin cargando entre los dos una tortuga de considerable tamaño. Una lancha se abordó con la corbeta, y en ella venía otro árabe más para visitar al señor Hairabedian. A través de la claraboya que estaba justo encima de su cabeza, oyó a Mowett decir «Me gusta estar cerca del bosque cuando caen las hojas / y frío viento invernal sopla», y por alguna razón, apareció en su mente la imagen de la luna de la noche anterior. Aquella noche la luna ya no parecía una hoz, como la noche del
beyram
, sino, por desgracia, una gran tajada de melón, y seguramente alumbraría la ruta de la galera, que ya estaría muy cerca de Mubara. Entonces pensó: «Sin embargo, no hemos perdido ni un minuto cuando atravesamos el istmo. No puedo culparme de eso». Pero también pensó que quizá debería haber tratado al egipcio con más tacto o haber encontrado una manera de ponerse en contacto con los turcos más rápido, a pesar de lo que él dijera, y analizó una serie de posibilidades. Luego el sueño hizo que se suavizaran sus acusaciones, y de una parte de su mente surgió la frase «Hasta los ratones mejor guiados se pierden a veces», y antes que se formara en la otra la réplica «Sí, pero a los líderes sin suerte no les confían misiones delicadas y mal planeadas», se quedó dormido, aunque esta idea permaneció en lo más profundo de su mente, preparada para aflorar de nuevo.
Cuando había comenzado su carrera naval, había adquirido la habilidad de dormirse rápidamente a cualquier hora, y la conservaba todavía, a pesar de que habían pasado muchos años desde que hacía guardia. Podía dormir por muy grande que fuera el ruido y por muy incómodo que estuviera, y para despertarle era necesario alguna alteración importante del modo de navegar del barco. Para eso no fueron suficientes el ruido producido por una cadena al arrastrarse por la cubierta ni los gritos de los marineros de las Indias Orientales, ni sus propios ronquidos (tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta), ni el olor de la comida turca, que el aire de la tarde arrastraba. Lo que le despertó, y le despertó completamente, fue el cambio del viento, que de repente había rolado treinta grados y ahora estaba amainando y soplaba con intermitencias.
Subió a la cubierta y fue hasta el alcázar, que estaba más lleno que de costumbre. Enseguida sus oficiales llevaron al lado de sotavento a los oficiales turcos y al árabe, que, a pesar de no comprender lo que ocurría a bordo de un barco, tenían una actitud obediente. En un momento quedó vacío el lado de barlovento, y Jack se quedó allí de pie mirando el cielo al anochecer, las agrietadas nubes que pasaban sobre África y la niebla que cubría la costa de Arabia. Estaba seguro de que el tiempo iba a cambiar, y esa era también la opinión de muchos de los marineros de la
Surprise
destinados al castillo, marineros viejos y experimentados que eran tan sensibles a esas alteraciones como los gatos, que ahora estaban alineados en el pasamano y de vez en cuando le dirigían significativas miradas.
—Señor McElwee —dijo, volviéndose hacia el piloto de la compañía—, ¿qué piensan usted y el piloto indonesio?
—Bueno, señor —dijo el señor McElwee—, no he navegado muchas veces más al norte de Jiddah o de Yanbu, como le dije, y tampoco el piloto indonesio, pero los dos pensamos que es probable que haya una tormenta por la noche y que mañana sople el viento egipcio.
Jack asintió con la cabeza. El viento egipcio no era el más favorable para navegar por un golfo como el de Suez, muy estrecho y con muchos arrecifes de coral y fuertes corrientes, pero al menos era un viento largo, y si la
Niobe
tenía tanta agilidad como decían y si se ejecutaban las maniobras con precisión, podría hacerla salir a alta mar.
—Bueno —dijo Jack—, creo que deberíamos preparar un anclote para remolcar la corbeta, pues si este maldito viento ha amainado lo suficiente cuando suba la marea, podremos remolcarla hasta la salida del puerto, y de ese modo, si llega el viento egipcio, podremos aprovecharlo desde que empiece a soplar.
—Doctor, nos han dicho que probablemente soplará el viento egipcio —dijo, cuando Stephen y Martin, después de mandar subir muchas cajas con corales y conchas, subieron a bordo, y cuando ya la guindaleza salía por la proa de la
Niobe
, halada por la barcalonga, que avanzaba por entre multitud de jabeques y falúas.