—¿Es tan malo como el simún?
—Sí —respondió Jack—. He oído decir que es extremadamente caliente, incluso comparado con los que soplan en esta zona. Pero lo importante es que sopla del oeste o del noroeste. Con tal que sea largo, puede ser tan caliente como quiera.
—Tan caliente como quiera —repitió cuando tomaban té en la cabina—. Aunque no creo que pueda ser más caliente, porque si lo fuera, sólo sobrevivirían los cocodrilos. ¿Has sentido alguna vez un calor como éste, Stephen?
—No —respondió Stephen.
—Nelson dijo una vez que no necesitaba abrigo, porque el amor a su patria le mantenía en calor. Me pregunto si le hubiera mantenido fresco si hubiera estado aquí. Estoy seguro de que a mí no me produce ningún efecto, porque estoy chorreando como el destilador de Purvis.
—Tal vez no quieras a tu patria lo suficiente.
—¿Quién puede quererla si hay que pagar como impuesto dos chelines por libra y han recortado la parte que los capitanes reciben del botín a un octavo?
Las primeras ráfagas del viento egipcio llegaron poco después del amanecer. La
Niobe
estaba anclada con una sola ancla a la salida del puerto, adonde había sido remolcada durante la noche. El viento se había encalmado durante la guardia de media, y aunque estaban abiertas todas las escotillas y los escotillones, había un calor sofocante bajo la cubierta, y las primeras ráfagas del viento egipcio aumentaron aún más el calor.
Jack había dado un par de cabezadas, pero subió a la cubierta al despuntar el alba, y al ver que el viento formaba ondulaciones en el agua, sintió una gran alegría y una sensación de liberación, y volvió a tener esperanzas. Con tantos y tan dispuestos tripulantes, el cabrestante dio vueltas a considerable velocidad, haciendo subir el ancla casi ininterrumpidamente, y poco después la
Niobe
empezó a navegar, moviendo la proa con rapidez a pesar de ir en contra de la corriente, pero Jack notó que no tenía comparación con la
Surprise
ni en la rapidez con que respondía ni en la velocidad, aunque era una pequeña corbeta estable y manejable, que escoraba poco a sotavento, al menos cuando navegaba con viento largo, y eso le causaba una gran satisfacción. Sin embargo, el viento le parecía extraño, no porque estaba extremadamente caliente, como si hubiera salido de un horno, ni porque llegaba en desiguales ráfagas, sino por algo que no podía definir. El sol acababa de salir por el este y brillaba con intensidad en el cielo despejado, pero por el oeste se veía una amenazadora masa oscura, y sobre la línea del horizonte, formando unos diez grados con ella, había una franja de color amarillo anaranjado demasiado gruesa para ser una nube.
«No sé qué es eso», se dijo. Y cuando se volvió para bajar a tomar su primer desayuno, la primera y reconfortante taza de café (genuino café de Moka, traído directamente del puerto de esa ciudad), vio a sus cuatro guardiamarinas mirándole fijamente, y pensó: «Desde luego, esperan que yo sepa lo que es, porque creen que un capitán es omnisciente».
Stephen entró en la cabina con una pequeña botella en la mano.
—Buenos días —dijo—. ¿Sabes qué temperatura tiene el mar? Ochenta y cuatro grados Farenheit. Todavía no he calculado la salinidad, pero supongo que será extraordinariamente alta.
—Estoy seguro. Éste es un lugar extraordinario. Sin embargo, el barómetro no ha bajado mucho… ¿Sabes una cosa, Stephen? Te agradecería que le preguntaras a Hassan qué es esa franja que hay en el cielo al oeste? Como pasa gran parte de su tiempo cabalgando en un camello por el desierto, debe conocer bien el tiempo en esta zona. Pero no tengo prisa en saberlo. Terminemos esta cafetera primero.
Era mejor para él que no tuviera prisa, porque la cafetera era muy grande y Stephen hablaba sin contención sobre los escorpiones, porque había gran número de ellos en la bodega y los tripulantes de la
Surprise
corrían de un lado a otro intentando matarlos.
—¡Es un abuso! Los escorpiones no atacan sin motivo. Sólo pican si son provocados, y la picadura puede producir cierto malestar e incluso hacer a alguien caer en estado de coma, pero rara vez han causado la muerte, mejor dicho, nunca, salvo a las personas que padecían del corazón, y esas personas iban a morir pronto de todas maneras.
—¿Cómo está el pobre Hairabedian? —preguntó Jack.
—Ya mañana podrá correr de un lado a otro, y eso le parecerá mejor que el descanso —respondió Stephen.
En ese momento, una ráfaga de viento arremetió contra la
Niobe
y la hizo inclinarse tanto que casi volcó. El café se esparció por sotavento, aunque ellos, inexplicablemente, retuvieron las tazas vacías en las manos. Cuando la corbeta se enderezó, Jack volvió a ponerse de pie y empezó a caminar por entre la mesa y las sillas derribadas, los papeles y los instrumentos. En cuanto atravesó la puerta de la cabina, le envolvió una nube de arena amarillenta (tenía arena encima, arena debajo de los pies y arena entre los dientes) y a través de ella notó un gran desorden. Las velas gualdrapeaban; el timón estaba dando vueltas y, aparentemente, a consecuencia de su movimiento, el timonel se había roto un brazo, había saltado por el aire y había caído en el pasamano; los botalones y las lanchas estaban sobre la cubierta; y la vela de estay mayor, con aspecto fantasmal, estaba casi completamente desprendida de la relinga y hacía un movimiento ondulante en dirección a sotavento. La situación era grave, pero los daños no habían sido importantes. Las retrancas de los cañones no se habían desatado (la corbeta se habría hundido rápidamente si uno de los cañones de nueve libras hubiera llegado a atravesar el costado opuesto cuando había dado el bandazo) y los marineros habían soltado las escotas para proteger los mástiles y dos timoneles ya habían cogido el timón. Pero más grave aún era el comportamiento de la multitud de turcos. Algunos corrían por el castillo y el combés entre los remolinos de arena, muchos más salían por la escotilla central y la de proa, y la mayoría de los que estaban en la cubierta estaban sujetos a la jarcia, obstaculizando el trabajo de los marineros. Si más turcos se sujetaban a ella, sería imposible maniobrar la corbeta, y en caso de que llegara otra ráfaga, la corbeta volcaría y seguramente se perderían muchas vidas, pues los que no eran hombres de mar caerían por la borda a montones.
Estaban allí Mowett, Rowan y Gill, el oficial de derrota, aún medio desnudo.
—¡Llévenlos abajo! —gritó Jack, corriendo hacia la proa con los brazos abiertos y gritando como si estuviera conduciendo una bandada de gansos.
Los turcos eran feroces guerreros en tierra, pero ahora se encontraban fuera de su elemento y estaban desconcertados y aterrorizados, y muchos de ellos también mareados. Ante el aplomo de los cuatro oficiales que caminaban tan fácilmente por la oscilante cubierta, los turcos cedieron y se dirigieron a las escotillas caminando a trompicones, y unos bajaron y otros cayeron por ellas. Jack había acabado de dar la orden de que taparan las escotillas para que los turcos permanecieran abajo cuando tuvo la sensación de que el aire era extraído de sus oídos, una sensación que precedió la siguiente ráfaga una fracción de segundo. La ráfaga hizo escorar a la corbeta, pero la corbeta no volvió a enderezarse porque el viento egipcio se entabló y a partir de entonces sopló constantemente, aunque con intensidad variable. Cuando Jack volvía a la popa, con los ojos casi cerrados para protegerlos de la arena, se preguntó cómo era posible que la gente pudiera respirar aquel aire tan caliente y dio gracias a su estrella por haber evitado que guindara los mastelerillos.
También podía haberle dado las gracias por haberle proporcionado una tripulación formada por robustos y expertos marineros y, además, un grupo de oficiales competentes (Mowett y Rowan eran aficionados a recitar poesías en la cámara de oficiales, pero eran capaces de hablar en prosa con rapidez y convicción en la cubierta cuando había una emergencia). Pero tal vez no le hubiera dado las gracias aunque hubiera tenido tiempo para hacerlo, ya que pensaba que todos los miembros de la Armada tenían que ser forzosamente buenos marinos, y que si alguno no lo era no era digno de respeto, y sólo alababa a sus hombres cuando hacían algo extraordinario. No obstante, no tuvo tiempo, porque la mayor parte de las veinte horas que siguieron se ocupó de proteger la corbeta y hacer que mantuviera el rumbo.
Durante gran parte del principio de ese período se dedicó a disminuir vela y a otras tareas como asegurar las vergas y las lanchas que aún estaban amarradas, poner contraestayes y brazas y poleas móviles, reforzar los cañones con retrancas más gruesas y reparar los daños que había sufrido la jarcia en la parte superior. Mientras tanto trataba de ver si se avecinaba alguna tempestad a través de la capa de arena y polvo amarillento que el aire había formado, una capa tan espesa que tras ella el brillante sol parecía una naranja rojiza, como en Londres en esos días de noviembre, aunque esos días de noviembre tenían aquí una temperatura de ciento veinticinco grados Farenheit a la sombra.
Pero alrededor de mediodía, cuando fue reparado el mastelero de velacho y el viento egipcio dejó de soplar con intermitencias, la situación cambió. Ahora tenían que preocuparse menos por sobrevivir que por avanzar todas las millas posibles con ayuda del viento, o como Jack se dijo, «mimando al viento», y la alegría sustituyó a la preocupación que todos tenían en las primeras horas, cuando un error podría haber tenido como consecuencia la pérdida de vidas. Pocas cosas entusiasmaban a Jack como hacer navegar un barco al límite de sus posibilidades en medio de una tormenta, y ahora su principal preocupación era averiguar qué cantidad de velamen podía llevar desplegado la
Niobe
y dónde debía desplegarlo. Naturalmente, la respuesta dependía de la fuerza del viento y del movimiento del mar, y no era fácil calcular ninguna de las dos cosas, ya que en el golfo la marea y las corrientes variaban continuamente.
Pero no sólo por placer Jack hizo navegar la
Niobe
a gran velocidad, a tan gran velocidad que la proa hacía saltar la blanca espuma por la amura de babor y caer como una ráfaga de lluvia salada sobre la parte de estribor del castillo. Desde muy pronto se había dado cuenta de que mientras más rápido navegaba la corbeta, menos escoraba, y puesto que el golfo era estrecho, bordeado por arrecifes, sin bahías resguardas ni puertos, tenía que procurar que la corbeta no escorara ni siquiera una yarda. Además, no podían detenerse cerca de la costa arábiga, así que tenían que seguir navegando, y siempre por el centro del golfo o más cerca de barlovento, tan cerca como él juzgara conveniente, a menos que decidiera virar en redondo para volver al puerto de Suez, donde tal vez la corbeta podría estar protegida. Pero en ese caso, tendría que abandonar la expedición, porque una vez que los ingenieros franceses llegaran a Mubara, mejorarían el sistema de defensa de la fortaleza de tal modo que una corbeta de cañones de nueve libras de la Compañía y un puñado de soldados turcos no podrían atacar la isla. O llegaba antes que ellos o era inútil que fuera.
Navegar hacia el sur a gran velocidad era peligroso, pero ahora lo era menos, en primer lugar, porque el mar tenía un movimiento tumultuoso y ponía al descubierto los arrecifes, y en segundo lugar, porque Jack tenía la ayuda del piloto indonesio, que desde la verga trinquete dirigía la corbeta, comunicando a gritos todo lo que observaba a Davis, el marinero de voz más potente de toda la tripulación, que, de pie en el castillo, medio cubierto por las olas, lo repetía para que lo oyeran en la popa, y también tenía la ayuda de todos los tripulantes de la
Surprise
, que le conocían tan bien que comprendían las órdenes desde la primera palabra y que eran excelentes marineros. No obstante esto, algunas veces pensó que estaban perdidos. La primera fue cuando la corbeta chocó con un tronco de palma medio hundido, golpeándolo con tal fuerza en el centro con el tajamar que casi se detuvo y se le soltaron tres burdas, aunque los mástiles se mantuvieron firmes, y luego el tronco siguió moviéndose por debajo de la quilla y faltó poco para que chocara con el timón, pues pasó por su lado a escasas pulgadas. La segunda fue cuando la
Niobe
fue sacudida por una cegadora ráfaga de arena y, entre los aullidos del viento, se oyó claramente un chirrido bajo la cubierta y Jack vio brillar entre las olas, por babor, una de las grandes placas de cobre que recubría el casco.
A mediodía era todavía menos peligroso. Aunque la corbeta seguía navegando a una velocidad vertiginosa, con las gavias y las mayores arrizadas, la parte de la costa egipcia que ahora tenían por estribor bordeaba una gran extensión de terreno rocoso y seco, pero no desértico, por tanto, con menos arena que ofrecer al aire, y la visibilidad aumentó. La vida en la corbeta volvió casi a la normalidad, y aunque no se pudo hacer la medición de mediodía ni se pudo encender el fuego de la cocina para preparar la comida de los marineros, volvieron a sucederse regularmente las campanadas, el relevo del timonel y las mediciones con la corredera. La última de ellas causó gran satisfacción a Jack, pues era de doce nudos y dos brazas, la cual, teniendo en cuenta la forma matronil de la
Niobe
, era probablemente la mayor velocidad que podía alcanzar sin sufrir daños, aunque pensaba que tal vez podía hacerla aumentar una braza o más colocando una vela de capa en el mastelero de sobremesana.
Jack estaba pensando en eso cuando notó que Killick estaba a su lado y tenía en las manos un sándwich y una botella de vino mezclado con agua con un tubo encajado en el corcho.
—Gracias, Killick —dijo.
De repente se dio cuenta de que estaba hambriento a pesar del terrible calor y del montón de arena que tenía en la garganta, y de que estaba sediento a pesar de que la espuma del mar y los chorros de agua que a veces pasaban por encima de la borda le habían empapado. Mientras comía, escuchaba sin mucho interés a Killick, que en tono bastante alto, protestaba:
—Nunca terminaré de quitar la arena… Hay arena en todos los uniformes, los baúles y las taquillas… Entra por todas las rendijas… Tengo arena hasta en los oídos…
Y en cuanto acabó de beberse el vino, dijo:
—Señor Mowett, debemos relevar al piloto y a Davis, porque están roncos como cuervos. Llame a comer por separado a los dos grupos de guardia. Tendrán que contentarse con pan y lo que el contador encuentre, pero todos recibirán su ración de grog, incluso los que han cometido faltas. Ahora voy a bajar para ver cómo están los turcos.