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Authors: John Katzenbach

El Profesor (3 page)

El olor traspasó la funda de la almohada. Era un olor aceitoso, denso, que venía del suelo del vehículo; el olor sudoroso y dulce del hombre que la sostenía contra el suelo. En algún lugar, en su interior, sabía que sentía un gran dolor, pero no podía precisar dónde. Trató de mover los brazos y las piernas, manoteando a la nada, como un perro que sueña que está persiguiendo conejos, pero escuchó que el hombre gruñía:

No, no lo creo...

Y entonces hubo otra explosión en su cabeza, detrás de los ojos. Lo último de lo que fue consciente fue de la voz de la mujer que decía:

No la mates, por el amor de Dios...

Capítulo 3

Sostuvo la gorra rosa suavemente, como si estuviera viva, haciéndola girar con cuidado en sus manos. En el borde de la parte interior vio el nombre «Jennifer» escrito con tinta, seguido por un gracioso dibujo de un pato sonriente y las palabras «es genial» como si fueran la respuesta a una pregunta. Ningún apellido, ningún número de teléfono, ninguna dirección.

Adrian estaba sentado al borde de su cama. A su lado, sobre la colcha multicolor hecha a mano que su esposa había comprado en una feria de colchas de parches poco antes de su accidente, yacía fríamente su pistola automática Ruger nueve milímetros. Había reunido una gran colección de fotografías de su esposa y de la familia, y las había desparramado por todo el dormitorio para poder mirarlas mientras se preparaba. En el pequeño despacho donde alguna vez había trabajado sobre conferencias y planes de enseñanza, había grapado a un informe del neurólogo una copia del artículo de Wikipedia sobre «Demencia por cuerpos de Lewy».

Pensó que lo único que le faltaba era escribir una nota de suicidio adecuada, algo sentido y poético. Siempre había adorado la poesía y hasta había tenido sus escarceos escribiendo algunos versos. Había llenado estanterías con colecciones que iban desde los modernos hasta los antiguos, desde Paul Muldoon y James Tate hasta Ovidio y Catulo. Hacía algunos años había publicado por su cuenta un pequeño volumen con sus propios poemas,
Cantos de amor y locura
. No porque pensara que fueran realmente buenos. Pero le encantaba escribir, versos libres o con rima, y creyó que eso podría ayudarle precisamente en aquel momento.
Poesía en lugar de coraje
, pensó, por un momento, se distrajo. Se preguntó dónde habría puesto un ejemplar de su libro. Pensó que realmente debía estar sobre la cama, al lado de las fotografías y de la pistola. Las cosas quedarían totalmente claras para quienquiera que fuese el que llegara a la escena de su propio asesinato.

Pensó que justo antes de apretar el gatillo debía llamar al 911 —que es el teléfono de emergencias en Estados Unidos— e informar sobre disparos en su casa. Eso haría que los policías, preocupados, llegaran en pocos minutos. Sabía que debía dejar la puerta principal abierta de par en par como una invitación a entrar. Estas precauciones impedirían que pasaran semanas antes de que alguien encontrara su cuerpo. Sin descomposición. Sin olor. Haciendo que todo fuera tan ordenado y pulcro como resultara posible. No podía hacer nada, pensó, respecto a la salpicadura de sangre. Eso no se podía evitar.

Por un momento se preguntó si debía escribir un poema sobre su modo de planear las cosas:
Últimos actos antes del último acto
. Ése era un buen título, pensó.

Adrián se balanceó de un lado a otro, como si el movimiento pudiera aflojar las ideas atascadas dentro de él en lugares ennegrecidos que ya no podía alcanzar. Podría haber algunas otras pequeñas tareas previas al suicidio de las que tuviera que ocuparse: pagar algunas facturas extraviadas, apagar la calefacción o el calentador de agua, cerrar con llave el garaje, sacar la basura. Se encontró repasando mentalmente una pequeña lista de verificación, un poco como un típico habitante de un barrio de las afueras que repasaba las tareas del sábado por la mañana. Tuvo la extraña idea de que parecía tener más miedo al desorden producido al matarse y tener que dejar todo para que otros lo limpiaran que al hecho mismo de suicidarse.

Limpiar el desorden de la muerte
. Más de una vez había tenido que hacer precisamente eso. Los recuerdos trataron de atravesar la muralla de su organización. Luchó para rechazar imágenes de tristeza que resonaban dentro de él, y se concentró en las fotografías a su alrededor sobre la cama y apoyadas sobre una mesa cercana. Padres, hermano, esposa e hijo:
Pronto estaré con vosotros
, pensó. Una hermana distante, sobrinas, amigos y colegas: Os veré después. Parecía estar hablándoles directamente a las personas que lo miraban. Se dio cuenta de que había muchas risas y sonrisas. Momentos felices en barbacoas, bodas y vacaciones. Todo ello registrado en imágenes.

Miró rápidamente a su alrededor. Los otros recuerdos estaban a punto de desaparecer para siempre. Los malos tiempos que habían llegado con demasiada frecuencia a lo largo de su vida.
Aprieta el gatillo y todo eso desaparece
. Bajó la vista y vio que todavía sostenía con fuerza la gorra rosa.

Empezó a colocarla a un lado para coger el arma, pero se detuvo. Pensó que eso les confundiría. Algún policía se preguntaría:
¿Qué diablos está haciendo con una gorra rosa de los Red Sox?
Podría enviarlos por alguna inexplicable y superflua tangente de novela de misterio. Sostuvo la gorra delante de él otra vez, directamente ante sus ojos, como se sujetaría una piedra preciosa a contraluz, tratando de ver las imperfecciones ocultas.

El algodón rústico debajo de sus dedos se sentía tibio. Recorrió con un dedo la distintiva B. El color rosa se había desteñido un poco y la cinta interior estaba deshilachada. Eso solamente pudo ocurrir si la joven rubia la hubiera usado con frecuencia, especialmente durante el invierno, en vez de una gorra de esquiar más abrigada. La gorra —vaya uno a saber la razón oculta— era una de sus prendas de vestir favoritas. Lo cual, le pareció a él, quería decir que no la habría abandonado en la calle.

Adrian respiró hondo y reconsideró todas las impresiones de ese anochecer, dándoles vueltas en su mente de manera muy parecida a como estaba girando la gorra de béisbol en sus manos:
La joven con la mirada decidida. La mujer al volante. El hombre a su lado. La leve vacilación al detenerse junto a la adolescente. La aceleración rápida y la desaparición. La gorra que quedó atrás. ¿Qué ocurrió?

¿Fuga? ¿Escapada? Tal vez era una de esas intervenciones de algún culto o de algo relacionado con la droga, en las que aparecían los «salvadores» para luego sermonear al candidato en una habitación alquilada en algún motel barato hasta que el pobre niño admitía un cambio de actitud, de creencia o de adicción.

No le pareció que eso fuera lo que había visto.

Se dijo: Revisa todo otra vez. Cada detalle, antes de que todo se escape de tu memoria. Eso era lo que temía: que todo lo que recordaba y todo lo que dedujera se disipara rápidamente como una niebla matutina después de que la luz del sol empieza a comérsela. Se levantó, fue hacia la mesa, donde encontró una pluma y una pequeña libreta de cuero. Generalmente, había usado páginas blancas, gruesas y elegantes para redactar notas para poemas, escribiendo alguna idea ocasional o una combinación de palabras o rimas que pudieran prestarse para algún desarrollo posterior. Su esposa le había regalado la libreta, y al tocar la suave superficie, pensó en ella.

Así que repitió todo de nuevo; esta vez fue apuntando algunos detalles en una página en blanco: La muchacha... Ella iba mirando directamente hacia delante y a él le pareció que ni siquiera lo vio cuando pasó con el coche junto a ella. Ella tenía un plan. De eso estaba seguro, sólo por la dirección de sus ojos y el ritmo con que caminaba..., lo cual dejaba fuera todo lo demás.

La mujer y el hombre...
Él ya había entrado en su jardín antes de que la furgoneta blanca se acercara, estaba seguro de eso.
¿Acaso lo vieron en su coche?
No. Era poco probable.

La breve vacilación...
Parecían estar siguiendo a la joven, aunque sólo fuera por unos pocos metros. Estaba seguro de eso.
Fue como si la estuvieran evaluando. ¿Qué ocurrió luego? ¿Hablaron? ¿Fue invitada a subir a la furgoneta?
Tal vez se conocían y aquello no fue más que una amigable invitación a llevarla. Nada más. Nada menos. No. Arrancaron demasiado rápido.

¿Qué vio él antes de que terminaran de doblar la esquina?
Una matrícula de Massachusetts: QE2D.
Escribió eso. Trató de recordar los otros dos dígitos, pero no pudo. Pero lo que sí podía realmente recordar era el sonido agudo de la furgoneta cuando aceleraba.

Y luego la gorra quedó abandonada.

Tuvo dificultades para formular la palabra «secuestro» en su imaginación, y aun cuando lo hizo, se dijo que aquella conclusión sólo podía ser una tontería. El vivía en un lugar dedicado a la razón, al aprendizaje y a la lógica, con zonas aledañas relacionadas al arte y la belleza. Era miembro de un mundo de escuelas y conocimiento. «Secuestro». Esta fea palabra correspondía a algún sitio oscuro, desconocido en su vecindario.

Sin duda, pensó, las hileras tranquilas de cuidadas casas residenciales que se extendían a su alrededor tenían algún crimen escondido..., violencia doméstica, infidelidades sexuales de los adultos, drogas entre los adolescentes del instituto de secundaria, fiestas de alcohol y sexo. Tal vez la gente no pagaba sus impuestos o sus prácticas comerciales eran turbias... Podía imaginar que esta clase de crímenes ocurrían detrás del barniz de vida de clase media. Pero no podía recordar haber escuchado nunca un disparo, ni siquiera ver sirenas de policía encendidas en ninguna calle cercana.

Esas cosas ocurrían en otros lugares. Estaban limitadas a los telediarios de por la noche, esos que lo dejaban a uno sin aliento, o a los titulares en el periódico matutino.

Adrián miró la Ruger automática. El legado de su hermano. Nadie sabía que la tenía. Sus amigos del cuerpo docente en la universidad considerarían que el hecho de que poseyera el arma era sumamente desagradable. Se trataba de un arma directa y fea cuyo verdadero propósito dejaba poco lugar al debate. Nunca la había registrado. No era cazador ni del tipo de gente que se hace miembro de la Asociación Nacional del Rifle. Rechazaba el modo de pensar que impulsaba aquello de «tenga un arma para defenderse». Estaba seguro de que con el paso de los años su esposa había olvidado que el arma estaba en la casa, si es que alguna vez lo supo realmente. El jamás lo había comentado con ella, ni siquiera después de su accidente, cuando ella había resistido pero lo miraba a él anhelando una liberación.

Si él hubiera sido valiente, pensó, lo habría consentido. En ese momento esa misma pregunta y esa misma respuesta quedaban para él, y sabía que era tan cobarde como para ceder. Cuando colocara el arma en la sien o en la boca y apretara el gatillo, ¿sería la segunda vez que el arma habría sido disparada? Su piel negra y metálica parecía no tener corazón. Cuando sopesó el arma en su mano, la sintió pesada y fría como el hielo.

Adrián dejó el arma y volvió a la gorra. Parecía hablar tan fuerte en ese momento como la Ruger. Era como estar atrapado en medio de una discusión entre dos objetos inanimados, mientras debatían sobre lo que él debía hacer.

Hizo una pausa y respiró hondo. Las cosas parecieron silenciarse en la habitación, como si algún ruidoso alboroto relacionado con un autohomicidio hubiera sido hecho callar repentinamente.
Lo menos que podía hacer
, pensó,
es iniciar una modesta investigación.
La gorra parecía estar requiriendo tan sólo eso de él.

Cogió el teléfono y marcó el número de emergencias, el 911. Era consciente de que había una pequeña ironía en el hecho de que estuviera llamando primero por alguien a quien no conocía, ya que después haría más o menos la misma llamada por sí mismo.

—Policía, bomberos y rescates. ¿Cuál es su emergencia?

—No es realmente una emergencia —aclaró Adrián. Quería estar seguro de que su voz no vacilara, como la del anciano en el cual creía que se iba a convertir repentinamente durante las horas posteriores a la consulta con el neurólogo. Quería mostrarse enérgico y alerta—. Llamo porque creo que he sido testigo de un hecho que podría ser de cierto interés para la policía.

—¿Qué clase de hecho?

Trató de imaginarse a la persona en el otro extremo de la línea. El empleado en el teléfono tenía una manera de recortar cada palabra bruscamente para que su sentido resultara inconfundible. El tono de su voz tenía una fuerza muy ensayada, un timbre de sensatez. Era como si las pocas palabras que el hombre que se ocupaba de emergencias pronunciaba estuvieran vestidas con ceñidos uniformes de cuello alto.

—Vi una furgoneta blanca... Había una muchacha adolescente, Jennifer, está escrito en su gorra, pero no la conozco, aunque debe vivir en algún lugar del vecindario; en un momento estaba allí, y luego desapareció... —Adrián quería abofetearse a sí mismo. Todas sus intenciones de ser razonable y dinámico habían desaparecido instantáneamente en un mar de descripciones entrecortadas, mal concebidas y apresuradas.
¿Era la enfermedad que castigaba su capacidad de hablar?

—Sí, señor. ¿Y usted exactamente qué cree que presenció?

La línea telefónica emitió una señal sonora. Estaba siendo grabado.

—¿... Han recibido algún aviso de una muchacha perdida en el sector de las colinas del pueblo? —preguntó.

—Ningún informe de momento. No ha habido ninguna llamada hoy —dijo el agente.

—¿Nada?

—No, señor. El pueblo ha estado muy tranquilo toda la tarde. Tomaré nota de su información y se la pasaré a la oficina de detectives en caso de que se reciba algún aviso. Lo investigarán si es necesario.

—Supongo que estaba equivocado —dijo Adrián. Colgó antes de que el agente tuviera tiempo de preguntar su nombre y dirección.

Adrián levantó la vista y miró por la ventana. La noche había caído y las luces se iban encendiendo por toda la calle. Hora de cenar, pensó. Familias que se reúnen. Hablan sobre lo ocurrido durante el día, en el lugar de trabajo, en la escuela. Todo muy normal y previsible. De pronto estalló con una pregunta en voz alta que resonó en el pequeño dormitorio, como si pudiera producir un eco en ese espacio pequeño; parecía que la hubiera gritado desde un cañón.

—No sé qué se supone que debo hacer ahora.

—Pero por supuesto que lo sabes, querido —respondió su esposa, sentada en la cama junto a él.

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