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Authors: John Katzenbach

El Profesor (2 page)

Estacionó su viejo Volvo en un espacio en la base del sendero y empezó la excursión a pie. Normalmente se habría puesto botas para protegerse del barro de principios de primavera, y pensó que seguramente iba a arruinar sus zapatos. Se dijo que ya no importaba demasiado.

La tarde se iba desvaneciendo a su alrededor y podía sentir una caricia de frío por la espalda. No estaba vestido para una caminata y las sigilosas sombras de Nueva Inglaterra llevaban cada una consigo un soplo sobrante del invierno. Lo mismo que con sus zapatos, que se empapaban con rapidez, hizo caso omiso del frío.

No había nadie más en el sendero. Ningún perro golden retriever lanzándose por entre los arbustos bajos en busca de algún olor especial. Sólo Adrián, sin compañía, caminando con paso regular. Estaba feliz por esa soledad. Tenía la extraña idea de que si llegaba a encontrarse con otra persona se habría sentido obligado a decirle: Tengo una enfermedad de la que usted nunca ha oído hablar y que va a matarme, pero antes me va a desgastar hasta convertirme en nada.

Por lo menos con el cáncer, pensó, o las enfermedades cardíacas, uno podía seguir siendo quien era todo el tiempo, mientras el mal lo iba matando. Estaba enfadado y quería golpear, dar una patada a algo; en cambio sólo caminaba cuesta arriba. Escuchaba su respiración. Era estable. Normal. De ninguna manera alterada. Habría preferido con mucho un sonido tortuoso, áspero, algo que le dijera que era un enfermo terminal.

Así y todo, le llevó unos treinta minutos llegar a la cima. La luz del sol que quedaba se filtraba por encima de algunas colinas en el oeste. Se sentó sobre una roca de esquisto de la Edad de Hielo que se alzaba sobre el suelo y se quedó mirando hacia el valle. Las primeras señales de la primavera de Nueva Inglaterra estaban ya bastante avanzadas. Podía ver flores tempranas, principalmente azafranes amarillos y púrpuras que asomaban sobre la tierra húmeda, y un toque de verde sobre los árboles que comenzaban a echar brotes y oscurecían sus ramas como las mejillas de un hombre que no se ha afeitado en uno o dos días. Una bandada de gansos canadienses cruzó el aire por encima de él, volando en forma de V, rumbo al norte. Su ronco graznido resonaba en el cielo azul pálido. Todo era tan claramente normal que se sentía un poco estúpido, porque lo que estaba ocurriendo dentro de él parecía estar mal sincronizado con el resto del mundo.

En la distancia podía distinguir los chapiteles de la iglesia en el centro del campus de la universidad. El equipo de béisbol estaría fuera, trabajando en las jaulas de bateo porque el campo de juego todavía estaba cubierto con una lona impermeable. Su oficina había estado bastante cerca, de modo que cuando abría la ventana en las tardes de primavera, podía escuchar los ruidos distantes del bate contra la pelota. Al igual que algún petirrojo buscando gusanos en los rincones, aquello había sido una señal de bienvenida después del largo invierno.

Adrián respiró hondo.

Vete a casa, ordenó en voz alta. Dispárate una bala ahora, mientras todas estas cosas que te dieron placer siguen siendo reales. Porque la enfermedad se las va a llevar. Siempre se había considerado a sí mismo una persona decidida y recibió bien esa fuerte insistencia en suicidarse. Intentó buscar argumentos para una postergación, pero nada le vino a la mente.

Tal vez, se dijo, simplemente quédate aquí mismo. Era un sitio agradable. Uno de sus favoritos. Un lugar muy bueno para morir. Se preguntó si por la noche la temperatura bajaría lo suficiente como para hacerle morir congelado. Lo dudaba. Imaginó que sólo pasaría una noche desagradable temblando y tosiendo, y que viviría para ver salir el sol, lo cual sería bastante vergonzoso, dado que era la única persona en todo el mundo que iba a considerar el amanecer como un fracaso.

Adrián sacudió la cabeza. Mira a tu alrededor, se dijo a sí mismo. Recuerda lo que valga la pena recordar. Ignora el resto. Se miró los zapatos. Estaban llenos de barro y totalmente empapados, y se preguntaba por qué no podía sentir la humedad en los dedos de los pies.

No más demoras, insistió. Adrián se puso de pie y se sacudió un poco el polvo de esquisto de los pantalones. Podía ver las sombras que se filtraban a través de los arbustos y los árboles mientras el sendero que bajaba de la montaña se iba oscureciendo a cada segundo que pasaba.

Se dio la vuelta para mirar el valle. Allí era donde yo enseñaba. Allá es donde vivíamos. Deseó poder ver todo el camino hasta el apartamento en Nueva York donde conoció a su esposa y se enamoró por primera vez, pero no se podía. Deseó poder ver los sitios de su infancia y los lugares que recordaba de su juventud. Deseó poder ver la Rué Madeleine en París y el bistró de la esquina donde él y su esposa habían tomado café todas las mañanas durante los años sabáticos, o el Hotel Savoy en Berlín; se habían alojado en la suite Marlene Dietrich cuando había sido invitado a dar un discurso en el Institut für Psychologie y fue donde concibieron a su único hijo. Se esforzó mucho mirando hacia el este, hacia la casa sobre el cabo, donde había pasado los veranos desde su juventud, y las playas donde había aprendido a lanzar una mosca a las lubinas estriadas o a cualquiera de las truchas en los arroyos de la zona, por donde había caminado en medio de rocas antiguas y aguas que parecían estar llenas de energía.

Mucho para echar de menos, pensó. No puedo evitarlo. Se apartó de lo que podía y de lo que no podía ver y empezó a descender por el sendero. Lentamente fue entrando en la creciente oscuridad.

* * *

Estaba a sólo un par de calles de su casa, atravesando las hileras de modestas casas de clase media, hogares de madera blanca ocupados por una ecléctica colección de profesores de otra universidad y gente del lugar, empleados de la compañía de seguros, dentistas, escritores por cuenta propia, instructores de yoga y entrenadores que componían su vecindario, cuando descubrió a la chica que andaba por la acera.

Normalmente no habría prestado mucha atención, pero había algo en la manera resuelta con que esa chica caminaba que le sorprendió. Parecía llena de determinación. Tenía el pelo rubio grisáceo recogido debajo de una gorra de los Boston Red Sox, y pudo ver que su abrigo oscuro estaba roto en un par de lugares, al igual que sus vaqueros. Lo que más llamó su atención fue la mochila, que parecía repleta de ropa. En un primer momento pensó que simplemente se dirigía hacia su casa después de bajar del último autobús del instituto de enseñanza secundaria, el autobús que llevaba a los alumnos que se tenían que quedar más tiempo en la escuela por razones disciplinarias. Pero vio que atado a la mochila había un enorme oso de peluche, y no pudo imaginar por qué alguien iba a llevar un juguete tan infantil al instituto. Eso la habría convertido de inmediato en objeto de burlas.

La miró a la cara cuando pasó junto a ella. Era joven, casi una niña, pero hermosa en la manera en que lo son todas las niñas al borde del cambio, o al menos eso pensó Adrián. Le pareció que la chica —tendría unos quince o dieciséis años, ya no podía calcular con precisión la edad de los jóvenes— daba muestras de una resolución que manifestaba algo más. Esa mirada lo fascinó, picó su curiosidad.

Ella miraba hacia delante con fiereza. A él le pareció que ni siquiera vio su coche. Adrián entró a su jardín, pero no se movió de detrás del volante. La miró en su espejo retrovisor mientras seguía caminando con paso rápido hacia la esquina.

Entonces vio algo que parecía apenas un poco fuera de lugar en su vecindario tranquilo y obstinadamente normal. Una furgoneta blanca, como una camioneta de reparto pequeña pero sin ninguna inscripción publicitaria de algún electricista o servicio de pintura, avanzaba lentamente por su calle. La conducía una mujer y había un hombre en el asiento del acompañante. Esto le sorprendió. Pensó que debería ser al revés, pero de inmediato se dijo que simplemente estaba siendo machista y estereotipado. Mientras miraba, la furgoneta disminuyó la velocidad y parecía estar siguiendo a la joven que caminaba. De pronto se detuvo, ocultándose de su vista.

Pasó un momento y luego la furgoneta aceleró repentina y bruscamente para doblar en la esquina. El motor bramó, y las ruedas traseras giraron enloquecidas. Le pareció extrañamente peligroso en su tranquilo vecindario, de modo que trató de ver la matrícula antes de que desapareciera en los últimos momentos de penumbra que quedaban previos a la noche.

Miró otra vez. La chica había desaparecido.

Pero en la calle había dejado la gorra de béisbol rosa.

Capítulo 2

Jennifer Riggins no giró inmediatamente cuando la furgoneta se le acercó con sigilo. Estaba totalmente concentrada en llegar rápido a la parada del autobús, apenas a unos setecientos metros, en la calle principal más cercana. En su plan de escape cuidadosamente diseñado, el autobús urbano la llevaría al centro del pueblo, donde podía coger otro autobús que la transportaría a una terminal más grande, a unos treinta kilómetros, en Springfield. Desde allí, imaginó, podía ir a cualquier lugar. En el bolsillo de los vaqueros tenía más de trescientos dólares, que había robado poco a poco, para no ser descubierta —cinco aquí, diez allí— del monedero de su madre o de la billetera del novio de su madre. Se había tomado su tiempo, juntando el dinero durante el último mes para ir guardándolo en un sobre dentro de un cajón debajo de su ropa interior. Nunca había cogido de una vez una cantidad tan grande como para que se dieran cuenta; sólo cantidades pequeñas que pasaran inadvertidas.

Su objetivo era juntar lo suficiente para llegar a Nueva York, o a Nashville, o incluso a Miami tal vez, o a Los Ángeles, por lo tanto, en su último robo, temprano aquella misma mañana, había cogido sólo un billete de veinte y tres de uno. Agregó también la tarjeta Visa de su madre. No estaba segura aún de adónde iba a ir. A algún lugar cálido, esperaba. Pero cualquier lugar lejano y muy diferente iba a estar bien para ella. En eso estaba pensando cuando la furgoneta se detuvo junto a ella.

El hombre en el asiento del acompañante dijo:

Eh, señorita..., ¿podría robarle un momento? Necesito orientarme.

Dejó de caminar y miró al hombre del vehículo. Su primera impresión fue que no se había afeitado esa mañana y que su voz sonaba extrañamente aguda y con más emoción de la que requería su muy común pregunta. Se sintió un tanto molesta porque no quería que nada la retrasara; quería irse de su casa y de su petulante vecindario, de su pequeño y aburrido pueblo universitario, lejos de su madre y del novio de su madre, de la manera en que él la miraba y de algunas de las cosas que le había hecho cuando estaban solos, de su horrible instituto y de todos los muchachos que conocía y odiaba y que se burlaban de ella todos los días de la semana.

Quería estar en un autobús yendo a cualquier lugar esa noche porque sabía que hacia las nueve o las diez su madre habría terminado de llamar a todos los números en los que podía pensar, para luego, tal vez, llamar a la policía, porque eso era lo que había hecho anteriormente. Jennifer sabía que la policía iba a estar por toda la terminal de autobús en Springfield, de modo que tenía que estar ya en marcha para cuando todo eso entrara en acción. Al escuchar la pregunta del hombre, todas estas ideas, amontonadas, se le vinieron a la cabeza.

¿Qué es lo que está buscando? —replicó Jennifer.

Algo anda mal, pensó. No debería estar sonriendo.

Su sospecha inicial fue que el hombre iba a hacer algún comentario vagamente obsceno y sexual, algo ofensivo o denigrante, algo desagradable, como: Hola, preciosa, ¿quieres que nos divirtamos un poco?, coronado por un chasquido de labios. Estaba preparada para seguir caminando y decirle que se fuera al cuerno, cuando miró por encima del hombro del tipo y vio a una mujer al volante. La mujer llevaba sobre el pelo una gorra de lana tejida y, aunque era joven, había algo duro en sus ojos, algo duro como el granito, algo que Jennifer no había visto nunca antes y que de inmediato la asustó. La mujer tenía en la mano una pequeña videocámara. Apuntaba en dirección a Jennifer.

La respuesta del hombre a su pregunta la confundió. Había esperado que preguntara por alguna dirección cercana o una salida directa a la nacional 9, pero lo único que dijo fue:

A ti.

¿Por qué la buscaban a ella? Nadie estaba al tanto de su plan. Todavía era demasiado temprano para que su madre hubiera encontrado la nota falsa que había dejado pegada con un imán a la nevera, en la cocina. De modo que vaciló precisamente en el instante en que debió haber corrido a toda velocidad o gritado con fuerza pidiendo auxilio.

La puerta de la furgoneta se abrió abruptamente. El hombre saltó del asiento del acompañante. Se movió mucho más rápido de lo que Jennifer nunca habría imaginado que alguien pudiera hacerlo.

¡Eh! —reaccionó Jennifer. Al menos, más tarde creyó que había dicho: «¡Eh!», pero no estaba segura.

Ante su asombro, el hombre la golpeó en la cara. El golpe había estallado en sus ojos, lo que envió una corriente de dolor rojo por todo su ser, y se sintió mareada, como si el mundo a su alrededor hubiera girado sobre su eje. Pudo sentir que perdía el conocimiento, que se tambaleaba hacia atrás y se desmoronaba, cuando él la agarró por los hombros para evitar que cayera al suelo. Sentía las rodillas débiles y la espalda como de goma. Cualquier fuerza que ella tuviera desapareció al instante.

Fue sólo vagamente consciente de que la puerta de la furgoneta se abría y de que el hombre la empujaba para meterla en la parte de atrás. Pudo escuchar el ruido de la puerta que se cerraba de golpe. La camioneta, que aceleró al girar la esquina, la empujó sobre su lecho de acero. Sentía el peso del hombre que la aplastaba, sujetándola contra el suelo. Apenas podía respirar y tenía la garganta casi cerrada por el terror. No sabía si se estaba resistiendo o estaba luchando, no podía distinguir si estaba gritando o llorando, ya no estaba con la conciencia lo suficientemente alerta como para saber lo que estaba haciendo.

Dejó escapar un grito ahogado cuando una repentina y completa negrura la envolvió, y en un primer momento creyó que se había desmayado, pero luego se dio cuenta de que el hombre le había puesto una funda negra de almohada en la cabeza, aislándola del diminuto mundo de la camioneta. Pudo sentir el gusto de la sangre en sus labios. La cabeza todavía le daba vueltas y fuera lo que fuese lo que estaba pasándole, sabía que era mucho peor que cualquier cosa de la que hubiera tenido noticia antes.

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