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Authors: John Katzenbach

El Profesor (9 page)

Se dirigió rápidamente a su mesa de trabajo. De inmediato marcó los números de las delegaciones de policía de la terminal de autobuses de Springfield y de la estación de tren del centro de la ciudad. También se puso en contacto con los puestos de policía de la autopista de peaje del Estado de Massachusetts y la policía de tráfico de Boston. Estas conversaciones fueron precisas: una descripción general de Jennifer, una solicitud rápida de estar atentos a ella, una promesa de enviar luego por fax una foto y un boletín de personas desaparecidas. En el mundo oficial, la policía necesitaba copias de los documentos para poder actuar; en el mundo no oficial, hacer algunas llamadas telefónicas y por radio a los últimos turnos de la noche que trabajaban en las estaciones de autobuses y las autopistas podría ser todo lo que se necesitara. Si tenían suerte, era la esperanza de Terri, un patrullero, circulando por la autopista del Este, podría ver a Jennifer haciendo dedo sola cerca de una rampa de entrada. O un policía que pasara por la Estación del Norte podría descubrirla en la fila para comprar un billete y todo terminaría más o menos tranquilamente: una conversación severa, un viaje en la parte de atrás de un coche patrulla, la reunión de una cara con ojos llorosos (o sea la madre) con una cara sombría (o sea Jennifer), y luego todo lo que había funcionado de una cierta manera antes continuaría funcionando otra vez así, hasta la próxima vez que decidiera escaparse.

Terri trabajó rápidamente para crear las circunstancias que podrían dar como resultado el optimista grito de la encontramos. Dejó su bolso, su placa de policía, su arma y su libreta sobre su mesa, dentro de la pequeña madriguera de oficinas que el Departamento de Policía de aquel pueblo universitario llamaba Departamento de Detectives, pero que dentro del cuerpo era conocido sarcásticamente como la Ciudad de Escudo de Oro. Marcó los números rápidamente, habló con los agentes de emergencias y los jefes de turno directamente, usando su mejor voz, la que significa traten de moverse rápido.

Sus siguientes llamadas fueron a la oficina de seguridad de Verizon Inalámbricos. Le explicó a la persona del centro de atención telefónica, en Omaha, quién era ella y la urgencia de la situación. Quería que la informaran inmediatamente de cualquier uso del móvil de Jennifer y que le facilitaran la localización del repetidor que procesara la llamada. Jennifer podría no saber que su teléfono móvil era como un rayo que podía ser seguido hasta llegar a ella. Es inteligente, pensó Terri, pero no tanto.

Terri también notificó al turno de noche de seguridad del Bank of América que debía informar si Jennifer trataba de usar su tarjeta ATM. No tenía una tarjeta de crédito. Mary Riggins y Scott West se habían puesto firmes en cuanto a que semejante extravagancia era para otros que fueran ricos, no para Jennifer. Terri no había creído del todo eso.

Trató de pensar en otra cosa que pudiera disminuir la invisibilidad de Jennifer. Ya había ido más allá de las pautas formales de su departamento, porque técnicamente un informe de personas desaparecidas no podía ser presentado antes de las 24 horas, y escaparse de casa no era considerado un delito. No todavía. No hasta que ocurriera algo. La idea era encontrar a la niña antes de eso.

Después de hacer las llamadas, Terri fue hasta un rincón de la oficina a buscar una caja grande de acero negro. El archivo de la familia Riggins documentaba los dos intentos previos de fuga. Después del último intento, hacía más de un año, Terri había dejado la carpeta de cartulina marrón en la sección de casos abiertos. Debió haber sido almacenado con los demás casos cerrados, pero Terri había sospechado que era inevitable que sucediera lo que había ocurrido esa noche, aunque desconocía cuál era la causa.

Sacó la carpeta del armario y regresó a su mesa. Tenía la mayor parte de la información relevante guardada en su memoria —Jennifer no era el tipo de adolescente a quien uno olvida fácilmente—, pero sabía que era importante revisar los detalles, porque quizá ya había aparecido en uno de sus intentos previos una pista de adonde se estaba dirigiendo en ese momento. El trabajo de un buen policía consiste en insistir con precisión, y depende en gran medida de prestar atención a las nimiedades. Terri quería asegurarse de que todos sus informes acerca de este caso que ascendieran por la burocrática cadena de mando presaran atención a todas las posibilidades de éxito, aun cuando las posibilidades «de éxito» fueran tan leves.

Suspiró profundamente. Encontrar a Jennifer iba a ser difícil. Pensó que lo mejor que podía ocurrir era que la adolescente se quedara sin dinero antes de ser arrastrada a la prostitución, o engancharse a las drogas, o ser violada y asesinada, y que llamara a casa y todo se quedara en eso. El problema, Terri se daba cuenta, era que Jennifer había planeado esta fuga. Era una adolescente resuelta. Terca e inteligente. Terri no creía que rendirse a la primera cuando surgieran los problemas estuviera en el ADN de Jennifer. El inconveniente era que el primer problema podía ser también el último.

Terri abrió el archivo del caso y lo puso junto al portátil que se había traído de la habitación de Jennifer. Jennifer había puesto en la parte de fuera dos pegatinas de flores rojas brillantes y una de «Salvad las ballenas» de las que se usan en los parachoques. Normalmente, Terri habría esperado hasta el día siguiente antes de ponerse en contacto con la oficina del fiscal para hacer que uno de sus técnicos forenses examinara el ordenador. Burocracia satisfecha. Pero había asistido como oyente a un curso para graduados en la universidad local sobre delitos cibernéticos, y ya sabía lo suficiente como para abrir el disco duro y crear una imagen fantasma de lo que había guardado allí y transferir todos los datos a un pen drive. Estiró la mano hacia el ordenador y lo abrió.

Echó una rápida mirada hacia la ventana. Pudo ver la luz del amanecer que se colaba por entre las ramas de un majestuoso roble en el perímetro del aparcamiento del departamento. Miró hacia fuera por unos momentos. La luz parecía querer salir y penetrar los brotes de las hojas y la áspera corteza del árbol, apartando con fuerza las sombras. Sabía que debería sentirse exhausta después de la larga noche, pero su adrenalina le daba todavía energía para continuar un poco más. El café podría ayudar, pensó.

Debía acordarse de llamar pronto a su casa para asegurarse de que Laurie hubiera despertado a los niños, les hubiera preparado el bocadillo para que se lo llevaran a la escuela y los hubiera puesto en la calle a tiempo para que cogieran el autobús. Detestaba no poder estar con ellos cuando se despertaban, aunque los niños seguramente iban a estar encantados de ver a Laurie. Siempre les parecía excitante que su madre tuviera que salir para alguna misión policial en medio de la noche. Por un segundo, Terri cerró los ojos. Tuvo un repentino ataque de ansiedad: ¿Laurie se quedaría con ellos hasta que subieran al autobús? ¿No los dejaría esperando en la calle...?

Terri sacudió la cabeza. Podía confiar en su amiga. El miedo siempre es algo escondido justo debajo de la piel, pensó, a la espera de poder salir en cualquier momento.

Tocó el interruptor del ordenador y la máquina brilló intermitentemente para cobrar vida. ¿Estás aquí, Jennifer? ¿Qué vas a decirme? Sabía que cada minuto que pasaba era más valioso que el anterior. Sabía que debía haber esperado el visto bueno oficial para explorar el portátil. Pero no lo hizo.

* * *

Michael estaba extremadamente contento consigo mismo.

Después de quemar la furgoneta robada, se había detenido en un área de descanso de la autopista. Tomaba lentamente un vaso de café solo, sentado en la zona de comidas entre un McDonald's y un puesto de helados de yogur cerrado, mirando a los ruidosos viajeros que pasaban por el lugar, a la espera de estar seguro de que el baño de mujeres estaba vacío. Un rápido control le había asegurado que no había ninguna cámara de seguridad en el vestíbulo que llevaba a las puertas marcadas con los letreros «Hombres» y «Mujeres». De todas maneras, en ningún momento se quitó la arrugada gorra de béisbol azul de la cabeza, pues con la visera impedía que alguna cámara pudiera captar su perfil.

Aplastó el vaso de café, lo tiró en un una papelera y se dirigió a la puerta en la que ponía «Hombres». Pero en el último instante viró bruscamente hacia el servicio de mujeres. Sólo estuvo allí un momento. Lo necesario para dejar caer el carné de la biblioteca de Jennifer Riggins boca arriba junto a un inodoro, donde seguramente iba a ser descubierto por el siguiente equipo de limpieza que entrara a fregar el suelo. Sabía que había muchas posibilidades de que simplemente tiraran el carné a la basura. Pero también era posible que no lo hicieran, lo cual le resultaría muy útil.

Fuera, de regreso en su camioneta, Michael se sentó en el lugar del conductor y sacó un pequeño ordenador. Le encantó ver que el área de descanso disponía de conexión inalámbrica a Internet.

Al igual que la furgoneta que habían usado, el ordenador era robado. Lo había cogido en una mesa en un comedor universitario tres días antes. Aquél había sido un robo excepcionalmente fácil. Se llevó el ordenador cuando un estudiante lo dejó para ir a buscar una hamburguesa con queso. Con patatas fritas, suponía Michael. Cuando lo cogió, lo importante era no salir corriendo. Eso habría llamado la atención. En cambio, lo metió en una funda de ordenador de neopreno negra y se dirigió a una mesa en el lado opuesto de la sala, donde esperó hasta que el estudiante regresó, vio que le habían robado y empezó a gritar. Michael había ocultado el ordenador robado en una mochila. Entonces se acercó al pequeño grupo que se había formado alrededor del estudiante indignado.

—Amigo, tienes que llamar al servicio de seguridad del campus ahora mismo —había dicho con su mejor voz de estudiante de postgrado ligeramente mayor que él—. No esperes, hazlo ya. —Esta sugerencia había sido acogida con muchos murmullos de asentimiento. En los momentos que siguieron, mientras los teléfonos móviles salían súbitamente de los bolsillos y reinaba la confusión, Michael sencillamente se alejó con sigilo del grupo de estudiantes con el ordenador portátil metido en la mochila. Había pasado con gran serenidad por entre los grupos de estudiantes hasta un aparcamiento que había en el exterior, donde Linda lo estaba esperando.

Algunos robos, pensó, eran increíblemente fáciles. Después de unos segundos pulsando el teclado, Michael había llegado a una página de venta de billetes de los autobuses Trailways de Boston. Siguió tecleando en la computadora, introduciendo los números de la tarjeta de crédito Visa que había cogido de la cartera de Jennifer. Supuso que «M. Riggins» era su madre. Compró un billete de ida en un autobús de las dos de la mañana a Nueva York. La idea era crear un leve rastro de Jennifer, por si alguien decidía ponerse a buscarla. Un rastro que no conduce a ninguna parte, pensó.

Luego puso la camioneta en marcha y abandonó el área de descanso. Sabía que había un contenedor grande de basura detrás de un edificio de oficinas en las afueras de Boston donde muchas furgonetas descargaban temprano todas las mañanas y quería tirar el ordenador allí, debajo de los montones de basura. Alguien lo suficientemente astuto como para rastrear la reserva y llegar a su origen se iba a encontrar con una dirección IP de lo más curiosa.

La siguiente parada sería la estación terminal de Boston: un edificio cuadrado sin gracia, con una neblina de humo de motor diesel y empalagoso olor a aceite, iluminado por implacables luces de neón. Siempre había un ir y venir de pasajeros y autobuses que se dirigían a las calles de la ciudad para posar delante de las atracciones turísticas antes de salir por la carretera 93 Norte o Sur, o la 90 Oeste. Aquello le recordaba cuando un termómetro cae al suelo y las pequeñas gotitas plateadas de mercurio se desparraman en todas direcciones.

La estación de autobuses tenía venta de billetes electrónica, pero esperó hasta que algunas personas se juntaran alrededor de una máquina expendedora parecida a un cajero automático. Se acercó a ellas, pasó la tarjeta Visa y recibió el billete. Tenía el nombre «M. Riggins» impreso en él. Mantuvo la cabeza agachada. Sabía que había cámaras de seguridad que cubrían gran parte de la estación de autobuses, e imaginó que existía la posibilidad de que un policía comparara la fecha del billete con el vídeo de seguridad de la máquina expendedora y viera que no había ninguna Jennifer a la vista. Cuidado, pensó.

Apenas obtuvo el billete, fue hacia el baño de caballeros. Una vez dentro, comprobó rápidamente que estaba solo, y luego se encerró en un compartimento. Abrió la mochila y sacó un abrigo diferente, un sombrero flexible de pescador y una barba y un bigote falsos. Sólo le llevó unos segundos transformar su apariencia y regresó afuera para esperar en un rincón oscuro.

La estación tenía una presencia policial constante pero rutinaria. Su trabajo principal consistía en descubrir a gente sin hogar que buscaba un lugar tibio y seguro para pasar la noche y que desdeñaba los muchos refugios disponibles. Otra tarea de los policías parecía ser impedir los asaltos que pudieran dar como resultado un titular poco alegre en los diarios. La estación de autobuses era un sitio tenso, se podía percibir que estaba en el límite entre la normalidad, la respetabilidad y el delito, uno de esos lugares donde mundos diferentes se rozan incómodos unos con otros. Michael pensaba que su aspecto lo colocaba en el grupo de la gente respetable, lo cual era un buen camuflaje, opuesto a la verdad.

Entonces esperó, sentado en una incómoda silla de plástico rojo, moviendo nerviosamente las puntas de los pies, tratando de pasar inadvertido, hasta que vio lo que necesitaba: tres muchachas de edad universitaria con un amigo de aspecto distraído. Todos llevaban mochilas y no parecían preocupados por lo tarde que era. Pero también parecían ser de los que realizan buenas acciones, dispuestos a hacer lo más correcto si encuentran algo que no es suyo. Llamarían a alguien. Eso era lo que él quería. Una capa de misterio sobre otra capa de misterio.

Lentamente se puso en fila detrás de ellos, con el cuello levantado y el sombrero encasquetado porque esta vez sabía con certeza que había cámaras de seguridad que grababan todo. La maldita Ley Patriótica que aprobaron después de los atentados de las Torres Gemelas, bromeó consigo mismo. Sólo que no era difícil encontrar información en Internet sobre dónde estaban ubicadas esas cámaras y de qué manera realizaban la vigilancia. Esperó hasta que el grupo de jóvenes en edad universitaria se amontonara delante para intentar que el abrumado vendedor de billetes nocturnos respondiera a todos a la vez. En ese momento, disimuladamente alargó la mano y deslizó la tarjeta Visa en el bolsillo abierto de una de las mochilas.

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