Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—La boca del lobo.
—Ya puede decirlo. Se ve que el juicio no duró ni dos días. La lista de acusaciones que se le imputaban era interminable y apenas había indicios o prueba alguna para sustentarlas, pero, por algún extraño motivo, el fiscal consiguió que declarasen en su contra numerosos testigos. Por la sala comparecieron docenas de personas que odiaban a Martín con un celo que sorprendió al mismo juez y que, presumiblemente, habían recibido limosnas del viejo Vidal. Antiguos compañeros de sus años en un periódico de poca monta llamado
La Voz de la Industria
, literatos de café, infelices y envidiosos de toda calaña salieron de las alcantarillas para jurar que Martín era culpable de todo lo que le acusaban y de más. Ya sabe usted cómo funcionan aquí las cosas. Por orden del juez, y consejo de Vidal padre, confiscaron todas sus obras y las quemaron considerándolas material subversivo y contrario a la moral y las buenas costumbres. Cuando Martín declaró en el juicio que la única buena costumbre que él defendía era la de leer y que el resto era asunto de cada uno, el juez añadió otros diez años de condena a los no sé cuántos que ya le habían caído. Parece que durante el juicio, en vez de callarse, Martín respondió sin pelos en la lengua a lo que le preguntaban y acabó por cavarse él mismo su propia tumba.
—En esta vida se perdona todo menos decir la verdad.
—El caso es que lo condenaron a cadena perpetua.
La Voz de la Industria
, propiedad del viejo Vidal, publicó una extensa nota detallando sus crímenes y, para más inri, un editorial. Adivine quién lo firmaba.
—El eximio señor director, don Mauricio Valls.
—El mismo. Allí le calificaba como «el peor escritor de la historia» y celebraba que sus libros hubieran sido destruidos porque eran «una afrenta a la humanidad y al buen gusto».
—Eso mismo dijeron del Palau de la Música —precisó Fermín—. Aquí es que tenemos a la flor y nata de la intelectualidad internacional. Ya lo decía Unamuno: que inventen ellos, que nosotros opinaremos.
—Inocente o no, Martín, después de presenciar su humillación pública y la quema de todas y cada una de las páginas que había escrito, fue a parar a una celda de la Modelo en la que probablemente hubiese muerto en cuestión de semanas si no llega a ser porque el señor director, que había seguido el caso con sumo interés y por algún extraño motivo estaba obsesionado con Martín, tuvo acceso a su expediente y solicitó que lo trasladasen aquí. Martín me contó que el día que llegó aquí Valls lo hizo llevar a su despacho y le soltó uno de sus discursos.
»—Martín, aunque es usted un criminal convicto y seguramente un subversivo convencido, algo nos une. Ambos somos hombres de letras y aunque usted ha dedicado su malograda carrera a escribir basura para la masa ignorante y desprovista de guía intelectual, creo que tal vez pueda usted ayudarme y así redimir sus errores. Tengo una colección de novelas y poemas en los que he estado trabajando en estos últimos años. Son de altísimo nivel literario y lamentablemente dudo mucho que en este país de analfabetos haya más de trescientos lectores capaces de comprender y apreciar su valía. Por eso he pensado que tal vez usted, con su oficio meretriz y su proximidad al vulgo que lee en los tranvías, pueda ayudarme a hacer algunos pequeños cambios para acercar mi obra al triste nivel de los lectores de este país. Si se aviene usted a colaborar, le aseguro que puedo hacer su existencia mucho más agradable. Incluso puedo conseguir que su caso se reabra. Su amiguita… ¿Cómo se llama? Ah, sí, Isabella. Una preciosidad, si me permite el comentario. En fin, su amiguita vino a verme y me contó que ha contratado a un joven abogado, un tal Brians, y que ha conseguido reunir el dinero necesario para su defensa. No nos engañemos: ambos sabemos que su caso no tenía base alguna y que se le condenó merced a testimonios discutibles. Parece tener usted una facilidad enorme para hacer enemigos, Martín, incluso entre gente que estoy seguro de que no debe usted saber ni que existe. No cometa el error de hacer otro enemigo de mí, Martín. Yo no soy uno de esos infelices. Aquí, entre estos muros, yo, por decirlo en términos llanos, soy Dios.
»No sé si Martín aceptaría la propuesta del señor director o no, pero tengo que pensar que sí, porque sigue vivo y claramente nuestro Dios particular sigue interesado en que eso no cambie, al menos de momento. Incluso le ha facilitado el papel y los instrumentos de escritura que tiene en su celda, supongo que para que le reescriba sus obras magnas y así nuestro señor director pueda entrar en el olimpo de la fama y la fortuna literaria que tanto anhela. Yo, la verdad, no sé qué pensar. Mi impresión es que el pobre Martín no está en condiciones ni de reescribirse la talla de los zapatos y que pasa la mayoría del tiempo atrapado en una especie de purgatorio que ha ido construyendo en su propia cabeza donde los remordimientos y el dolor se lo están comiendo vivo. Aunque lo mío es la medicina interna y no soy quién para hacer diagnósticos…
L
a historia relatada por el buen doctor había intrigado a Fermín. Fiel a su perenne adhesión a las causas perdidas, decidió hacer pesquisas por su cuenta y tratar de averiguar más acerca de Martín y, de paso, perfeccionar la idea de la fuga
via mortis
al estilo de don Alejandro Dumas. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más le parecía que, al menos en ese particular, el Prisionero del Cielo no estaba tan ido como todos lo pintaban. Siempre que había un rato libre en el patio, Fermín se las apañaba para acercarse a Martín y entablar conversación con él.
—Fermín, empiezo a pensar que usted y yo somos casi novios. Cada vez que me doy la vuelta, ahí está usted.
—Usted perdone, señor Martín, pero es que hay algo que me tiene intrigado.
—¿Y cuál es el motivo de tamaña intriga?
—Pues mire usted, hablando en plata, no entiendo cómo un hombre decente como usted se ha prestado a ayudar a esa albóndiga nauseabunda y vanidosa del señorito director en sus trapaceros intentos de pasar por literato de salón.
—Vaya, no se anda usted con chiquitas. Parece que en esta casa no hay secretos.
—Es que yo tengo un don especial para trasuntos de alta intriga y otros menesteres detectivescos.
—Entonces sabrá también que no soy un hombre decente, sino un criminal.
—Eso dijo el juez.
—Y un ejército y medio de testigos bajo juramento.
—Comprados por un facineroso y estreñidos todos de envidia y mezquindades varias.
—Dígame, ¿hay algo que no sepa usted, Fermín?
—Patadas de cosas. Pero la que hace días que se me ha atascado en el filtro es por qué tiene usted tratos con ese cretino endiosado. La gente como él son la gangrena de este país.
—Gente como él la hay en todas partes, Fermín. Nadie tiene la patente.
—Pero sólo aquí nos los tomamos en serio.
—No lo juzgue usted tan rápido. El señor director es un personaje más complicado de lo que parece en todo este sainete. Ese cretino endiosado, como usted lo llama, es para empezar un hombre muy poderoso.
—Dios, según él.
—En este particular purgatorio, no va desencaminado.
Fermín arrugó la nariz. No le gustaba lo que estaba oyendo. Casi parecía que Martín hubiese estado saboreando el vino de su derrota.
—¿Es que lo ha amenazado? ¿Es eso? ¿Qué más puede hacerle?
—A mí nada, excepto reír. Pero a otros, fuera de aquí, puede hacerles mucho daño.
Fermín guardó un largo silencio.
—Disculpe usted, señor Martín. No quería ofenderle. No había pensado en eso.
—No me ofende, Fermín. Al contrario. Creo que tiene usted una visión demasiado generosa de mis circunstancias. Su buena fe dice mucho más de usted que de mí.
—Es esa señorita, ¿verdad? Isabella.
—Señora.
—No sabía que estuviese usted casado.
—No lo estoy. Isabella no es mi esposa. Ni mi amante, si es lo que está pensando.
Fermín guardó silencio. No quería poner en duda las palabras de Martín, pero sólo oyéndole hablar de ella no le cabía la menor duda de que aquella señorita o señora era lo que el pobre Martín más quería en aquel mundo, probablemente la única cosa que lo mantenía vivo en aquel pozo de miseria. Y lo más triste era que, probablemente, no se daba ni cuenta.
—Isabella y su esposo regentan una librería, un lugar que para mí siempre ha tenido un significado muy especial desde que era niño. El señor director me dijo que si no hacía lo que me pedía se encargaría de que se los acusase de vender material subversivo, que les expropiasen el negocio, encarcelasen a ambos y les quitasen a su hijo que no tiene ni tres años.
—Hijo de la grandísima puta —murmuró Fermín.
—No, Fermín —dijo Martín—. Ésta no es su guerra. Es la mía. Es lo que merezco por lo que he hecho.
—Usted no ha hecho nada, Martín.
—No me conoce usted, Fermín. Ni falta que le hace. En lo que tiene usted que concentrarse es en escapar de aquí.
—Ésa es la otra cosa que quería preguntarle. Tengo entendido que tiene usted un método experimental en desarrollo para salir de este orinal. Si le hace falta un conejillo de Indias magro de carnes pero rebosante de entusiasmo, considéreme a su servicio.
Martín lo observó pensativo.
—¿Ha leído usted a Dumas?
—De cabo a rabo.
—Ya tiene usted pinta. Si es así, ya sabrá por dónde van los tiros. Escúcheme bien.
S
e cumplían seis meses del cautiverio de Fermín cuando una serie de acontecimientos cambiaron sustancialmente la que hasta entonces había sido su vida. El primero de ellos fue que durante aquellos días, cuando el régimen aún creía que Hitler, Mussolini y compañía iban a ganar la guerra y que pronto Europa iba a tener el mismo color que los calzoncillos del Generalísimo, una marea impune y rabiosa de matarifes, chivatos y comisarios políticos recién conversos habían conseguido que el número de ciudadanos presos, detenidos, procesados o en proceso de desaparición alcanzase cotas históricas.
Las cárceles del país no daban abasto y las autoridades militares habían ordenado a la dirección de la prisión que doblase o incluso triplicase el número de presos para absorber parte del caudal de reos que anegaba aquella Barcelona derrotada y miserable de 1940. A tal efecto, el señor director, en su florido discurso del domingo, informó a los presos de que a partir de entonces compartirían celda. Al doctor Sanahuja lo pusieron en la celda de Martín, presumiblemente para que lo tuviese vigilado y a salvo de sus prontos suicidas. A Fermín le tocó compartir la celda 13 con su antiguo vecino de al lado, el número 14, y así sucesivamente. Todos los presos de la galería fueron emparejados para dejar sitio a los recién llegados que cada noche traían en furgones desde la Modelo o el Campo de la Bota.
—No ponga esa cara que a mí me hace todavía menos gracia que a usted —advirtió el número 14 al mudarse con su nuevo compañero.
—Le advierto que a mí la hostilidad me produce aerofagia —amenazó Fermín—. Así que déjese de bravuconadas a lo Buffalo Bill y haga un esfuerzo por ser cortés y mear de cara a la pared sin salpicar o uno de estos días va a amanecer usted cubierto de champiñones.
El antiguo número 14 pasó cinco días sin dirigirle la palabra a Fermín. Finalmente, rendido ante las sulfúricas ventosidades que éste le dedicaba de madrugada, cambió de estrategia.
—Ya se lo advertí —dijo Fermín.
—Está bien. Me rindo. Mi nombre es Sebastián Salgado. De profesión, sindicalista. Deme la mano y seamos amigos pero, por lo que más quiera, deje de tirarse esos pedos, porque empiezo a tener alucinaciones y veo en sueños al
Noi del Sucre
bailando el charlestón.
Fermín estrechó la mano de Salgado y advirtió que le faltaban el dedo meñique y el anular.
—Fermín Romero de Torres, encantado de conocerle por fin. De profesión, servicios secretos de inteligencia en el sector Caribe de la Generalitat de Catalunya, ahora en desuso, pero de vocación bibliógrafo y amante de las bellas letras.
Salgado miró a su nuevo compañero de fatigas y puso los ojos en blanco.
—Y dicen que el loco es Martín.
—Loco es el que se tiene por cuerdo y cree que los necios no son de su condición.
Salgado asintió, derrotado.
La segunda circunstancia se produjo unos días después, cuando un par de centinelas fueron a buscarle al anochecer. Bebo les abrió la celda, intentando disimular su preocupación.
—Tú, flaco, levanta —masculló uno de los centinelas.
Salgado creyó por un instante que sus plegarias habían sido escuchadas y que se llevaban a Fermín para fusilarlo.
—Valor, Fermín —le animó sonriente—. A morir por Dios y por España, que es lo más bonito que hay.
Los dos centinelas agarraron a Fermín, lo esposaron de pies y manos, y se lo llevaron a rastras ante la mirada acongojada de toda la galería y las carcajadas de Salgado.
—De ésta no te escapas ni a pedos —dijo riendo su compañero.
L
o condujeron a través de una madeja de túneles hasta un largo corredor a cuyo término se veía un gran portón de madera. Fermín sintió náuseas y se dijo que hasta allí había llegado el miserable viaje de su vida y que tras aquella puerta le esperaba Fumero con un soplete y la noche libre. Para su sorpresa, al llegar a la puerta uno de los centinelas le quitó las esposas mientras el otro llamaba con delicadeza.
—Adelante —contestó una voz familiar.
Fue así como Fermín se encontró en el despacho del señor director, una sala lujosamente decorada con alfombras sustraídas de algún caserón de la Bonanova y mobiliario de categoría. Remataban la escenografía un banderón español con águila, escudo y leyenda, un retrato del Caudillo con más retoques que una fotografía publicitaria de Marlene Dietrich y el mismísimo señor director, don Mauricio Valls, sonriente tras su escritorio mientras saboreaba un cigarrillo importado y una copa de brandy.
—Siéntate. Sin miedo —invitó.
Fermín reparó en que a su lado había una bandeja con un plato de carne, guisantes y puré de patata humeante que olía a mantequilla caliente.
—No es un espejismo —dijo dulcemente el señor director—. Es tu cena. Espero que te guste.
Fermín, que no había visto prodigio igual desde julio de 1936, se lanzó a devorar las viandas antes de que se evaporasen. El señor director lo contemplaba comer con una expresión de asco y desprecio bajo su sonrisa impostada, encadenando un cigarrillo con otro y repasando la gomina de su peinado a cada minuto. Cuando hubo terminado su cena, Valls indicó a los centinelas que se retirasen. A solas, el señor director le resultaba mucho más siniestro que con escolta armada.