Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—Fermín, ¿verdad? —preguntó casualmente.
Fermín asintió lentamente.
—Te preguntarás por qué te he mandado llamar.
Fermín se encogió en la silla.
—Nada que deba preocuparte. Muy al contrario. Te he hecho llamar porque quiero mejorar tus condiciones de vida y, quién sabe, tal vez revisar tu condena, porque ambos sabemos que los cargos que te imputaron no se sostenían. Es lo que tienen los tiempos, que hay mucha agua removida y a veces pagan justos por pecadores. Es el precio del renacimiento nacional. Al margen de estas consideraciones, quiero que entiendas que estoy de tu parte. Yo también soy un poco prisionero de este lugar. Creo que los dos queremos salir de aquí cuanto antes y he pensado que podemos ayudarnos. ¿Cigarrito?
Fermín aceptó tímidamente.
—Si no le importa, lo guardo para luego.
—Claro. Ten, quédate el paquete.
Fermín se metió el paquete en el bolsillo. El señor director se inclinó sobre la mesa, sonriente. En el zoo tenían una serpiente igualita, pensó Fermín, pero aquélla sólo comía ratones.
—¿Qué tal tu nuevo compañero de celda?
—¿Salgado? Entrañable.
—No sé si sabrás que, antes de enchironarlo, ese malnacido era un pistolero y sicario de los comunistas.
Fermín negó.
—Me dijo que era sindicalista.
Valls rió levemente.
—En mayo del 38 él solito se coló en la casa de la familia Vilajoana, en el paseo de la Bonanova, y se los cargó a todos, incluidos los cinco niños, las cuatro doncellas y la abuela de ochenta y seis años. ¿Sabes quiénes eran los Vilajoana?
—Pues así…
—Joyeros. En el momento del crimen había en la casa una suma de veinticinco mil pesetas en joyas y dinero en metálico. ¿Sabes dónde está ese dinero ahora?
—No lo sé.
—Ni tú ni nadie. El único que lo sabe es el camarada Salgado, que decidió no entregarlo al proletariado y lo escondió para vivir la gran vida después de la guerra. Cosa que no hará nunca, porque lo tendremos aquí hasta que cante o hasta que tu amigo Fumero acabe por cortarlo a trocitos.
Fermín asintió, atando cabos.
—Ya había notado que le faltan un par de dedos de la mano izquierda y que anda raro.
—Un día le dices que se baje los calzones y verás que le faltan otras cosas que ha ido perdiendo por el camino a causa de su empecinamiento en no confesar.
Fermín tragó saliva.
—Quiero que sepas que a mí estas salvajadas me repugnan. Ésa es una de las dos razones por las que he ordenado mudar a Salgado a tu celda. Porque creo que hablando se entiende la gente. Por eso quiero que averigües dónde escondió el botín de los Vilajoana, y los de todos los robos y crímenes que cometió en los últimos años, y que me lo digas.
Fermín sintió que el corazón se le caía a los pies.
—¿Y la otra razón?
—La segunda razón es que he notado que últimamente te has hecho muy amigo de David Martín. Lo cual me parece muy bien. La amistad es un valor que ennoblece al ser humano y ayuda a rehabilitar a los presos. No sé si sabías que Martín es escritor.
—Algo he oído al respecto.
El señor director le dirigió una mirada gélida pero mantuvo la sonrisa conciliadora.
—El caso es que Martín no es mala persona, pero está equivocado respecto a muchas cosas. Una de ellas es la ingenua idea de que debe proteger a personas y secretos indeseables.
—Es que él es muy raro y tiene estas cosas.
—Claro. Por eso he pensado que a lo mejor estaría bien que tú estuvieses a su lado, con los ojos y las orejas bien abiertos, y me contases lo que dice, lo que piensa, lo que siente… Seguro que hay alguna cosa que te ha comentado y que te ha llamado la atención.
—Pues ahora que el señor director lo dice, últimamente se queja bastante de un grano que le ha salido en la ingle por el roce de los calzoncillos.
El señor director suspiró y negó por lo bajo, visiblemente cansado de esgrimir tanta amabilidad con un indeseable.
—Mira, mamarracho, esto lo podemos hacer por las buenas o por las malas. Yo estoy intentando ser razonable, pero me basta coger este teléfono y tu amigo Fumero está aquí dentro de media hora. Me han contado que últimamente, además del soplete, tiene en uno de los calabozos del sótano una caja de herramientas de ebanistería con las que hace virguerías. ¿Me explico?
Fermín se agarró las manos para disimular el tembleque.
—De maravilla. Perdóneme, señor director. Hacía tanto que no comía carne que se me debe de haber subido la proteína a la cabeza. No volverá a suceder.
El señor director sonrió de nuevo y prosiguió como si nada hubiera pasado.
—En particular, me interesa saber si ha mencionado alguna vez un cementerio de los libros olvidados o muertos, o algo así. Piénsalo bien antes de contestar. ¿Te ha hablado Martín de ese lugar alguna vez?
Fermín negó.
—Le juro a su señoría que no he oído hablar de ese lugar al señor Martín ni a nadie en toda mi vida…
El señor director le guiñó el ojo.
—Te creo. Y por eso sé que si lo menciona, me lo dirás. Y si no lo menciona, tú le sacarás el tema y averiguarás dónde está.
Fermín asintió repetidamente.
—Y otra cosa más. Si Martín te habla de cierto encargo que le he hecho, convéncele de que por su bien, y sobre todo por el de cierta dama a quien él tiene en muy alta estima y por el esposo y el hijo de ésta, es mejor que se emplee a fondo y escriba su obra maestra.
—¿Se refiere usted a la señora Isabella? —preguntó Fermín.
—Ah, veo que te ha hablado de ella… Tendrías que verla —dijo mientras se limpiaba los lentes con un pañuelo—. Jovencita, jovencita, con esa carne prieta de colegiala… No sabes la de veces que ha estado sentada ahí, donde estás tú ahora, suplicando por el pobre infeliz de Martín. No te voy a decir lo que me ha ofrecido porque soy un caballero pero, entre tú y yo, la devoción que esa chiquilla siente por Martín es de bolero. Si tuviese que apostar, yo diría que el crío ese, Daniel, no es de su marido, sino de Martín, que tiene un gusto pésimo para la literatura pero exquisito para las mujerzuelas.
El señor director se detuvo al advertir que el prisionero le observaba con una mirada impenetrable que no fue de su agrado.
—¿Y tú qué miras? —le desafió.
Dio un golpe con los nudillos en la mesa y al instante la puerta se abrió tras Fermín. Los dos centinelas lo agarraron por los brazos y lo levantaron de la silla hasta que sus pies no tocaron el suelo.
—Acuérdate de lo que te he dicho —dijo el señor director—. Dentro de cuatro semanas quiero verte ahí sentado otra vez. Si me traes resultados, te aseguro que tu estancia aquí cambiará para mejor. Si no, te haré una reserva para el calabozo del sótano con Fumero y sus juguetes. ¿Está claro?
—Como el agua.
Luego, con un gesto de hastío, indicó a sus hombres que se llevaran al prisionero y apuró su copa de brandy, asqueado de tener que tratar con aquella gentuza inculta y envilecida día tras día.
Barcelona, 1957
—
D
aniel, se ha quedado usted blanco —murmuró Fermín, despertándome del trance.
El comedor de Can Lluís y las calles que habíamos recorrido hasta llegar allí habían desaparecido. Cuanto era capaz de ver era aquel despacho en el castillo de Montjuic y el rostro de aquel hombre hablando de mi madre con palabras e insinuaciones que me quemaban. Sentí algo frío y cortante abrirse camino en mi interior, una rabia como no la había conocido jamás. Por un instante deseé más que nada en el mundo tener a aquel malnacido frente a mí para retorcerle el cuello y mirarle de cerca hasta que le explotasen las venas de los ojos.
—Daniel…
Cerré los ojos un instante y respiré hondo. Cuando los abrí de nuevo estaba de regreso en Can Lluís, y Fermín Romero de Torres me miraba derrotado.
—Perdóneme, Daniel —dijo.
Tenía la boca seca. Me serví un vaso de agua y lo apuré esperando que me viniesen las palabras a los labios.
—No hay nada que perdonar, Fermín. Nada de lo que me ha contado es culpa suya.
—La culpa es mía por tenérselo que contar, para empezar —dijo en voz tan baja que casi resultaba inaudible.
Le vi bajar la mirada, como si no se atreviese a observarme. Comprendí que el dolor que le embargaba al recordar aquel episodio y tener que revelarme la verdad era tan grande que me avergoncé del rencor que se había apoderado de mí.
—Fermín, míreme.
Fermín atinó a mirarme por el rabillo del ojo y le sonreí.
—Quiero que sepa que le agradezco que me haya contado la verdad y que entiendo por qué prefirió no decirme nada de esto hace dos años.
Fermín asintió débilmente pero algo en su mirada me dio a entender que mis palabras no le servían de consuelo alguno. Al contrario. Permanecimos en silencio unos instantes.
—Hay más, ¿verdad? —pregunté al fin.
Fermín asintió.
—¿Y lo que viene es peor?
Fermín asintió de nuevo.
—Mucho peor.
Desvié la mirada y sonreí al profesor Alburquerque, que se retiraba ya, no sin antes saludarnos.
—Entonces, ¿por qué no nos pedimos otra agua y me cuenta el resto? —pregunté.
—Mejor que sea vino —estimó Fermín—. Del peleón.
Barcelona, 1940
U
na semana después de la entrevista entre Fermín y el señor director, un par de individuos a los que nadie había visto nunca por la galería y que olían a la legua a Brigada Social se llevaron a Salgado esposado sin mediar palabra.
—Bebo, ¿sabes adónde se lo llevan? —preguntó el número 12.
El carcelero negó, pero en sus ojos se podía ver que algo había oído y que prefería no entrar en el tema. A falta de otras noticias, la ausencia de Salgado fue inmediato objeto de debate y especulación por parte de los prisioneros, que formularon teorías de todo tipo.
—Ése era un espía de los nacionales infiltrado aquí para sacarnos información con el cuento de que lo habían enchironado por sindicalista.
—Sí, por eso le arrancaron dos dedos y vete a saber el qué, para que todo fuese más convincente.
—Ahora mismo debe de estar en el Amaya poniéndose ciego de merluza a la vasca con sus amiguetes y riéndose de todos nosotros.
—Yo creo que ha confesado lo que sea que querían que cantara y que lo han tirado diez kilómetros mar adentro con una piedra al cuello.
—Tenía cara de falangista. Menos mal que yo no he soltado ni pío, que a vosotros os van a poner a caldo.
—Sí, hombre, a lo mejor hasta nos meten en la cárcel.
A falta de otro pasatiempo, las discusiones se prolongaron hasta que dos días después los mismos individuos que se lo habían llevado lo trajeron de vuelta. Lo primero que todos advirtieron fue que Salgado no se tenía en pie y que lo arrastraban como un fardo. Lo segundo, que estaba pálido como un cadáver y empapado de sudor frío. El prisionero había regresado medio desnudo y cubierto por una costra marrón que parecía una mezcla de sangre seca y sus propios excrementos. Lo dejaron caer en la celda como si fuese una bolsa de estiércol y se marcharon sin despegar los labios.
Fermín lo cogió en brazos y lo tendió en el camastro. Empezó a lavarlo lentamente con unos jirones de tela que consiguió rasgando su propia camisa y algo de agua que le trajo Bebo de tapadillo. Salgado estaba consciente y respiraba con dificultad, pero los ojos le relucían como si alguien les hubiese prendido fuego por dentro. Donde dos días antes había tenido la mano izquierda ahora latía un muñón de carne violácea cauterizado con alquitrán. Mientras Fermín le limpiaba el rostro, Salgado le sonrió con los pocos dientes que le quedaban.
—¿Por qué no les dice de una vez a esos carniceros lo que quieren saber, Salgado? Es sólo dinero. No sé cuánto tendrá usted escondido, pero no vale esto.
—Y una mierda —masculló con el poco aliento que le quedaba—. Ese dinero es mío.
—Será de toda la gente a la que asesinó y robó usted, si no le importa la precisión.
—Yo no robé a nadie. Ellos lo habían robado antes al pueblo. Y si los ejecuté fue por impartir la justicia que el pueblo reclamaba.
—Ya. Menos mal que vino usted, el Robin Hood de Matadepera, a desfacer el entuerto. Valiente justiciero está usted hecho.
—Ese dinero es mi futuro —escupió Salgado.
Fermín le pasó el paño húmedo por la frente fría y trenzada de arañazos.
—El futuro no se desea; se merece. Y usted no tiene futuro, Salgado. Ni usted, ni un país que va pariendo alimañas como usted y como el señor director, y que luego mira para otro lado. El futuro lo hemos arrasado entre todos y lo único que nos espera es mierda como la que chorrea usted y que ya estoy harto de limpiarle.
Salgado dejó escapar una suerte de gemido gutural que Fermín imaginó que era una carcajada.
—Los discursos ahórreselos usted, Fermín. A ver si ahora se las va a dar de héroe.
—No. Héroes sobran. Yo lo que soy es un cobarde. Ni más ni menos —dijo Fermín—. Pero al menos lo sé y lo admito.
Fermín siguió limpiándole como pudo, en silencio, y luego lo tapó con el amago de manta forrada de chinches que compartían y que apestaba a orines. Se quedó al lado del ladrón hasta que Salgado cerró los ojos y se sumió en un sueño del que Fermín no estuvo seguro de que fuera a despertar.
—Dígame que se ha muerto ya —llegó la voz del 12.
—Se aceptan apuestas —añadió el número 17—. Un cigarrillo a que palma.
—Váyanse todos a dormir o a la mierda —ofreció Fermín.
Se acurrucó en el extremo opuesto de la celda e intentó conciliar el sueño, pero pronto tuvo claro que aquella noche iba a pasarla en blanco. Al rato puso el rostro entre los barrotes y dejó los brazos colgando sobre la barra de metal que los atravesaba. Al otro lado del corredor, desde las sombras de la celda de enfrente, dos ojos encendidos a la lumbre de un cigarrillo lo observaban.
—No me ha dicho para qué le hizo llamar Valls el otro día —dijo Martín.
—Imagíneselo.
—¿Alguna petición fuera de lo común?
—Quiere que le sonsaque a usted sobre no sé qué cementerio de libros o algo por el estilo.
—Interesante —comentó Martín.
—Fascinante.
—¿Le explicó el porqué de su interés sobre ese tema?
—Francamente, señor Martín, nuestra relación no es tan estrecha. El señor director se limita a amenazarme con mutilaciones varias si no cumplo su mandato en cuatro semanas y yo me limito a decir que sí.