Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—No se preocupe, Fermín. Dentro de cuatro semanas estará usted fuera de aquí.
—Sí, en una playa a orillas del Caribe con dos mulatas bien alimentadas dándome masajes en los pies.
—Tenga fe.
Fermín dejó escapar un suspiro de desaliento. Entre locos, matarifes y moribundos se repartían las cartas de su destino.
A
quel domingo, después de su discurso en el patio, el señor director lanzó una mirada inquisitiva a Fermín rematada con una sonrisa que le hizo saborear la bilis en los labios. Tan pronto como los centinelas permitieron a los prisioneros romper filas, Fermín se aproximó subrepticiamente a Martín.
—Brillante discurso —comentó Martín.
—Histórico. Cada vez que ese hombre habla, la historia del pensamiento en Occidente da un giro copernicano.
—El sarcasmo no le va, Fermín. Se contradice con su ternura natural.
—Váyase al infierno.
—En ello estoy. ¿Un cigarrillo?
—No fumo.
—Dicen que ayuda a morir más rápido.
—Pues venga, que no quede.
Fermín no consiguió pasar de la primera calada. Martín le quitó el cigarrillo de los dedos y le dio unas palmadas en la espalda mientras Fermín tosía hasta los recuerdos de la primera comunión.
—No sé cómo puede usted tragarse eso. Sabe a perros chamuscados.
—Es lo mejor que se puede conseguir aquí. Dicen que los hacen con restos de colillas que recogen por los pasillos de la Monumental.
—Pues a mí el
bouquet
me recuerda más bien a los urinarios, fíjese usted.
—Respire hondo, Fermín. ¿Está mejor?
Fermín asintió.
—¿Va a contarme algo sobre el cementerio ese para que tenga carnaza que echarle al gorrino en jefe? No hace falta que sea verdad. Cualquier disparate que se le ocurra me sirve.
Martín sonrió exhalando aquel humo fétido entre los dientes.
—¿Qué tal su compañero de celda, Salgado, el defensor de los pobres?
—Pues mire, creía uno ya que tenía cierta edad y lo había visto todo en este circo de mundo. Y cuando esta madrugada parecía que Salgado había estirado la pata, le oigo levantarse y acercarse a mi catre, como si fuese un vampiro.
—Algo de eso tiene —convino Martín.
—El caso es que se me acerca y se me queda mirando fijamente. Yo me hago el dormido y, cuando Salgado se traga el anzuelo, lo veo escurrirse hasta un rincón de la celda y con la única mano que le queda empieza a hurgarse lo que en ciencia médica se denomina recto o tramo final del intestino grueso —prosiguió Fermín.
—¿Cómo dice?
—Como lo oye. El bueno de Salgado, convaleciente de su más reciente sesión de mutilación medieval, decide celebrar la primera vez que es capaz de levantarse para explorar ese sufrido rincón de la anatomía humana que la naturaleza ha vedado a la luz del sol. Yo, incrédulo, ni me atrevo a respirar. Pasa un minuto y Salgado parece que tiene dos o tres dedos, los que le quedan, metidos allí dentro en busca de la piedra filosofal o de alguna hemorroide muy profunda. Todo ello acompañado de unos gemidos soterrados que no voy a reproducir.
—Me deja usted de piedra —dijo Martín.
—Pues tome asiento para el
gran finale.
Tras un minuto o dos de labor prospectiva en territorio anal, deja escapar un suspiro a lo San Juan de la Cruz y se hace el milagro. Al sacar los dedos de allí abajo extrae algo brillante que, incluso desde el rincón en el que estoy, puedo certificar que no es una cagarruta al uso.
—¿Qué era entonces?
—Una llave. No una llave inglesa, sino una de esas llaves pequeñas, como de maletín o de taquilla de gimnasio.
—¿Y entonces?
—Y entonces coge la llave, le saca lustre a salivazos, porque me imagino que debía oler a rosas silvestres, y luego se acerca al muro donde, después de convencerse de que sigo dormido, extremo que confirmo con unos ronquidos logradísimos, como de cachorrillo de San Bernardo, procede a esconder la llave insertándola en una grieta entre las piedras que luego recubre con mugre y no descarto que con algún que otro derivado de su palpado por los bajos.
Martín y Fermín se miraron en silencio.
—¿Piensa usted lo mismo que yo? —inquirió Fermín.
Martín asintió.
—¿Cuánto cree que ese capullito de alhelí debe de tener escondido en su nidito de codicia? —preguntó Fermín.
—Lo suficiente para creer que le compensa perder dedos, manos, parte de su masa testicular y Dios sabe qué más para proteger el secreto de su ubicación —aventuró Martín.
—¿Y ahora qué hago? Porque, antes de permitir que la víbora del señor director ponga las zarpas en el tesorito de Salgado para financiarse la edición en cartoné de sus obras magnas y comprarse un sillón en la Real Academia de la Lengua, me trago esa llave o, si hace falta, me la introduzco yo también en las partes innobles de mi tracto intestinal.
—De momento no haga nada —indicó Martín—. Asegúrese de que la llave sigue ahí y espere mis instrucciones. Estoy ultimando los detalles de su fuga.
—Sin ánimo de ofender, señor Martín, yo le agradezco sobremanera su asesoría y apoyo moral pero en ésta me va el cuello y algún que otro querido apéndice, y a la luz de que la versión más extendida es que está usted como un cencerro, me inquieta la idea de que estoy poniendo mi vida en sus manos.
—Si no se fía usted de un novelista, ¿de quién se va a fiar?
Fermín vio a Martín partir patio abajo envuelto en su nube portátil de cigarrillo hecho de colillas.
—Madre de Dios —murmuró al viento.
E
l macabro casino de apuestas organizado por el número 17 se prolongó durante varios días en los que tan pronto parecía que Salgado iba a expirar como se levantaba para arrastrarse hasta los barrotes de la celda desde donde recitaba a grito pelado la estrofa «Hijosdeperranomesacaréisuncéntimomecagoenvuestraputamadre» y variaciones al uso hasta desgañitarse y caer exánime al suelo, de donde lo tenía que levantar Fermín para devolverlo al catre.
—¿Sucumbe el Cucaracha, Fermín? —preguntaba el 17 tan pronto como le oía caer redondo.
Fermín ya no se molestaba en dar el parte médico de su compañero de celda. Si se terciaba, ya verían pasar el saco de lona.
—Mire, Salgado, si se va a morir muérase ya y si tiene planeado vivir, le ruego que lo haga en silencio porque me tiene hasta la coronilla con sus recitales de espumarajos —decía Fermín arropándolo con un trozo de lona sucia que, en ausencia de Bebo, había conseguido de uno de los carceleros, tras camelárselo con una supuesta receta científica para beneficiarse quinceañeras en flor a base de atontarlas con leches merengadas y melindres.
—Usted no se me haga el caritativo que le veo el plumero y ya sé que es igual que esta colección de carroñeros que se apuestan hasta los calzoncillos a que me muero —replicaba Salgado, que parecía dispuesto a mantener aquella mala leche hasta el último momento.
—Pues mire, no son ganas de contradecir a un moribundo en sus últimos o, cuando menos, tardíos estertores, pero sepa usted que no he apostado ni un real en esta timba, y de echarme un día al vicio no sería con apuestas sobre la vida de un ser humano, aunque usted de ser humano tenga lo que yo de coleóptero —sentenció Fermín.
—No se crea que con tanta palabrería me despista —replicó Salgado, malicioso—. Sé perfectamente lo que están tramando usted y su amigo del alma Martín con todo ese cuento de
El conde de Montecristo.
—No sé de qué me habla, Salgado. Duérmase un rato, o un año, que nadie lo va a echar de menos.
—Si cree usted que se va a escapar de este lugar es que está tan loco como él.
Fermín sintió un sudor frío en la espalda. Salgado le mostró su sonrisa desdentada a porrazos.
—Lo sabía —dijo.
Fermín negó por lo bajo y se fue a acurrucar a su rincón, tan lejos como pudo de Salgado. La paz apenas duró un minuto.
—Mi silencio tiene un precio —anunció Salgado.
—Tendría que haberlo dejado morir cuando lo trajeron —murmuró Fermín.
—Como muestra de gratitud estoy dispuesto a hacerle una rebaja —dijo Salgado—. Sólo le pido que me haga un último favor y guardaré su secreto.
—¿Cómo sé que será el último?
—Porque le van a pillar a usted como a todos los que han intentado salir de aquí por pies y, después de buscarle las cosquillas unos días, lo pasarán por el garrote en el patio como espectáculo edificante para el resto y entonces ya no podré pedirle nada más. ¿Qué me dice? Un pequeño favor y mi total cooperación. Le doy mi palabra de honor.
—¿Su palabra de honor? Hombre, ¿por qué no lo ha dicho antes? Eso lo cambia todo.
—Acérquese…
Fermín dudó un instante, pero se dijo que no tenía nada que perder.
—Sé que el cabrón ese de Valls le ha encargado que averigüe usted dónde tengo escondido el dinero —dijo—. No se moleste en negarlo.
Fermín se limitó a encogerse de hombros.
—Quiero que se lo diga —instruyó Salgado.
—Lo que usted mande, Salgado. ¿Dónde está el dinero?
—Dígale al director que tiene que ir él solo, en persona. Si alguien lo acompaña no sacará un duro. Dígale que tiene que acudir a la antigua fábrica Vilardell en el Pueblo Nuevo, detrás del cementerio. A medianoche. Ni antes ni después.
—Esto suena por lo menos a sainete de misterio de don Carlos Arniches, Salgado…
—Escúcheme bien. Dígale que tiene que entrar en la fábrica y buscar la antigua caseta del guarda junto a la sala de telares. Una vez allí tiene que llamar a la puerta y, cuando le pregunten quién va, debe decir: «Durruti vive.»
Fermín ahogó una carcajada.
—Ésa es la memez más grande que he oído desde el último discurso del director.
—Usted limítese a repetirle lo que he dicho.
—¿Y cómo sabe usted que no iré yo y con sus intrigas y contraseñas de serial de a peseta me llevaré el dinero?
La codicia ardía en los ojos de Salgado.
—No me lo diga: porque estaré muerto —completó Fermín.
La sonrisa reptil de Salgado le desbordaba los labios. Fermín estudió aquellos ojos consumidos por la sed de venganza. Comprendió entonces lo que pretendía Salgado.
—Es una trampa, ¿no?
Salgado no respondió.
—¿Y si Valls sobrevive? ¿No se ha parado a pensar en lo que le van a hacer?
—Nada que no me hayan hecho ya.
—Le diría que tiene usted un par de huevos si no me constase que sólo le queda parte de uno y, si esta jugada le sale rana, ni eso —aventuró Fermín.
—Eso es problema mío —atajó Salgado—. ¿En qué quedamos entonces, Montecristo? ¿Trato hecho?
Salgado ofreció la única mano que le quedaba. Fermín la contempló durante unos instantes antes de estrecharla sin ganas.
F
ermín tuvo que esperar al tradicional discurso del domingo tras la misa y al escaso intervalo al aire libre en el patio para aproximarse a Martín y confiarle lo que Salgado le había pedido.
—No interferirá en el plan —aseguró Martín—. Haga lo que le pide. Ahora no podemos permitirnos un chivatazo.
Fermín, que llevaba días entre la náusea y la taquicardia, se secó el sudor frío que le chorreaba por la frente.
—Martín, no es por desconfianza, pero si ese plan que está preparando es tan bueno, ¿por qué no lo usa usted para salir de aquí?
Martín asintió, como si llevase días esperando oír aquella pregunta.
—Porque yo merezco estar aquí y, aunque no fuese así, no hay lugar ya para mí fuera de estos muros. No tengo adónde ir.
—Tiene a Isabella…
—Isabella está casada con un hombre diez veces mejor que yo. Lo único que conseguiría saliendo de aquí sería hacerla desgraciada.
—Pero ella está haciendo todo lo posible por sacarle de aquí…
Martín negó.
—Me tiene usted que prometer algo, Fermín. Es lo único que le pediré a cambio de ayudarle a escapar.
Éste es el mes de las peticiones, pensó Fermín asintiendo de buen grado.
—Lo que usted me pida.
—Si consigue salir le pido que, si está en su mano, cuide de ella. A distancia, sin que ella lo sepa, sin que ni siquiera sepa que usted existe. Que cuide de ella y de su hijo, Daniel. ¿Hará eso por mí, Fermín?
—Por supuesto.
Martín sonrió con tristeza.
—Es usted un buen hombre, Fermín.
—Ya van dos ocasiones en que me dice eso, y cada vez me suena peor.
Martín extrajo uno de sus apestosos cigarrillos y lo encendió.
—No tenemos mucho tiempo. Brians, el abogado que contrató Isabella para llevar mi caso, estuvo ayer aquí. Cometí el error de contarle lo que Valls quiere de mí.
—Lo de reescribirle la bazofia esa…
—Exactamente. Le pedí que no le dijese nada a Isabella, pero le conozco y tarde o temprano lo hará, y ella, a la que conozco todavía mejor, se pondrá hecha una furia y vendrá aquí para amenazar a Valls con esparcir a los cuatro vientos su secreto.
—¿Y no puede usted detenerla?
—Intentar detener a Isabella es como intentar detener un tren de carga: una misión para tontos.
—Cuanto más me habla de ella más me apetece conocerla. A mí las mujeres con carácter…
—Fermín, le recuerdo su promesa.
Fermín se llevó la mano al corazón y asintió con solemnidad. Martín prosiguió.
—A lo que iba. Cuando eso suceda Valls puede hacer cualquier tontería. Es un hombre a quien le mueve la vanidad, la envidia y la codicia. Cuando se sienta acorralado dará un paso en falso. No sé qué, pero estoy seguro de que algo intentará. Es importante que para entonces ya esté usted fuera de aquí.
—No es que yo tenga muchas ganas de quedarme, la verdad…
—No me entiende usted. Hay que adelantar el plan.
—¿Adelantarlo? ¿A cuándo?
Martín lo observó largamente a través de la cortina de humo que ascendía de sus labios.
—A esta noche.
Fermín intentó tragar saliva, pero tenía la boca llena de polvo.
—Pero si todavía no sé ni cuál es el plan…
—Abra bien los oídos.
A
quella tarde, antes de regresar a la celda, Fermín se acercó a uno de los centinelas que le habían conducido al despacho de Valls.
—Dígale al señor director que tengo que hablar con él.
—¿De qué, si puede saberse?
—Dígale que tengo los resultados que esperaba. Él sabrá de lo que hablo.