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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (13 page)

BOOK: El orígen del mal
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Miró su reloj. Las nueve de la noche. En menos de treinta minutos estaría de vuelta en su casa. Se prepararía un café bien caliente y se zambulliría en los libros. La pista política era la que mejor sonaba. Al día siguiente por la mañana no habría quién lo superara en cuanto a la historia política de Chile.

Estaba llegando al boulevard Périphérique cuando sonó el móvil.

—Soy Méndez.

—¿Tienes novedades?

—No. Sí. Los tests de toxicología dan negativo, tal como se preveía. Pero hay otra cosa. —El forense tosió y luego prosiguió—: Un detalle que no encaja. He terminado el análisis patológico de las cicatrices; en particular, las de la verga. Las he observado al microscopio.

—¿Y?

—No son de los años setenta. En absoluto. Algunas contienen incluso hemosiderina. Rastros de hierro, es decir, de sangre. Lo que significa que se acaban de cerrar.

—¿Podrían haberlo torturado este año?

—No, torturado no. Para mí que esto es algo más sórdido…

—¿Como qué?

—Se mutiló a sí mismo. Esas cicatrices en el sexo son características de ciertas prácticas. Te atas el miembro para intensificar las sensaciones…

El armenio permanecía en silencio. Méndez continuó:

—Si supieras lo que vemos a veces… No hace más de una semana recibí un trozo de falo. Una rodaja de polla, te lo juro. Estaba…

—¿Crees que Goetz era un depravado?

—Un SM, un sadomaso sí. No estoy seguro al cien por cien, pero puedo imaginarme perfectamente al tío haciéndose cortes en el rabo…

Kasdan pensó en Naseer, el joven gay. ¿Sería él su compañero en aquellos juegos malsanos? Recordó sus encuentros eróticos en el fondo de los depósitos de agua. Eso abría otra pista: el retorcido mundo de los depravados. Y la hipótesis de un compañero de juegos oculto, sádico, asesino.

—¿Eso es todo?

—No. También hay un misterio en cuanto a la prótesis.

—¿Qué prótesis?

—Ayer te expliqué que Goetz se había sometido a una operación…

—Vale. Ahora me acuerdo.

—Con el número de la prótesis, yo tenía que haber podido encontrar su origen y el lugar en el que se realizó la intervención.

—¿Y no ha sido así?

—No. Tengo el origen: el objeto se fabricó en un gran laboratorio francés. Pero es imposible identificar la clínica o el hospital que la compró. La prótesis se volatilizó.

—¿Cómo explicas eso?

—A priori, fue exportada. Pero entonces se le podría seguir el rastro en las aduanas. No hay nada. Salió de Francia pero no atravesó ninguna frontera. Incomprensible.

Kasdan no sabía qué pensar de ese detalle. Tal vez una simple metedura de pata administrativa. Por el momento al armenio le interesaba el otro hallazgo: las posibles prácticas SM del chileno.

Kasdan dio las gracias a Méndez —otra información que poseía unas horas antes que Vernoux— y colgó.

Salida del boulevard Périphérique. Se deslizó por la rue de la Chapelle y saboreó la fluidez del tráfico. En esa calle solía haber embotellamientos. Le gustaba el brillo, la vivacidad del París nocturno bajo la lluvia. Cuarenta años recorriendo la ciudad de noche y no se cansaba.

Nueva llamada.

Kasdan respondió mientras giraba en la rue Marx-Dormoy.

—¿El señor Kasdan?

—Yo mismo —dijo; no reconoció la voz.

—Soy el padre Stanislas. Dirijo la parroquia de Notre-Dame-du-Rosaire, en el distrito 14.

Uno de los sacerdotes con los que no había podido hablar cuando visitaba las iglesias.

—Me he enterado de lo de Wilhelm Goetz. Es terrible. Incomprensible.

—¿Quién se lo ha dicho?

—El padre Sarkis. Me ha dejado un mensaje. Nos conocemos mucho. ¿Es usted el inspector al cargo de la investigación?

«Inspector.» ¿Durante cuántos siglos más se seguiría utilizando ese término caduco? Pero no era el momento de hacerse el difícil.

—Sí —replicó Kasdan.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Busco información sobre Goetz. Intento saber quién era.

El padre le soltó el retrato habitual. El inmigrante modelo, apasionado por la música. Kasdan, deseoso de llevarle la contraria, largó:

—¿Sabía usted que era homosexual?

—Me lo figuraba.

—¿Eso no le molestaba?

—¿Por qué habría de molestarme? No parece usted tener una mentalidad muy… abierta, inspector.

—¿Le parece posible que Goetz llevara una doble vida?

—¿Quiere decir una vida vinculada a su homosexualidad?

—O a otra cosa. Inclinaciones perversas, prácticas enfermizas…

Kasdan esperaba que el hombre se ofendiera; se pasaba de la raya con toda la intención. Pero le respondió el silencio. El sacerdote parecía reflexionar.

—¿Había notado algo especial? —insistió el armenio.

—No es eso…

—¿Qué intenta decirme?

—Quizá no tenga ninguna relación… pero tuvimos un problema.

—¿Qué problema?

—Una desaparición. En el seno de nuestro coro.

—¿Un niño?

—Un niño, sí. Hace dos años.

—¿Qué ocurrió?

—El corista desapareció, eso es todo. De un día para otro. Sin dejar rastro. Al principio se pensó en una fuga. La investigación demostró que el chaval había preparado sus cosas. Pero su personalidad no permitía suponer semejante… decisión.

—Espere. Voy a aparcar el coche.

Kasdan estaba bajo el metro a cielo abierto, en el boulevard de la Chapelle. Se colocó a la sombra de la estructura de hierro, apagó el motor y sacó su libreta.

—El nombre del chico —murmuró mientras retiraba el capuchón del rotulador.

—Tanguy Viesel.

—¿Era judío?

—No. Católico. Tal vez era de origen judío, no lo sé. Su apellido se escribe con uve.

—¿Qué edad tenía?

La voz se crispó:

—Habla usted en pasado. Nada prueba que esté muerto.

—¿Qué edad tenía en el momento de los hechos?

—Once años.

—¿En qué circunstancias desapareció?

—Después de un ensayo. Salió de la parroquia, como los otros niños, un martes a las seis de la tarde. Nunca llegó a su casa.

—¿En qué fecha exactamente?

—A principios del año escolar. En octubre de 2004.

—¿Hubo una investigación?

—Por supuesto. Pero sin ningún resultado.

—¿Recuerda qué brigada se hizo cargo del caso?

—No.

—¿El nombre del investigador?

—No.

—¿Le dice algo la BPM?

—No.

—¿Por qué me ha hablado de esta historia? ¿Se sospechó de Wilhelm Goetz?

—¡Por supuesto que no! ¿Adónde quiere llegar?

—¿Lo interrogaron?

—Nos interrogaron a todos.

Breve silencio. Kasdan sentía la inminencia de una revelación.

—Padre, si sabe algo, es el momento de hablar.

—No tengo nada que decir. Simplemente, Wilhelm fue la última persona que vio a Tanguy aquella tarde.

El hombre reculaba.

—¿Porque dirigía el coro? —prosiguió el armenio.

—No solo por eso. Cuando Wilhelm terminaba el ensayo, también se marchaba de la parroquia. Recorría parte del camino con algunos alumnos. Los policías le preguntaron si había acompañado a Tanguy…

—¿Y?

—Wilhelm Goetz respondió que no. No seguían el mismo camino.

—¿Cuál es la dirección del niño?

—¿Eso es importante para su investigación?

—Todo es importante.

—Los Viesel viven en el distrito 14. En el 56 de la rue Boulard, cerca de la rue Daguerre.

Kasdan tomó nota.

—¿Es todo cuanto puede decirme sobre Goetz?

—Sí. E, insisto, en ningún momento se sospechó de él en el caso Viesel. Lamento habérselo comentado.

—No se preocupe. Lo he comprendido perfectamente. Mañana pasaré a verlo.

—¿Por qué?

Kasdan estuvo a punto de responder: «Para leer en tus ojos lo que no me has dicho», pero se contentó con un: «Simple formalidad». Cuando colgó, un escalofrío recorrió sus miembros. Existía una posibilidad de que la desaparición del crío y la muerte de Goetz estuvieran relacionadas.

Guardó la libreta y el rotulador, luego observó un instante los majestuosos arcos estructurales del metro a cielo abierto. Pensó en lo que le había revelado Méndez. La sospecha de perversidad. Y ahora la desaparición de un niño… Kasdan se preguntó si Goetz era tan puro como decían… Hacía esfuerzos para no asociar esas tres palabras: homosexual-depravado-pederasta.

¿Acaso Volokine podía estar en lo cierto?

Kasdan intentó calmarse. La técnica del crimen contradecía la hipótesis de un niño-asesino. La punta utilizada. La aleación desconocida. La parte escogida del cuerpo: los tímpanos. Nada de eso encajaba con la hipótesis de la venganza de un chaval.

Kasdan puso primera y enfiló el boulevard de Rochechouart. «Los niños nunca son culpables.»

La réplica de Raimu sonaba hueca.

Ya no parecía un axioma definitivo.

17

Cédric Volokine se había puesto guapo.

Traje negro, herencia de su primera juventud. Camisa blanca, de algodón muy grueso, con un cuello cuyas puntas se doblaban hacia arriba. Corbata oscura arrugada, de esas que llevan los niños, cuyo nudo falso disimula un elástico bajo el cuello. Todo ello bajo un grueso chaquetón color caqui.

Había algo enternecedor, torpe, ingenuo, en ese look. Por no hablar de las zapatillas, que no encajaban con la cuidadosa elección del resto. Eran precisamente unas Converse. Kasdan percibió en aquel detalle la prueba material de la proximidad de Volokine con los chavales de la catedral.

El ruso aguardaba junto a la reja del Cold Turkey, como si hiciera autoestop. En cuanto vio el Volvo de Kasdan acercarse, cogió su bolsa y corrió hacia él.

—¿Qué, abuelo? ¿Hemos cambiado de opinión?

Kasdan lo había llamado a primera hora para avisarle de que pasaría a buscarlo sobre las diez. El trato era simple: un día para interrogar nuevamente a los chicos y demostrar de alguna manera que su hipótesis era correcta. Paralelamente, él se había puesto en contacto con Greschi, el jefe de la BPM, para decirle que sacaba al chaval del centro. «Como becario.» El comisario pareció bastante sorprendido pero no hizo preguntas.

—Sube.

Volokine dio la vuelta al coche. Kasdan observó que la bolsa era un morral del ejército. Uno de esos zurrones que los soldados de la Primera Guerra Mundial llevaban en bandolera para acarrear las granadas.

El ruso se acomodó. El armenio arrancó. Los primeros kilómetros transcurrieron en silencio. Pasados unos diez minutos, el joven volvió a su tejemaneje del día anterior. Papel de liar. Tabaco rubio…

—¿Qué haces?

—¿A usted qué le parece? El director del centro nos proporciona el chocolate. Pretende que es bio. En el refectorio, un cartel anuncia: «¡Viva el cáñamo!». Qué nivel, ¿eh?

—¿Nunca te han dicho que es malo para las neuronas?

Volokine pasó la lengua por la parte adhesiva del papel de fumar y pegó otro.

—De donde vengo, ese es un mal menor.

Kasdan sonrió.

—En Camerún se decía: más vale una bala en el culo que una bala en el corazón.

—Exacto. ¿Cómo era Camerún?

—Lejano.

—¿De Francia?

—Y de hoy. A veces me cuesta creer que estuve allí.

—No sabía que había habido una guerra…

—No eres el único. Y tanto mejor.

Volokine sacó con precaución una barrita de cannabis de su embalaje de aluminio. Con un mechero, quemó uno de los ángulos y lo desmenuzó sobre el tabaco. El olor embrujador de la droga se expandió por el coche. Kasdan abrió la ventanilla y se dijo que el día se presentaba raro.

Decidió ir directo al grano.

—Tanguy Viesel. ¿Cómo te enteraste?

—¿Quién?

—Tanguy Viesel. El crío desaparecido del coro de Notre-Dame-du-Rosaire.

—¿Qué crío? ¿Qué coro?

Kasdan lanzó una breve mirada a Volokine: estaba cerrando el canuto.

—¿No sabías nada?

—Se lo juro, señoría —respondió levantando el canuto con la mano derecha.

Kasdan redujo la velocidad y entró en la vía de acceso a la autopista. Durante la noche había identificado al grupo de investigación encargado de la desaparición del pequeño Tanguy: los tipos de la tercera DPJ, avenue de Maine, no la BPM. Al parecer el ruso no estaba en el ajo.

De mala gana, Kasdan resumió:

—Un chaval que desapareció hace dos años. Pertenecía a uno de los coros que dirigía Goetz. Notre-Dame-du-Rosaire.

—Ni siquiera sabía que Goetz dirigía otros coros. ¿Cuáles son las circunstancias de la desaparición?

—El crío salió una tarde de la parroquia y nunca llegó a su casa.

—Tal vez se fugó.

—Por lo visto preparó una bolsa, en efecto. La investigación no dio ningún resultado. Tanguy Viesel se evaporó.

—Eso podría confirmar mi hipótesis de pederastia, pero será mejor que no corramos.

—Cierto. Porque nada indica que Goetz estuviera implicado. Absolutamente nada.

Volokine encendió el canuto. El olor a hachís dentro del coche se duplicó. A Kasdan siempre le había gustado ese perfume. Le recordaba a África. Se fijó en el contraste entre el olor exótico, cálido y la absoluta desolación del panorama: campos negros, edificios sucios, zona comercial con colores chillones.

—Me he pasado la noche mirando ficheros —prosiguió—. Para saber si Goetz tenía antecedentes. No he encontrado nada. —Kasdan se dio un golpecito con la uña del pulgar en los dientes—. Nada. He examinado a fondo el fichero judicial sobre autores de delitos sexuales. He consultado los archivos de tu brigada, la BPM. He rebuscado en la oficina de represión de abusos a menores. El nombre de Goetz no ha aparecido en ningún sitio. El tío está blanco como la nieve.

Volokine soltó lentamente el humo por la nariz.

—Si ha venido a buscarme, es que no está tan seguro. —Dio otra calada, larga y concienzuda—. De hecho, en lo que respecta a los delincuentes sexuales, hay que desconfiar de los ficheros. He conocido muchos pederastas que habían logrado pasar desapercibidos durante años. El pederasta es un bicho sumamente desconfiado. Y astuto. Desde luego, no es como esos maleantes cretinos a los que está usted acostumbrado. El pederasta no desconfía solo de los policías, sino de todos. Incluso de Dios. Vive a contrapelo del mundo. Sabe que es un monstruo. Que nadie lo comprende. Que en la cárcel los otros gamberros lo dejarán tieso. Eso le da alas para volverse invisible…

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