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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (63 page)

A su espalda, unos hombres con mono negro. Chalecos antibalas. Cascos. Fusiles de asalto HK G36. Los Tiradores de Alta Precisión de la BRI. Sus viseras brillan en el aire como cristales de cuarzo congelados.

Volokine se echa a reír, pasmado. Fragmentos de sesos sobre el rostro. Mejillas cortadas por las esquirlas de vidrio. Se ríe. La cabeza abierta de Hartmann sobre sus rodillas. El monstruo ha muerto. Volokine lo acuna entre sus brazos empapados de sangre.

Unos segundos más tarde, está fuera. Otros hombres de la BRI, los de la Brigada Efracción, lo han liberado como quien abre una lata de sardinas. Se dirige hacia Kasdan tambaleándose, auxiliado ya por un equipo de urgencias, máscara de oxígeno en el rostro.

Un hombre con mono negro y visera levantada, ríe mientras dice:

—Habéis sido nuestros caballitos. Nuestros caballitos de Troya.

83

Los niños cantaban como quien nada en un río.

Con fluidez, con delicadeza, pero también con alegría y vivacidad.

Cada una de sus sílabas conservaba una frescura íntima, secreta, vibrante. Las palabras latinas se escapaban de sus labios como células invisibles portadoras de paz.

Acupuntura del alma.

Bálsamo del corazón.

Cuando las tropas de la BRI habían tomado el centro del recinto, Kasdan y Volokine habían participado. Después de todo, era su investigación. Su victoria. Aun si la Brigada Criminal y la de Búsqueda e Investigación se habían adueñado del caso y habían penetrado en la «zona de la pureza» como conquistadores.

Unos hombres con monos negros corrían. Abrían las puertas. Empuñaban sus fusiles de asalto. Era como un pillaje en sordina, en el que ninguna resistencia, ningún grito se eleva nunca. En el que los enemigos están desarmados, ni siquiera tienen botones en sus chaquetas.

Juntos, Kasdan y Volokine habían observado un detalle mientras los soldados se desplegaban alrededor del símbolo central de la Colonia: la mano vuelta hacia el cielo.

El rumor de las voces.

Provenía del conservatorio. Se habían dirigido hacia la construcción de madera, al lado de la iglesia, mientras los grupos Anticomandos, Escalada, Efracción y Tiradores de élite, proseguían su invasión.

Kasdan y Volokine habían abierto las puertas con precaución.

Magullados, ensangrentados, abatidos, se habían hundido en los bancos de madera pálida.

Eran las diez de la mañana.

Y ese 28 de diciembre, como cualquier otro día, el coro ensayaba.

Ahora, Kasdan, alias «Duduk», escuchaba el
Miserere
sintiendo que se confundían en él las corrientes difusas y no tan alejadas del agotamiento y la emoción. El
Miserere
de Gregorio Allegri resonaba, fuera y dentro, acariciando sus huesos, infiltrando su carne, anestesiando sus nervios.

El
Miserere
.

La única oración fúnebre posible para toda esa historia.

Kasdan ya no trataba de armar el puzle. De comprender cómo él y Volokine habían sido los pardillos de la operación. Los rehenes de una intervención clandestina y subterránea de la RAID. Los ciudadanos franceses que habían servido de coartada a las fuerzas policiales tradicionales para realizar una operación relámpago. Pronto habría que dar explicaciones y empezarían los problemas. Pero lo importante estaba hecho. El Estado francés había liberado a sus súbditos.

Kasdan sonreía. La mera idea de que hubieran salvado la vida gracias a payasos como Marchelier, Rains o Simoni era ridícula. Pero considerar que habían sido manipulados a distancia y a sus espaldas, era la mejor o la peor broma que podía imaginarse.

Todo eso ya no tenía la menor importancia. Bruno Hartmann y su guardia estaban neutralizados. Muertos. Heridos. Detenidos. En cuanto a los sonados de los médicos, el oficial de policía Cédric Volokine estaría encantado de declarar contra ellos. Aunque solo los hubiera visto detrás de sus mascarillas de cirugía.

Sin duda sería posible demostrar otras fechorías. Instalaciones, aparatos, lugares especializados que serían descubiertos revelando las sevicias ejercidas sobre los niños y los adolescentes. Por no hablar de que, en adelante, el origen misterioso de la fortuna de la secta aguardaba a los investigadores oficiales bajo las cristaleras de los invernaderos. Tampoco sería muy difícil descubrir los laboratorios de refinería ni remontarse hasta las filiales específicas de Asunción. Cabía incluso esperar que, durante los registros, se hallarían datos escritos de aquella contabilidad cien por cien ilícita.

En cuanto al aspecto humano, comenzarían centenares de audiciones de testigos. Todos los eslabones del sistema serían aislados, interrogados; luego recibirían atención psiquiátrica. Se buscarían los rastros de los niños secuestrados. Se encontrarían los vestigios de su paso por ese sitio: las gargantas en formol dentro del lúgubre museo.

En materia de «movimientos sectarios», la Colonia tenía allí su sitio. Una vez que sus dirigentes confesaran, habría que nombrar un gobierno de tutela y empezar el proceso de desmantelamiento. Antes de clausurar definitivamente esa pesadilla.

Respecto a las muertes recientes, podrían relacionarse las huellas de los zapatos con las partículas de madera encontradas en cada una de las escenas del crimen y en las costumbres de la secta: esos niños calzados al estilo antiguo, la manía de «palpar el terreno» con las varas de acacia. Sin duda, se pediría la colaboración de los psicólogos. Tal vez hasta se encontraría entre los chavales a los actores directos de los asesinatos de Wilhelm Goetz, Naseerudin Sarakramahata, Alain Manoury, Régis Mazoyer…

Quedaba el problema principal. ¿Qué preparaban exactamente Hartmann y sus hombres? ¿Un atentado? Bruno Hartmann, inclinado hacia la humareda, había hablado antes de morir de un «atentado con la voz como única fuerza», una «impronta de pureza en vuestra miserable humanidad»… Sí, el alemán preparaba una carnicería bajo el signo del grito.

Pensando en la secta Aum y su ataque con gas sarín en el metro de Tokio, Kasdan imaginó un grito asesino resonando por los pasillos del metro parisino. El eco fatal resonando contra los miles de azulejos y perforando los tímpanos de las víctimas.

Los niños seguían cantando.

Era el momento, el famoso momento, en el que la melodía solista se eleva sobre el coro y alcanza la membrana más sensible del oyente. Como la primera vez, Kasdan sintió que se le caían las lágrimas. Esas voces de niños elevaban el alma como dos dedos delicados la espalda de un gatito, con toda delicadeza, con toda suavidad…

Kasdan ya no pensaba.

La violencia había paralizado su mente. Solo su cuerpo resonaba, resplandecía, con esa polifonía, como bajo la bóveda de un claustro en pleno recogimiento. Observaba los rostros de los cantores que, sólidamente unidos por sus voces, ya no temían nada. Todos llevaban la chaqueta y el pantalón de lino negro. Y sus rasgos, serenos, distendidos, parecían imbuidos de un eco celestial. Algo que habría sido traducido desde el silencio del cielo…

Los dos colegas, único público de ese concierto irreal, permanecían fascinados, aturdidos, ajenos a ellos mismos. No hablaban. Apenas respiraban.

Sin embargo, bajo el canto, percibían algo más.

Sin ponerse de acuerdo. Sin mirarse.

El enigma crucial.

Entre esas voces angelicales, una sola tenía el poder.

Entre esos niños, uno solo dominaba el grito asesino.

¿Cuál?

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