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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, policíaca

El orígen del mal (9 page)

Bajando por la rue des Fossés-Saint-Bernard, junto a la facultad de Jussieu, Kasdan pensó otra vez en el poli zarrapastroso que se había puesto a tocar el órgano en Saint-Jean-Baptiste. Solo se le ocurría una cosa para explicar su presencia: el Estado Mayor. Para cada caso relevante, se redacta un informe que es enviado a la place Beauvau. Es lo que suele llamarse un «télex». Vernoux debió de enviar el suyo la noche anterior. De una manera o de otra, Volokine estaba informado de los casos que surgían. ¿Quién lo informaba? Ese servicio lo realizaban unas cuantas mujeres que se repartían para cubrir las veinticuatro horas del día.

Kasdan tenía una hipótesis: una de las policías bebía los vientos por el poli rebelde. Hasta Sarkis se había fijado en que el tío era guapo. Pero ¿cómo se había enterado Volokine del asunto de la huella?

Kasdan volvió a llamar Puyferrat. El técnico reaccionó de inmediato.

—Joder, Kasdan, esto ya es acoso…

—¿Te ha llamado un poli de la BPM esta mañana a propósito de Goetz?

—Sí, justo después de tu llamada. Todavía no eran las nueve.

Escalofrío en los antebrazos. Podía sentir la rapidez, la electricidad del joven poli.

—¿Le has hablado de la huella?

—No me acuerdo… Creo que sí. Pero estaba al corriente, ¿no? Me ha hablado de los críos…

Un
quid
pro
quo
. Volokine había llamado a la Policía Científica para husmear el asesinato. Había mencionado a los pequeños cantores. Puyferrat había deducido que ya estaba al corriente de lo de las Converse. Y había largado.

—¿No te has preguntado cómo es que lo sabía? —gruñó Kasdan—. Si ni siquiera habías enviado todavía el informe a Vernoux…

—Mierda, tienes razón. No lo había pensado. ¿Es grave?

—Olvídalo. Llámame cuando tengas los resultados de los análisis.

Kasdan miró su reloj: las once. Estaba llegando al final del quai de Austerlitz, atravesado por el metro a cielo abierto. A la izquierda, al otro lado del Sena, se alzaba la inmensa pirámide de techo plano del palacio de deportes de Bercy. El armenio giró en esa dirección. Era hora de ir al hospital Trousseau para interrogar a la experta en otorrinolaringología. Debía de haber recibido los resultados de los análisis del órgano auditivo de Wilhelm Goetz.

12

El hospital Armand-Trousseau se asemejaba a un pueblo minero en el que hubieran desplazado los edificios de ladrillo para unirlos y formar bloques sucesivos. En cada patio, las fachadas, de color gris, rosa, crema, parecían acercarse un poco más para aplastar a la gente entre sus muros. Dando vueltas con el coche dentro de ese dédalo uno se sentía una rata en una jaula.

Kasdan odiaba los hospitales. Toda su vida, a intervalos regulares, había tenido que pasar temporadas en aquellos sitios lúgubres. Sainte-Anne y Maison-Blanche, en París. Pero también Ville-Evrard, en Neuilly-sur-Marne, Paul-Guiraud, en Villejuif… Esos lugares lo habían albergado durante su vida de soldado sin guerra. O más bien durante su guerra personal, cuyo campo de batalla era su cerebro. El delirio y lo real no cesaban de enfrentarse hasta el momento de la tregua. Siempre precaria. Kasdan abandonaba entonces el hospital, frágil, atemorizado, con una única certeza: cualquier día, una nueva crisis lo haría regresar.

Sin embargo, su peor recuerdo del hospital no estaba relacionado con su propia locura sino con Nariné, su mujer. Kasdan la había conocido en una boda armenia, cuando él tenía treinta y dos años, y era uno de los héroes de la BRI. Pasó de amarla apasionadamente a apreciarla y, luego, detestarla, hasta que ella se convirtió en una simple presencia tan integrada en su vida como su sombra o su arma reglamentaria. Era incapaz de resumir esos veinticinco años de unión. Ni siquiera de describirlos. Una cosa era segura: Nariné era la persona a la que había conocido mejor mientras vivió. Y recíprocamente. Habían atravesado juntos todas las edades, todos los sentimientos, todas las dificultades. Sin embargo, cuando evocaba su recuerdo solo veía una escena, siempre la misma. La última vez que la visitó en su habitación del hospital Necker, horas antes de su muerte.

Aquella mujer no tenía ya nada que ver con la que había compartido su destino. Sin maquillaje, sin peluca, parecía un bonzo demacrado con una camisola de papel verde. Su elocución se había vuelto extraña, distante, debido a la morfina; cada una de sus palabras, que ya no tenían sentido, era como una pequeña muerte depositada en lo más hondo de la mente de Kasdan.

No obstante, sentado a la cabecera del lecho, él mantenía la sonrisa: desviaba la mirada, observaba los aparatos que rodeaban a su esposa. Las líneas verdosas del monitor. La lenta perfusión, cuyo brillo translúcido reflejaba la luz blanca de los neones. Esos instrumentos, ese gota a gota, le hacían pensar en el ceremonial íntimo de un drogadicto: pinchazo de heroína o pipa de opio. Había en esa parafernalia, y en los gestos regulares que implicaba, algo cuidadamente detallista, algo asesino. Así pues, las cosas terminaban como habían empezado. Bajo el signo de la droga. Kasdan recordaba que cuando supo cómo se llamaba su futura mujer, Nariné, asoció el nombre inmediatamente a la palabra «narguile»…

Nariné seguía hablando. Y sus palabras absurdas lo mantenían a distancia. La persona que se expresaba era un espectro impregnado ya de la muerte, como embebido por ella. Un recuerdo muy lejano volvió a su memoria. Camerún, 1962. Una noche los aldeanos organizaron una fiesta. Tambores, vino de palma, pies desnudos frotando la tierra roja. Recordaba a una bailarina en particular. Alzaba su rostro hacia el cielo estrellado, abriendo los brazos con indolencia, girando sobre sí misma con una sonrisa estática, ausente, en los labios. Parecía sonámbula. Su mirada, sobre todo, era fascinante. Una mirada tensa, proyectada tan lejos que resultaba altiva, inaccesible. Kasdan había tardado unos minutos en captar la verdad. La bailarina era ciega. Y lo que miraba era el corazón sordo del ritmo. El reverso de la noche.

Nariné le hacía pensar en esa bailarina. Sus palabras flotaban en la sombra. Sus ojos miraban hacia otro lado. Hacia un más allá indecible. Aquella noche Kasdan no había querido coger el coche. Había vagado a pie por el barrio de Duroc. Se había cruzado con otros ciegos: el instituto de invidentes estaba a solo unos pasos del hospital Necker. Había tenido la impresión de que se desplazaba en un mundo de zombis en el que él era el único ser todavía vivo.

Cuando por fin regresó a su casa, un mensaje lo esperaba: Nariné había expirado. Mientras él vagaba. Entonces comprendió que siempre recordaría a la curiosa criatura que acababa de dejar. Ese espectro ocultaría las otras imágenes.

Sentado al volante, Kasdan se detuvo en los jardines del hospital. Cerró los ojos. Se apretó las sienes con las palmas de las manos, para comprimir la fuerza de sus recuerdos, y exhaló una gran bocanada de aire. Cuando abrió los ojos, había recuperado su lugar en el tiempo presente. Trousseau. La especialista en otorrinolaringología. La investigación.

Dio con el pabellón André-Lemariey al fondo de un patio. Un edificio de ladrillo claro con manchas oscuras dejadas por la lluvia. La puerta 6 indicaba las diferentes especialidades del pabellón, entre ellas la sección de otorrinolaringología.

El vestíbulo hablaba por sí solo. Rinocerontes, leones y jirafas pegados en las paredes. Cabañas de madera, bancos de colores formando un cuadrado. Juguetes en desorden… Kasdan se acordó de las palabras de Méndez: «Un hospital de pediatría, lleno de niños sordos para los que nunca es Navidad». Guirnaldas y bolas multicolores colgaban del techo. Un abeto titilaba en un rincón aunque los fluorescentes estaban ya encendidos.

En el centro de la sala, unas enfermeras tocadas con un gorro verde con cascabeles estaban montando un teatrillo de madera y fieltro.

Caminó hacia ellas, captando al mismo tiempo el calor del lugar y los efluvios de los medicamentos. Su malestar aumentaba. Sentía, sin poder explicarlo, que había un vínculo entre el cadáver de Goetz y esa atmósfera mortífera de niños aislados del mundo.

—Busco a la doctora France Audusson.

Las cortinas rojas del teatro en miniatura se abrieron. Una mujer de hombros anchos se asomó.

—Soy yo. ¿Qué desea?

France Audusson debía de tener cincuenta años. Redonda, maciza, su cabello gris peinado en dos arcos simétricos. Recordaba a la vieja publicidad de los productos lácteos Mamie Nova. Se puso en pie y avanzó hacia la izquierda. También ella iba disfrazada de duende. Camisola con tirantes de un verde chillón. Zapatos negros con grandes hebillas en forma de mariposa. Gorro con cascabeles.

Kasdan sacó la tarjeta tricolor que había conservado bajo cuerda. Como todos los polis melancólicos, había denunciado la pérdida de su tarjeta seis meses antes de jubilarse. Había obtenido una nueva, y la entregó en el momento de dejar el puesto. En cuanto a la antigua, la había guardado en su casa como un fetiche.

—Formo parte del grupo que investiga el asesinato de Wilhelm Goetz —dijo por fin.

France Audusson se quitó el gorro con un ruido de cascabeles.

—He recibido esta mañana los resultados de Mondor. Venga conmigo.

Kasdan le siguió los pasos ante la mirada intrigada de las otras enfermeras-duendes. Dejaron atrás varias cabañas de madera antes de que el ex policía comprendiera que eran despachos y no un decorado. La especialista en otorrinolaringología abrió la última puerta, decorada con la silueta de un reno.

—Estamos preparando el espectáculo de Navidad —explicó—. Para los niños.

El interior era minúsculo. Un escritorio pegado a la pared de la derecha, seguido de un sillón y de otro más orientado de lado; todo ello sepultado bajo expedientes, esquemas de secciones de tímpanos, escáneres grapados. Con sus ciento diez kilos, Kasdan no se atrevía a moverse.

—Siéntese —lo invitó ella, quitando del sillón de su derecha una pila de expedientes.

Kasdan obedeció con precaución, mientras la mujer soltaba los tirantes de la camisola y se quitaba el disfraz. Llevaba una camiseta ceñida y un tejano negros que moldeaban su gruesa figura. Sus pechos eran grandes y su sujetador blanco dibujaba pequeñas cimas nevadas bajo la oscura tela. Kasdan sintió una ola de calor en la entrepierna. La sensación le gustó.

—Hay un problema con los resultados —dijo ella cogiendo un sobre apoyado contra la pared. Se sentó y lo abrió—. El laboratorio no ha encontrado nada.

—¿Quiere decir que no había partículas?

—Ninguna. Los de Mondor han observado el interior de la porción petrosa del hueso temporal con el microscopio electrónico. Han hecho análisis químicos. No hay nada. Ni el menor rastro de un destello, de una limadura, nada.

—¿Y eso qué significa?

—La aguja utilizada debía de estar hecha de una aleación tan compacta que no se desmenuzó en absoluto al entrar en contacto con el hueso. Y eso es realmente extraño. Porque la aguja se abrió camino entre los huesecillos y se hundió hasta el caracol. Por tanto, hubo frotamiento. Sin embargo, el instrumento no dejó rastro alguno.

—¿Cómo imagina usted la aguja?

—Muy larga. Se desplazó por el aparato auditivo como una onda sonora de enorme intensidad. La punta rompió las células ciliadas del caracol, donde se encuentra el órgano de Corti. Le mostraré las fotografías obtenidas con el microscopio electrónico.

Desplegó sobre su escritorio unos positivados en blanco y negro. Las imágenes mostraban una especie de llanuras submarinas en las que las algas habían sufrido caóticas mutaciones. Para empezar, porque mostraban una vida microscópica, hormigueante, tenebrosa. A continuación, porque el caos de los cilios recordaba la conmoción provocada por un maremoto.

—Estas células ciliadas externas —prosiguió la especialista— son las partes sensibles que captan y amplifican las vibraciones del sonido. Como puede ver, los cilios fueron destrozados por el arma. Si la víctima hubiera sobrevivido, habría sido sorda el resto de sus días.

Kasdan alzó la mirada y la posó de nuevo en los senos, pero esta vez la visión no le hizo ningún efecto.

—El doctor Méndez mencionó una aguja de tejer. ¿Qué piensa usted?

—No, no es eso. La punta de esta aguja es mucho más fina.

La mujer se levantó y señaló un esquema colgado en la pared: una especie de caracol abigarrado. Señaló con el índice un pasaje estrecho.

—En este esquema del órgano auditivo, puede ver los huesecillos, que forman un pasillo muy angosto, aquí. La aguja se metió por ahí. Eso nos lleva a suponer una punta muy afilada. Imagino que dicha punta estaba provista de un mango, todo ello hecho con la misma aleación, muy sólida, para evitar la rotura.

France Audusson volvió a sentarse. De repente Kasdan tuvo una idea. Una idea rocambolesca.

—Esa punta, ¿podría haber sido de hielo? El agua helada no habría dejado ningún rastro…

—No. Una aguja de hielo tan fina se habría roto contra el hueso. Hablo de un arma de unos pocos micrones. Fabricada con una aleación… desconocida. Un chisme de ciencia ficción. —Al darse cuenta de lo que acababa de decir, sonrió—. Discúlpeme, veo demasiadas series de televisión. Lo que quiero decir es que el misterio está ahí. En el arma del crimen.

Kasdan posó nuevamente la mirada en los positivados. Esas llanuras carbonosas eran como imágenes petrificadas, materializadas, del sufrimiento de la víctima. De nuevo su intuición: existía un vínculo entre la causa de la muerte, el dolor y el móvil, proveniente quizá de Chile y de sus torturadores.

—Tuve la suerte de llegar muy rápidamente al lugar del crimen —explicó—. El grito de la víctima resonaba todavía en los tubos del órgano. Wilhelm Goetz debió de lanzar un alarido bestial. Ricardo Méndez cree que murió de dolor. ¿A usted le parece posible?

—Completamente. Aquí hemos hecho muchas investigaciones sobre el umbral de dolor del tímpano. Es una región muy sensible. Todo el año tratamos barotraumatismos debidos a las diferencias de presión en inmersiones submarinas o en viajes en avión. Según todos los testimonios, el dolor es muy agudo. En el caso de este asesinato, la punta ha ido mucho más lejos. El sufrimiento ha debido de conmocionar por completo el metabolismo del cuerpo y provocar el paro cardíaco.

El armenio se puso en pie, con cuidado de no tirar nada.

—Gracias, doctora —dijo con voz grave—. ¿Podría llevarme las imágenes y los resultados?

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