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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (7 page)

Casi todos los que teníamos alrededor gritaban en arameo, pero muchos otros lo hacían en griego.

—¡Salid, salid! —gritaban los hombres. Pero no había forma de moverse. De pronto oí los balidos de las ovejas, como si alguien estuviese ahuyentando los animales. Enseguida me llegó el mugir de vacas y bueyes, un sonido espantoso.

Los soldados estaban cada vez más cerca, y venían con las lanzas en alto. No había dónde refugiarse.

Entonces, como salidas de la nada, empezaron a volar piedras.

Todo el mundo gritaba. Un soldado fue alcanzado por una lluvia de piedras antes de caer de su montura y quedar sumergido entre la muchedumbre. Un hombre vestido con un manto se subió al caballo y empezó a pelear con un soldado que le clavó su espada dos veces en el vientre; la sangre brotó a borbotones.

Tuve la sensación de que me quedaba sin respiración, igual que cuando Eleazar me había pateado. Abrí la boca todo lo posible y ni siquiera así entraba el aire. José intentó bajarme de sus hombros, mas la aglomeración de gente se lo impidió, y además yo no quería bajar. Todo aquello era terrible, pero quería verlo.

La gente entonó oraciones, ya no los alegres salmos de antes sino plegarias pidiendo ayuda, pidiendo ser rescatados. Algunos caían al suelo. Lo mismo ocurría por doquier en el recinto. Retrocedimos de nuevo como una ola al retirarse.

José estiró el brazo y con ayuda de otras manos consiguió izarme sobre su cabeza y bajarme al suelo, llevándome en volandas mientras se abría paso entre la gente que gritaba y forcejeaba.

Pero cuando mis pies pisaron el mármol no pude moverme. Incluso mi túnica había quedado atascada entre las de quienes me rodeaban apretadamente.

—¡Salomé! —grité—. ¡Pequeña Salomé! ¿Dónde estás?

—¡Yeshua!

—Llamó ella en arameo—. Agárrame.

Vi su cabeza a unos pasos de mí, como si estuviera nadando entre un mar de cuerpos agitados. Tiré de ella y la puse conmigo delante de José, y entonces creí oír la risa de Cleofás. Estaba delante de mí y se reía con su carcajada de siempre.

La multitud se movió hacia un lado y luego al frente, y todos nos caímos. Unas manos tiraron de mí y yo logré agarrar a la pequeña Salomé por la cabeza.

—¡Poneos de rodillas y quedaos quietos! —ordenó José.

¿Qué podíamos hacer para salir de ese tumulto? Obedecimos. Mi madre exclamó: — ¡Mi hijo, mi hijo!

José y Cleofás alzaron sus manos y rezaron al Señor. Sujeté a Salomé con una mano y levanté la otra.

—¡Oh, Señor, tú eres mi refugio! —entonó José. Cleofás rezó otra oración.

—Tiendo mis manos hacia ti, OH, Señor —dijo mi madre.

—¡Oh, Señor, rescátame! —exclamó la pequeña Salomé.

Todo el mundo clamaba al Señor.

—¡Que los malvados caigan en su propia trampa! —exclamó Santiago muy cerca de mí.

—Líbrame, Señor, de todo el mal que me rodea—oré, pero no pude oír mi propia voz. Los rezos iban en aumento, y tal era el murmullo que casi superaba las exclamaciones y gritos que salían de la refriega.

Los mugidos de los bueyes eran horribles, y los chillidos de las mujeres me hacían daño.

Levanté entonces los ojos y vi que alrededor de nosotros todo el mundo estaba de rodillas. Zebedeo se puso en pie para implorar al Señor y luego inclinó la cabeza, y sólo fue uno de los muchos que lo hicieron.

Al mismo tiempo había gente que avanzaba como vadeando aquel mar de cuerpos, pisoteándonos y empujándonos en su intento de huir. Por un momento quedé aplastado contra el mármol del suelo, al lado de la pequeña Salomé, pero sin dejar de protegerle la cabeza con mi brazo.

De pronto sentí una salvaje determinación y pugné por levantarme. A empujones, conseguí situarme junto a José y me puse de pie como si me dispusiera a correr.

Vi la gran plaza. Más allá, la gente corría en todas direcciones, las ovejas huían despavoridas mientras los soldados a caballo pisoteaban a todo el que encontraban a su paso, y las personas, incluso las que estaban de rodillas, se levantaron y la emprendieron a pedradas contra los soldados.

Había grupos de gente que parecían muertos amontonados.

Se elevaron salmos al cielo.

—Huyo hacia ti, OH, Señor, para que me escondas... Clamé a ti, OH, Señor...

Soldados a caballo perseguían a la gente, hombres y mujeres que ahora corrían hacia nosotros.

—¡José, mira!

—Exclamó mi madre—. Agárralo, haz que se eche en el suelo.

Yo me zafé de las manos que pretendieron sujetarme.

La gente corrió en desbandada sobre los que estaban arrodillados, pasó sobre ellos como si fueran rocas en la costa. Los que rezaban gimieron, y al ver que un jinete venía hacia nosotros, los cuerpos se separaron a ambos lados.

Alguien me tiró al suelo empujándome por la nuca y la espalda. Oí el resoplido del caballo y el repiqueteo de los cascos. Di con la cabeza en las piedras del suelo y por el rabillo del ojo vi las patas del caballo casi encima de mí. Cuando el animal se empinó, del montón de gente apiñada se levantó un hombre, sacó una piedra de entre la túnica y se la arrojó al soldado.

—¡Sólo el Señor tiene derecho a gobernarnos!

—Gritó en griego—. ¡Lleva este mensaje a Herodes! ¡Y al César también!

Entonces sacó otra piedra y el soldado le clavó su lanza en el pecho, traspasándolo por completo. El hombre soltó la piedra y cayó hacia atrás con los ojos desorbitados.

Mi madre sollozó y la pequeña Salomé se puso a gritar:

—¡No mires, no mires!

Pero ¿podía yo apartar la vista de ese hombre en sus últimos momentos? ¿Iba a dar la espalda a su muerte?

El soldado levantó su lanza, izando horriblemente a aquel desdichado con ella. De su boca manaba sangre. A continuación agitó el cuerpo como si fuese un saco hasta que logró recuperar su lanza y la víctima cayó a tierra. Rodó sobre su costado izquierdo y sus ojos miraron hacia nosotros, directamente a mí.

Ya no pude ver el caballo, sólo oí el terrible sonido que produjo al encabritarse. El soldado fue atacado desde todos los flancos por la gente y lo descabalgaron violentamente. Su cuerpo se perdió entre un montón de personas que se cebaban en él a golpes.

Los nuestros siguieron rezando. El moribundo, si lo oyó o se enteró, no pareció darse cuenta.

No nos veía. No sabía nada del soldado. La sangre que manaba de su boca se extendía por el suelo.

Mi madre gritaba espantosamente.

La gente que había derribado al soldado se puso de pie y echó a correr en todas direcciones. Más personas se levantaron y los imitaron. Más allá, otros seguían rezando de rodillas.

El cuerpo del soldado quedó cubierto de sangre.

El moribundo intentó alargar la mano hacia nosotros, pero su brazo cayó inerte, y exhaló el último aliento.

Pasó gente corriendo entre nosotros y el cadáver. Oí otra vez las ovejas.

Noté que mi madre resbalaba e intenté agarrarla, pero ella cayó al suelo con los ojos cerrados.

De nuevo volaban piedras. Al parecer, nadie había entrado en el Templo sin llevar piedras encima. Algunas piedras nos impactaban en cabezas y hombros.

Cuando José levantó los brazos para rezar, yo me escabullí de su lado y me hinqué de rodillas.

La multitud se dispersaba. Había cuerpos tirados por todas partes. Y allá donde mirara veía hombres peleando y muriendo.

Sobre los hermosos porches, hombres que parecían diminutos y negros contra el cielo azul peleaban también, soldados esgrimiendo sus espadas contra quienes trataban de pegarles con palos.

Vi a lo lejos, donde ya no había multitud, a otro hombre que atacaba a un soldado, embistiendo contra la lanza que el otro le estaba clavando. Las mujeres lloraban y corrían hacia los caídos. No les importaba nada más. Sólo lloraban y gritaban, aullando como perros. Los soldados no les hacían daño.

Pero nadie acudió junto a nuestro muerto, el hombre que yacía ensangrentado y mirando sin ver. El estaba solo.

Pronto hubo soldados por todas partes, tantos que no habría podido contarlos. Llegaron a pie, avanzando entre las familias que permanecían arrodilladas y fueron cercándonos por la derecha y la izquierda.

Ya nadie peleaba.

—¡Reza! —me ordenó José, interrumpiendo un instante sus propias oraciones.

Obedecí. Levanté los brazos y recé.

—Pero las almas de los justos están en manos del Señor y ningún tormento puede lastimarlas.

Aparecieron más soldados a caballo. Alzaron sus voces, hablando en griego. Al principio no distinguí lo que decían, pero entonces uno de ellos se aproximó a pie tirando de la brida de su caballo.

—¡Marchaos, idos a vuestras casas!

—Nos ordenó—. Salid de Jerusalén, por orden del rey.

6

La quietud no era tal. Estaba cargada de llanto y sollozos y del sonido de los caballos y los soldados gritándonos que nos marcháramos.

Había muertos abandonados sobre los soportales. Yo pude verlos. Y nuestro muerto también seguía solo. Las ovejas campaban por todas partes, ovejas sin mácula que habrían sido sacrificadas en la Pascua. Algunos hombres corrían tras ellas, así como tras los bueyes que seguían mugiendo, y esos mugidos eran sin duda el sonido más espantoso.

Nos pusimos de pie, porque José así lo hizo. Cleofás temblaba como una vara y reía por lo bajo, sin que ningún soldado lo oyera.

Tía Salomé y tía Esther sostenían a mi madre por los brazos. Ella parecía desfallecer y gemía. José consiguió llegar a su lado, pero los pequeños seguían en el suelo. Yo sujetaba a la pequeña Salomé.

—Mamá, tenemos que irnos —le dije—. Mamá, despierta. Nos marchamos.

Ella se esforzaba por recuperarse, pero hubo que empujarla para que caminara. Tío Alfeo estuvo un rato con

Silas y Le vi, que le hacían preguntas en voz baja. Ambos habían cumplido ya los catorce años y, probablemente, no tenían del incidente la misma visión que nosotros los pequeños.

Toda la gente avanzó hacia la salida.

Cleofás fue el único de nosotros que hizo como la mujer de Lot, darse la vuelta.

—Mirad allí—dijo a nadie en particular—. ¿Veis a los sacerdotes?—Señaló hacia lo alto del muro del patio interior—. Han sido lo bastante listos como para ponerse a salvo, ¿no? Quizá sabían que los soldados iban a atacarnos.

Los vimos por primera vez: unos hombres congregados allá arriba, desde donde seguramente habían observado todo lo que pasaba. Costaba distinguirlos, tan alto estaban, pero me pareció que llevaban sus mejores ropajes y tocados, aunque quizá no era así.

¿Qué habían pensado al ver todo aquello? ¿Y quién vendría a recoger nuestro muerto solitario? ¿Cómo limpiarían toda aquella sangre que había profanado el Templo?

Pero no hubo mucho tiempo para mirar. Ahora sólo quería salir de allí. Todavía no estaba asustado y mis ojos lo registraban todo. El miedo vendría después.

Los soldados se acercaron por detrás gritando órdenes. Hablaron primero en griego y luego en arameo. Eran los mismos que habían matado a toda esa gente. Nos movimos lo más rápido que pudimos.

Un soldado anunció a gritos que ese año no habría celebración de la Pascua.

—¡La fiesta ha terminado, no hay Pascua! ¡No hay Pascua! Idos a vuestras casas.

—¡No hay Pascua! —repitió Cleofás por lo bajo, riendo socarrón—. ¡Como si ellos pudieran decidirlo! ¡Mientras haya un judío con vida en el mundo, habrá Pascua cuando toca Pascua!

—Calla—dijo José—. Procura no mirarlos. ¿Qué pretendes? ¿Quieres que mezclen la sangre de más judíos y galileos? ¡No los provoques!

—Esto es abominable —dijo Alfeo—. Debemos salir de la ciudad cuanto antes.

—Pero ¿está bien marcharse precisamente ahora? —preguntó mi primo Silas. Tío Alfeo lo hizo callar con un gesto y un gruñido.

Mi tío Simón, siempre reservado, no dijo nada.

Al enfilar el túnel, la gente empezó a apresurar el paso. José me alzó. Los otros hombres hacían lo mismo con sus pequeños. Cleofás lo intentó con Simeón, su hijo más pequeño, que lloraba para que lo auparan, pero tuvo otro acceso de tos, de modo que las mujeres se hicieron cargo del niño. Mi madre lo aupó en brazos. Era una buena señal. Tenía al niño en brazos, todo iría bien para los dos.

Me costaba ver en aquella penumbra, pero ahora no importaba. La pequeña Salomé no dejaba de sollozar, pese a los intentos de tía María por consolarla. Yo no podía hacer nada, pues iba bastante separado de ella.

—¡No hay Pascua!

—Dijo Cleofás, y tuvo otro acceso de tos—. ¡Este rey que no espera a que el César lo ratifique en el trono acaba de suprimir la Pascua! Este rey, que tiene ya las manos tan manchadas de sangre como su padre, que se pone a la altura de su padre...

—Cállate ya —le advirtió Alfeo—. Si te oyen, se lanzarán contra nosotros.

—Sí, ¿ya cuántos inocentes han matado ahí dentro? —repuso Cleofás.

José alzó la voz como había hecho en Alejandría.

—¡No dirás una palabra más sobre esto hasta que hayamos salido de Jerusalén! ¿Entendido?

Cleofás no replicó, pero tampoco volvió a abrir la boca. Ni él ni nadie.

Salimos a la luz y nos encontramos con que todo estaba tomado por soldados que vociferaban órdenes como si nos maldijeran. Había muertos en las calles; parecía que estuvieran durmiendo. Las mujeres rompieron a llorar al ver tantos cadáveres, porque teníamos que pasar junto a ellos o por encima de ellos, y algunas personas lloraban de rodillas mientras otras pedían limosna.

Nuestros hombres empezaron a sacar monedas, como hacían otros. Algunos eran demasiado desdichados para que les importara algo así, o no lo necesitaban.

Por todas partes, incluso con las prisas, la gente lloraba. También nuestras mujeres, y mi tía María se lamentaba entre sollozos de que ésta era su primera peregrinación, que estando en Egipto siempre había deseado venir aquí, y qué macabro espectáculo había tenido que presenciar.

Al llegar a la sinagoga, el miedo se respiraba en el aire. José nos congregó en el patio mientras esperábamos a que las mujeres recogieran nuestros fardos del tejado. Alfeo y él fueron por los burros. Santiago nos dijo que nos estuviéramos quietos y callados y que no soltáramos a los más pequeños. Yo tenía cogido de la mano a Simeón. Cleofás se recostó contra la pared, sonriendo, y dijo cosas que nadie entendió.

Los gritos de dolor por los muertos seguían en mis oídos. No podía dejar de pensar en aquel hombre que había muerto tan cerca de nosotros. ¿Habría ido alguien a enterrarlo? ¿Qué pasaría si nadie lo hacía?

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