Authors: Anne Rice
—Ahora Eleazar está vivo —dijo José—. Y resulta que nosotros volvemos a Galilea.
Silencio.
—Partiremos para Tierra Santa tan pronto terminemos los trabajos que tenemos pendientes aquí. Os diremos adiós, y si nos encargan algún nuevo trabajo mientras hacemos los preparativos, os lo pasaremos a vosotros.
El padre de Eleazar estiró el cuello, asintió con la cabeza y separó las manos. Tras encogerse de hombros, hizo una ligera reverencia y se volvió para marcharse. Sus hombres lo imitaron. Eleazar me lanzó una última mirada, y luego se marcharon todos.
La muchedumbre abandonó nuestro patio, y mi tía María, la egipcia, que era la esposa de Cleofás, entró y corrió a medias la cortina.
Sólo quedamos los de nuestra familia. Y el maestro, que no estaba nada contento. Miró ceñudo a José.
Mi madre se enjugó los ojos y me miró a la cara, pero entonces el maestro se puso a hablar. Ella me abrazó y noté que las manos le temblaban.
—¿Os marcháis a casa?
—Dijo el maestro—. ¿Y os lleváis a mis alumnos? ¿A mi buen Jesús? ¿Y qué esperáis encontrar allí, si puede saberse? ¿La tierra de la leche y la miel?
—¿Te burlas de nuestros antepasados? —repuso Cleofás.
—¿O te burlas del Altísimo? —dijo Alfeo, cuyo griego era tan bueno como el del maestro.
—No me burlo de nadie —dijo éste, mirándome—, pero me desconcierta que decidáis abandonar Egipto por una simple trifulca.
—Eso no tiene nada que ver —dijo José.
—Entonces, ¿por qué? Jesús está progresando mucho aquí. Filo está muy impresionado con sus avances, y Santiago es una maravilla, y...
—Sí, y esto no es Israel, ¿verdad?
—Repuso Cleofás—. No es nuestro hogar.
—Exacto, y tú les estás enseñando griego, ¡las Sagradas Escrituras en griego!
—Dijo Alfeo—. Y nosotros en casa tenemos que enseñarles hebreo porque tú no sabes nada de hebreo, y eso que eres el maestro. Y la Casa de Estudio no es más que eso, griego, y tú lo llamas la Tora, y Filo, sí, el gran Filo, nos encarga trabajo, lo mismo que sus amigos, y todo eso está muy bien y estamos muy agradecidos, sí, pero él también habla griego y lee las Escrituras en griego, y le maravilla lo que estos chicos llegan a saber de griego...
—Todo el mundo habla en griego ahora —dijo el maestro—. Los judíos de todas las ciudades del Imperio hablan griego y leen las Escrituras en griego...
—¡Jerusalén no habla griego! —replicó Alfeo.
—En Galilea leemos las Escrituras en hebreo —observó Cleofás—. ¿Entiendes tú algo de hebreo? ¡Y te haces llamar Maestro!
—Oh, estoy cansado de vuestros ataques, no sé por qué os aguanto. ¿Adonde pensáis llevar a vuestros chicos, a una sucia aldea? Porque si os vais de Alejandría iréis a un sitio así.
—En efecto —dijo Cleofás—, y no es ninguna sucia aldea, sino la casa de mi padre. ¿Sabes alguna palabra de hebreo? —insistió. Y pasó a salmodiar en hebreo el salmo que tanto le gustaba y que nos había enseñado—: «El Señor guarde mis idas y venidas, a partir de ahora y para siempre.»
—Y añadió—: Bien, ¿sabes qué significa eso?
—¡Como si tú lo supieras!
—Le espetó el maestro—. Me gustaría oír tu explicación. Tú sólo sabes lo que os explicó el escriba de vuestra sinagoga, nada más, y si has aprendido suficiente griego aquí como para insultarme a gritos, mejor que mejor. ¿Qué sabe cualquiera de vosotros, judíos cabezotas de Galilea? Vinisteis a Egipto buscando refugio, y os vais tan cabezotas como llegasteis.
Mi madre estaba nerviosa.
El maestro me miró.
—Y llevarse a este niño, a este niño tan sabio...
—¿Y qué propones que hagamos? —replicó Alfeo.
—¡Oh, no! No preguntes tal cosa —susurró mi madre. Sólo en muy contadas ocasiones ella tomaba la palabra.
José la miró de reojo antes de mirar al maestro.
—Siempre pasa igual —continuó éste con un sonoro suspiro—. En tiempos de dificultades, venís a Egipto, sí, siempre a Egipto. Egipto acoge a las heces de Palestina...
—¡Las heces!
—Exclamó Cleofás—. ¿Llamas heces a nuestros antepasados?
—Ellos tampoco hablaban griego —dijo Alfeo.
Cleofás rió:
—Y el Señor no habló griego en el monte Sinaí.
Mi tío Simón intervino con voz queda:
—Y el sumo sacerdote de Jerusalén, cuando impone sus manos sobre el carnero, seguramente se olvida de enumerar nuestros pecados en griego.
Todos se echaron a reír. Los mayores y tía María. Pero mi madre continuaba llorando. Tuve que quedarme a su lado.
Hasta José sonreía.
El maestro, enojado, prosiguió:
—... si hay hambruna venís a Egipto, si no hay trabajo venís a Egipto, si a Herodes le da la vena asesina venís a Egipto, ¡como si al rey Herodes le importara algo el destino de un puñado de judíos galileos como vosotros! ¡La vena asesina! Como si...
—Basta ya —dijo José.
El maestro calló.
Todos los hombres lo miraron. Nadie dijo una palabra ni se movió.
¿Qué había pasado? ¿Qué había dicho el maestro? La vena asesina. ¿Habían sido ésas sus palabras?
Hasta el propio Santiago tenía la misma expresión que los mayores.
—Oh, ¿pensáis que la gente no habla de estas cosas?
—Preguntó el maestro—. Como si yo creyera esas patrañas.
Nadie dijo nada.
Luego, en voz baja, José tomó la palabra.
—El Señor creó la paciencia para esto, pero la mía se ha agotado. Volvemos a casa precisamente porque es nuestro hogar —dijo mirando al maestro—, y porque es la tierra del Señor. Y porque Herodes ha muerto.
El maestro se quedó de piedra. Todo el mundo mostró su perplejidad, incluso mi madre. Las mujeres se miraron entre sí.
Todos los niños sabíamos que Herodes era el rey de Tierra Santa y un hombre malo. Hacía poco tiempo había hecho algo terrible, había profanado el Templo de Jerusalén, o eso oímos comentar a los hombres.
El maestro miraba ceñudo a José.
—No está bien decir una cosa así —lo reprendió—. No puedes decir esas cosas del rey.
—Está muerto —insistió José—. La noticia llegará dentro de dos días en el correo de Roma.
El maestro no supo qué cara poner. Todos los demás guardaron silencio, las miradas fijas en José.
—¿Y cómo lo sabes? —preguntó el maestro.
No hubo respuesta.
—Tardaremos un poco en preparar el viaje —dijo José al cabo—. Hasta entonces, los chicos tendrán que trabajar con nosotros. Me temo que de momento se ha acabado la escuela para ellos.
—¿Y qué pensará Filo cuando se entere de que os lleváis a Jesús? —preguntó el maestro.
—¿Qué tiene que ver Filo con mi hijo? —terció mi madre, asombrando a todos los presentes.
Siguió un nuevo silencio.
Supe que no era un momento fácil.
Tiempo atrás el maestro me había llevado a presencia de Filo, un rico erudito, para presentarme como alumno ejemplar. Filo se había encariñado conmigo e incluso me llevó a la Gran Sinagoga —tan grande y tan hermosa como los templos paganos de la ciudad—, donde los judíos ricos se congregaban con ocasión del sabbat, un lugar al que mi familia nunca iba. Nosotros íbamos a la pequeña Casa de Oración que había en nuestra misma calle.
Fue a raíz de aquellas visitas que Filo nos encargó trabajo: hacer puertas y bancos de madera y unas estanterías para su nueva biblioteca, y al poco tiempo sus amigos empezaron a encargar trabajos similares a nuestra familia, cosa que supuso buenos estipendios.
Filo me había tratado como a un invitado cuando me llevaron a conocerlo. E incluso cuando hubimos montado las puertas en sus pivotes y llevado los bancos recién pintados, Filo había pasado un rato hablando con nosotros y haciendo comentarios elogiosos sobre mí a José.
Pero ¿hablar de esto ahora?, ¿de que Filo me había tomado cariño? No era el momento. Los hombres miraban inquietos al maestro. Habían trabajado duro para Filo y sus amistades.
El maestro no respondió a mi madre.
José dijo:
—¿A Filo le sorprenderá que me lleve a mi hijo conmigo a Nazaret?
—¿Nazaret?
—Dijo el maestro con frialdad—. ¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de Nazaret. Vosotros vinisteis de Belén. Aquella horrible historia... Filo opina que Jesús es el alumno más prometedor que ha tenido nunca; si se lo permitieras, él educaría a tu hijo. Eso es lo que Filo tiene que ver con tu hijo, él mismo se ofreció a encargarse de su educación...
—Filo no tiene nada que ver con nuestro hijo —repitió mi madre, sorprendiendo de nuevo a todos al tomar la palabra, mientras sus manos me sujetaban con fuerza por los hombros.
Adiós a aquella casa con suelos de mármol. Adiós a aquella biblioteca repleta de pergaminos y al olor a tinta. «El griego es la lengua del Imperio. ¿Ves esto? Es un mapa del Imperio. Sostenlo por ese extremo. Mira. Roma gobierna en toda esta extensión. Aquí está Roma, aquí Alejandría, ahí Jerusalén. Mira, ahí tienes Antioquia, Damasco, Corinto, Éfeso, todas grandes ciudades donde viven judíos que hablan griego y tienen la Tora en griego. Pero aparte de Roma no hay ciudad más grande que Alejandría, donde nos encontramos ahora.»
Volví al presente. Santiago me estaba mirando y el maestro me hablaba.
—... pero a ti te cae bien Filo, ¿no es así? Te gusta responder a sus preguntas. Te gusta su biblioteca.
—El se queda con nosotros —dijo José con calma—. No irá a ver a Filo.
El maestro continuó mirándome fijamente. Aquello no era justo.
—¡Jesús, habla! —dijo—. Tú quieres que te eduque Filo, ¿verdad?
—Señor, yo haré lo que mis padres decidan —respondí y me encogí de hombros. ¿Qué más podía decir?
El maestro levantó las manos al cielo, meneó la cabeza y finalmente dijo:
—¿Cuándo partiréis?
—Tan pronto podamos —respondió José—. Tenemos trabajo que terminar.
—Quiero comunicar a Filo que Jesús se marcha—dijo el maestro, y se dispuso a marchar, pero José añadió:
—Las cosas nos han ido bien en Egipto.
—Sacó unas monedas y se las entregó—. Te agradezco que hayas enseñado a mis hijos.
—Sí, claro, y ahora te los llevas a... ¿cómo has dicho que se llama...? José, en Alejandría viven más judíos de los que hay en Jerusalén.
—Es posible, maestro —dijo Cleofás—, pero el Señor mora en el Templo de Jerusalén, y su tierra es la Tierra Santa.
Todos los hombres asintieron en señal de aprobación, y las mujeres asintieron también, lo mismo que yo y Salomé y Judas y Josías y Simeón.
El maestro no pudo menos que asentir con la cabeza.
—Y si terminamos pronto el trabajo —dijo José con un suspiro— podremos llegar a Jerusalén antes de la Pascua judía.
Todos lanzamos vítores al oírlo. Era estupendo. Jerusalén. La Pascua. Salomé batió palmas y hasta el propio Cleofás sonrió.
El maestro inclinó la cabeza, se llevó dos dedos a los labios y nos dio su bendición:
—Que el Señor os acompañe en vuestro viaje. Y que lleguéis sanos y salvos a vuestra casa.
Luego partió.
De golpe, toda la familia empezó a hablar la lengua materna por primera vez en toda la tarde.
Mi madre se dispuso a curarme los cortes y las magulladuras.
—Oh, han desaparecido —susurró al examinarme—. Estás curado.
—Sólo eran magulladuras —dije. Estaba contentísimo de que volviéramos a casa.
Aquella noche después de cenar, mientras los hombres descansaban tumbados en sus esteras en el patio, se presentó Filo.
Se sentó a tomar un vaso de vino con José, como si no le preocupara ensuciarse la ropa blanca que vestía, y cruzó las piernas como haría cualquier hombre. Yo me senté al lado de José, confiando en escuchar lo que hablasen, pero mi madre me llevó dentro.
Se puso a escuchar detrás de la cortina y me dejó hacerlo a mí también. Tía Salomé y tía Esther se sumaron a nosotros.
Filo quería que me quedara a fin de instruirme para después volver a casa convertido en un joven culto. José lo escuchó en silencio y luego le dijo que no, que era mi padre y debía llevarme consigo a Nazaret, que eso era lo que tenía que hacer. Le dio las gracias por su ofrecimiento y le ofreció más vino, y añadió que se ocuparía de que yo recibiera una buena educación de judío.
—Olvida, señor —dijo con su hablar pausado—, que en el sabbat todos los judíos del mundo son filósofos y eruditos. Y otro tanto ocurre en la aldea de Nazaret.
Filo asintió y sonrió.
—Irá a la escuela por las mañanas, como todos los chicos —prosiguió José—. Y debatiremos sobre la Ley y los profetas. E iremos a Jerusalén y allí, en las festividades, quizá podrá escuchar a los maestros del Templo. Como yo hice muchas veces.
Entonces Filo, resignándose, le ofreció un regalo de despedida, un pequeño bolso, pero José le agradeció el gesto y rehusó.
Luego Filo descansó un rato y habló de diversas cosas, de la ciudad y los trabajos que habían hecho nuestros hombres, y del Imperio, y luego le preguntó a José cómo podía estar tan seguro de que el rey Herodes había muerto.
—La noticia llegará con el correo romano—repitió José—. Yo lo supe por un sueño, y eso significa que debemos volver a casa.
Mis tíos, que habían permanecido sentados en la oscuridad, dijeron que estaban de acuerdo y hablaron de lo mucho que despreciaban al rey.
Las extrañas palabras del maestro, cuando había mencionado la vena asesina, vinieron a mi mente, pero los hombres no lo mencionaron. Finalmente, Filo se dispuso a partir.
Ni siquiera se sacudió el polvo de sus finos ropajes al levantarse. Le dio las gracias a José por el buen vino y nos deseó lo mejor.
Seguí a Filo y lo acompañé un trecho por la calle. Llevaba con él a dos esclavos que portaban antorchas, y yo nunca había visto la calle de los Carpinteros tan iluminada a esas horas. Supe que la gente nos observaba desde los patios, donde descansaban a la brisa marina que corría al anochecer.
Me dijo que no olvidara nunca Egipto ni el mapa del Imperio que me había enseñado.
—Pero ¿por qué no vuelven todos los judíos a Israel? —le pregunté—. Si somos judíos, ¿no deberíamos vivir en la tierra que el Señor nos dio? No lo entiendo.
Filo guardó silencio, y al cabo dijo:
—Un judío puede vivir donde sea y ser judío. Tenemos la Tora, los profetas, la tradición. Vivimos como judíos allá donde estemos. ¿No llevamos acaso la palabra de Nuestro Señor allá donde vamos? ¿No llevamos la Palabra a los paganos dondequiera que vivamos? Si yo estoy aquí es porque mi padre, y su padre antes que él, vivían aquí. Tú vuelves a casa porque tu padre así lo quiere.