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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (6 page)

Cleofás se incorporó un poco, su cara pegada casi a la mía.

—Es justo lo contrario —resolló—. Nunca la toca porque sí la cree. ¿No lo entiendes? ¿Cómo podría tocarla después de aquello?

—Empezó a reír de aquella manera solapada—. ¿Y tú? ¿Tienes que crecer antes de cumplir las profecías? Sí, sin duda. ¿Y tienes que ser niño antes de llegar a hombre? Por supuesto.

—Su mirada cambió como si hubiera dejado de ver cosas delante de él. Jadeó de nuevo—. Así ocurrió con el rey David. Una vez ungido, volvió a ser pastor de sus rebaños, ¿recuerdas? Hasta que Saúl mandó llamarlo. ¡Hasta que el buen Dios decidió llamarlo! ¡Eso es lo que confunde a todos! ¡Que tú tengas que crecer como cualquier niño! Y la mitad del tiempo no saben qué hacer contigo. Y sí, ¡claro que estoy seguro! ¡Siempre lo he estado!

Volvió a tumbarse, fatigado, incapaz de continuar, pero no dejó de mirarme. Sonrió, y volví a oír su risa.

—¿Por qué ríes tanto? —le pregunté.

—Es que todavía me divierte —respondió—. Sí, me divierte. ¿Vi yo al ángel? Claro que no. Quizá si lo hubiera visto no me reiría, o puede que riera todavía más. Mi risa es mi manera de hablar, ¿entiendes? Recuérdalo. Ah, escucha a la gente en las calles. Claman justicia. Venganza. ¿Has oído? Herodes hizo tal cosa y tal otra. ¡Han apedreado a los soldados de Arquelao! ¿Qué me importa a mí ahora? ¡Yo lo que quisiera es poder respirar media hora sin que me dolieran los pulmones!

Levantó una mano para tocarme la nuca, y yo me agaché y besé su húmeda mejilla.

«Haz que pase este dolor.»

El tragó aire y enseguida pareció quedarse dormido; su pecho subía y bajaba normalmente, sin sacudidas. Le apoyé una mano y noté su corazón. «Vigor para estos momentos. ¿Qué daño puede hacer eso?»

Cuando me aparté, tuve ganas de ir hasta el borde del tejado y llorar. ¿Qué acababa de hacer? Tal vez nada. No, pero no creía que fuese nada. Y lo que él me había dicho, ¿qué significado tenía? ¿Cómo debía entender estas cosas?

Quería obtener respuestas, sí, pero aquellas palabras sólo me planteaban nuevas preguntas y me dolía la cabeza. Estaba asustado.

Me senté recostado contra el murete. Ahora apenas si podía ver más allá. Con todas las familias apiñadas a escasa distancia, con tanta gente de espaldas a mí y tanta conversación y tantas nanas cantadas a los niños pequeños, mi presencia pasaba prácticamente inadvertida.

Era ya de noche y había teas encendidas por toda la ciudad, fuertes gritos de alegría, mucha música. Aún se veían fogatas, tal vez para cocinar, tal vez para mitigar el fresco. Yo tenía un poco de frío. Pensé asomarme y contemplar lo que estaba pasando abajo, pero luego desistí. En el fondo me daba igual.

Un ángel había visitado a mi madre, un ángel. Yo no era hijo de José.

Mi tía María me pilló desprevenido. Se agachó delante de mí y me obligó a mirarla a la cara. Tenía el rostro anegado en lágrimas y su voz sonó gruesa cuando preguntó con vehemencia:

—¿Puedes curarlo?

Me quedé tan sorprendido que no supe qué decir.

Mi madre se acercó e intentó apartarla de mí. Se quedaron allí de pie, rozando mi cara con sus ropas. Hablaban en susurros pero enfadadas.

—¡No puedes pedirle eso!

—Dijo mi madre—. ¡Es un niño y tú lo sabes!

Tía María sollozó.

¿Qué podía decirle yo a mi tía?

—¡No lo sé! —exclamé—. ¡No lo sé!

Entonces sí me eché a llorar. Levanté las rodillas y me encogí todavía más. Luego me enjugué las lágrimas.

Las lágrimas desaparecieron.

Las familias ya se habían instalado para pasar la noche y los pequeños dormían. En la calle, un hombre tocaba el caramillo y otro cantaba. El sonido se oyó claramente unos segundos para luego perderse en el rumor general.

La niebla me impedía ver las estrellas, pero la visión de las antorchas que parecían oscilar por las colinas de la ciudad y, sobre todo, el Templo, imponente como una montaña iluminada, borraron de mi mente cualesquiera otros pensamientos.

Me sobrevino una sensación de paz y me dije que en el Templo rezaría para comprender no sólo lo que me había dicho mi tío, sino también todo lo que había oído.

Mi madre regresó a mi lado.

Apenas si había sitio junto al murete para los dos. Se arrodilló y apoyó el peso en sus talones. La luz de las antorchas alumbró su cara cuando dirigió la vista al Templo.

—Escúchame —dijo.

—Te escucho —respondí. Lo hice en griego, sin pensar.

—Aún es pronto para lo que voy a decirte —susurró también en griego—. Pensaba hacerlo cuando fueses más mayor.

La oí pese al ruido de las calles y el rumor de las conversaciones en el tejado.

—Pero ya no puede postergarse más —añadió—. Mi hermano lo ha precipitado. Ojalá él hubiera sabido sufrir en silencio, pero no ha sido así. De modo que te lo contaré. Tú escucha y no me hagas preguntas. Por lo que respecta a esto, haz como dijo José. Ahora escucha.

—Te escucho —repetí.

—Tú no eres hijo de un ángel.

Asentí con la cabeza. Me miró y la luz de las antorchas brilló en sus ojos. Guardé silencio.

—El ángel me dijo que la fuerza del Señor vendría a mí —prosiguió—. Y así fue. La sombra del Señor vino a mí (yo la sentí) y a su debido tiempo empecé a notar la vida que crecía en mi seno. Y eras tú.

No dije nada y ella bajó la vista.

El ruido de la ciudad había cesado. Mi madre me pareció muy bella a la luz de las antorchas. Tan bella quizá como Sara se lo pareció al faraón, o Raquel a Jacob. Mi madre era bella. Modesta pero hermosa, por más velos que llevase para ocultarlo, por mucho que inclinara la cabeza o se ruborizara.

Sentí ganas de estar en su regazo, entre sus brazos, pero me quedé quieto. No era correcto moverse ni decir nada.

—Y así sucedió —dijo, levantando de nuevo la vista—. Jamás he estado con un hombre, ni entonces ni ahora, ni lo estaré nunca. He sido consagrada al Señor.

Asentí con la cabeza.

—No puedes entenderlo, ¿verdad? No comprendes lo que intento decirte.

—Sí comprendo —dije. José no era mi padre, sí, lo sabía. Yo nunca le había llamado padre. Lo era ante la Ley, y había desposado a mi madre, pero él no era mi padre. Y ella, que se comportaba siempre como una muchacha y las otras mujeres como sus hermanas mayores, lo sabía, sí, desde luego que lo sabía—. Todo es posible con el Señor —dije—. El Señor hizo a Adán del barro y Adán no tuvo una madre. El Señor puede crear un hijo sin necesidad de padre.

—Me encogí de hombros.

Ella meneó la cabeza. Ahora no era una muchacha, pero tampoco una mujer. Era dulce y parecía triste. Cuando volvió a hablar, no parecía la de siempre.

—Oigas lo que oigas cuando lleguemos a Nazaret —dijo—, no olvides lo que te he dicho esta noche.

—¿La gente dirá cosas...?

Ella cerró los ojos.

—¿Por eso tú no querías volver allí, a Nazaret? —pregunté.

Mi madre exhaló el aire y se llevó la mano a la boca. Estaba azorada. Inspiró hondo y luego susurró con dulzura:

—¡No has entendido lo que te he dicho!

—Se la veía dolida, creí que se echaría a llorar.

—No, mamá, sí que lo entiendo —dije enseguida. No quería que sufriera—. El Señor puede hacer cualquier cosa.

Parecía decepcionada, pero me miró y, haciendo un esfuerzo, me sonrió.

—Mamá —dije tendiéndole los brazos.

La cabeza me vibraba de tanto pensar. Recordé los gorriones, a Eleazar muerto en la calle y resucitando después, y tantas otras cosas, cosas que se deslizaban por mi mente demasiado llena de cosas. Y las palabras de Cleofás: que yo debía crecer como cualquier otro niño, igual que el pequeño David había permanecido en el rebaño hasta que lo llamaron, y que no dejara que mi madre estuviese triste. ¿Qué había querido significarme con eso?

—Lo veo. Lo sé —le dije a mi madre. Sonreí apenas, de aquella manera que sólo hacía con ella. Era más una señal que una sonrisa.

Ella me correspondió con la suya: una sonrisa menuda. De repente pareció olvidarse de todo lo que había pasado y me tendió sus brazos. Me incorporé de rodillas y entonces me abrazó con fuerza.

—Ya basta por ahora —dijo—. Basta con que tengas mi palabra —me susurró al oído.

Al cabo de un rato, nos levantamos y volvimos con la familia.

Me tumbé en mi lecho de fardos y ella me tapó, y bajo las estrellas, mientras la ciudad cantaba y Cleofás cantaba también, me dormí profundamente.

Después de todo, era el sitio más lejano al que podía ir.

5

Por la mañana, las calles estaban tan atestadas que casi no podíamos movernos, pero aun así avanzamos, incluso los bebés en brazos de sus madres, camino del templo.

Cleofás había descansado y se encontraba un poco mejor, aunque todavía se lo veía muy débil y necesitaba ayuda.

Yo iba a hombros de José, y la pequeña Salomé en los de Alfeo, disfrutando de la vista mientras la multitud nos arrastraba por las callejas y bajo las arcadas, hasta que llegamos a la gran explanada delante de la enorme escalinata y los muros dorados del Templo.

Allí las mujeres y los niños pequeños se separaron de los hombres en sendas filas que se dirigían lentamente hacia los baños rituales, porque había que bañarse a conciencia antes de entrar en el Templo.

Aquello no era la ceremonia de la Pascua propiamente dicha, que constaba de tres etapas, la primera de ellas cuando los hombres fueran rociados ese mismo día dentro del Templo. Lo nuestro se trataba sólo de una limpieza general puesto que veníamos de un largo viaje, y porque nos disponíamos a penetrar en el recinto sagrado. Y ya que los baños estaban allí, nuestra familia quiso hacerlo pese a que la Ley de Moisés no lo exigía perentoriamente.

Nos llevó bastante tiempo. El agua estaba fría y nos alegramos cuando por fin pudimos vestirnos otra vez, salir de nuevo a la luz y reunimos con las mujeres. La pequeña Salomé y yo volvimos a tomarnos de la mano.

Parecía que la multitud iba en aumento, aunque yo no concebía cómo podía haber cabida para más gente de la que ya había. Cantaban los salmos en hebreo. Unos rezaban con los ojos casi cerrados, otros simplemente charlaban, y los niños lloraban como suelen hacerlo en cualquier parte.

Una vez más, José me subió a sus hombros. Y, cegados casi por la luz que despedían aquellos muros, empezamos a subir la escalinata.

Mientras ascendíamos peldaño a peldaño advertí que todo el mundo estaba tan abrumado como yo por la magnitud del templo, y que la gente parecía rezar en voz alta aunque las palabras que pronunciaban no fueran oraciones.

Parecía imposible que el hombre pudiera construir muros de semejante altura, mucho menos decorarlos con un mármol tan absolutamente blanco. Las voces reverberaban en las paredes, pero cuando llegamos arriba y hubimos de apretujarnos para pasar por la verja, vi soldados abajo en la plaza, algunos de ellos montados a caballo.

No eran soldados romanos (yo no sabía qué otra cosa podían ser), pero la gente puso mala cara. Incluso desde tanta distancia pude distinguir que algunos los increpaban puño en alto; los caballos se encabritaban como suelen hacer los caballos, y me pareció ver volar piedras.

El lento paso de la espera se me hacía insoportable. Supongo que quería quejose empujara fuerte para poder pasar, pero él no era de ésos. Y además teníamos que mantenernos todos juntos, lo cual incluía a Zebedeo y su gente, así como a Isabel y el pequeño Juan y los primos de cuyos nombres ya no me acordaba.

Por fin franqueamos las puertas y, para mi sorpresa, nos encontramos en un enorme túnel cuyos hermosos detalles decorativos apenas se distinguían. Los rezos de la gente resonaban en el techo y las paredes. Me sumé a los rezos, pero sin dejar de mirar alrededor, y de nuevo volví a notar que me faltaba el aliento, igual que cuando Eleazar me había dado una patada dejándome sin resuello.

Por fin llegamos a un gran espacio abierto dentro del primer patio interior del templo, y fue como si todo el mundo se pusiera a gritar a la vez.

A cada lado, pero lejos, muy lejos, se veían las columnas de los soportales y entre ellas una cola interminable de gente, mientras que ante nosotros se levantaba, altísima, la pared del sagrario. Y la gente que estaba subida a los tejados era tan pequeñita que yo ni siquiera podía verles la cara, tan grande era ese lugar santo.

Pude oír y oler a los animales reunidos más allá en los porches, los animales que se vendían para ser sacrificados, y el ruido de toda la gente se acumulaba en mis oídos.

Pero la sensación general de la muchedumbre cambió; todo el mundo era feliz de estar allí. Todos los niños reían de felicidad. El sol brillaba con fuerza, como no lo hacía en las estrechas calles de la ciudad, y el aire era límpido y agradable.

También se oían gritos y sonidos de caballos, no sus cascos, sino los relinchos que daban al ser sofrenados bruscamente por las riendas.

Pero, por ahora, estaba absorto en mirar las relucientes paredes que circundaban los dos grandes patios. Yo era demasiado pequeño para que me llevaran al patio de los hombres y hoy me quedaría con las mujeres. Pero podría ver cómo rociaban a los hombres con el primer rito de purificación de la Pascua.

Todo ello era para mí asombroso, y lo asombroso de estar allí dentro superaba mi capacidad de expresarlo. Sabía muy bien que alrededor de mí había personas de todas partes del Imperio, y era tan maravilloso como nosotros esperábamos que fuera. Cleofás había logrado llegar con vida, había vivido para ser purificado y comer el banquete pascual con nosotros. Tal vez también lograría llegar con vida a casa.

Era nuestro templo y era el templo de Dios, y era magnífico haber entrado aquí y estar tan cerca de la presencia de Dios.

Había muchos hombres corriendo por encima de los porches y también sobre otros tejados, pero se los veía pequeñísimos, como he dicho, y no podía oírlos pese a que adivinaba, por cómo agitaban los brazos, que estaban gritando.

De súbito nos vimos zarandeados por el gentío. Creí quejose se caería pero no fue así. Entonces una gran exclamación surgió de la muchedumbre. La gente empezó a gritar, en especial las mujeres, y los niños estaban muy excitados. Quedamos tan apretujados quejose no podía moverse conmigo encima.

Por primera vez vi allá al fondo muchos soldados a caballo que se dirigían hacia nosotros entre la multitud. Fuimos barridos hacia atrás como si la muchedumbre fuera agua, y luego hacia delante, y mi madre y tía María gritaban y la pequeña Salomé también, mientras trataba de agarrarse a mí, pero estábamos demasiado distanciados como para que yo alcanzara su mano.

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