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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (8 page)

Yo no había mirado la cara del soldado que lo mató ni de ningún otro. Lo único que vi de ellos fueron sus botas, su oscura y bruñida coraza, y sus lanzas. ¿Cómo podría olvidar j amas aquellas lanzas?

—¡Marchaos de Jerusalén! —gritó alguien en hebreo también allí, en el patio de la sinagoga—. Idos a vuestras casas. No hay Pascua.

¿Y el muerto? Sin duda sabía que el soldado lo mataría cuando arrojara la piedra que escondía entre su ropa. Había llevado piedras al Templo con el fin de lanzarlas contra los soldados. Sin embargo, su aspecto era como el de cualquiera de nosotros. La misma clase de manto y de túnica, el mismo pelo oscuro y rizado, una barba como la de José y mis tíos. Un judío como nosotros, aunque había gritado en griego. ¿Por qué en griego? ¿Y por qué lo había hecho? ¿Por qué se había abalanzado contra aquel soldado, cuando sabía que éste acabaría con su vida?

Vi mentalmente el momento en que la lanza lo traspasaba, una y otra vez, y la expresión de su rostro. Vi los muertos diseminados por todo el patio del Templo, y las ovejas descarriadas. Me tapé los ojos con las manos. No podía dejar de ver estas cosas.

Sentí frío. Me acurruqué junto a mi madre, quien enseguida me rodeó con sus brazos. Me quedé de pie, pegado a ella, a su suave túnica.

Nos colocamos junto a Cleofás, dejando que el pequeño Simeón se moviera y jugara por allí. Le dije a mi tío:

—¿Por qué tiraba piedras ese hombre, si sabía que el soldado iba a matarlo?

Cleofás lo había visto. Lo habíamos visto todos, ¿no?

El pareció meditar una respuesta y levantó los ojos hacia la poca luz que llegaba a aquel patio.

—Era un buen momento para morir —dijo—. Tal vez el mejor que ese hombre había tenido nunca.

—¿Te pareció bueno? —pregunté.

Se rió, como siempre, y luego me miró y dijo:

—¿Y a ti? ¿Te pareció un buen momento?—No esperó mi respuesta—. Herodes Arquelao es un necio —me susurró al oído en griego—. César debería ponerle en ridículo. ¡Rey de los judíos!

—Meneó la cabeza—. Estamos exiliados en nuestra propia tierra, ésa es la verdad. ¡Por eso peleaban! ¡La gente quiere deshacerse de esta infame familia de reyes que levantan templos paganos y viven como déspotas paganos!

José cogió a Cleofás del brazo y se lo llevó.

—Te he dicho que no hables —le espetó—. Ni una palabra más mientras estemos aquí, ¿entiendes? Me da igual lo que pienses: cierra tu bocaza.

Cleofás guardó silencio. Empezó a toser otra vez y emitió ruiditos como si estuviera hablando, pero no estaba hablando.

José se ocupó de atar los fardos al burro. Con voz más suave, dijo:

—Ahora ni palabra, ¿has entendido, hermano?

Cleofás no respondió. Mi tía María se acercó a él y le secó el sudor de la frente. De modo que me había equivocado al creer que José no le respondía.

Cleofás no dio muestras de haberlo oído. Estaba absorto en su risa queda, mirando a lo lejos, como si José no hubiera abierto la boca. Y ahora tenía la cara bañada en sudor, y eso que el día no era caluroso.

Por fin, todos los clanes juntos, José y Zebedeo se pusieron en cabeza y salimos del patio de la sinagoga.

—Hermano —le dijo José a Cleofás—, cuando estemos fuera de las murallas, quiero que montes este burro.

Cleofás asintió con la cabeza.

Avanzamos penosamente por la calle, más apretujados que un rebaño de ovejas.

El llanto de las mujeres era más sonoro cuando pasábamos bajo las arcadas o por lugares estrechos y de muros altos. Vi puertas y ventanas bien cerradas, lo mismo que las cancelas de los patios. La gente pasaba por encima de los mendigos y de los que estaban acurrucados aquí y allá. Los hombres repartían monedas. José me entregó una y me dijo que se la diese a un mendigo. Lo hice y el hombre me besó los dedos. Era un anciano flaco y de pelo blanco, con unos ojos azules y brillantes.

Me dolían las piernas y también los pies de andar por el basto pavimento, pero no era momento de quejarse.

Tan pronto hubimos salido de la ciudad, nos encontramos con un panorama aún más terrible que el que nos había ofrecido el patio del Templo. Las tiendas de los peregrinos estaban destrozadas y había cadáveres por doquier. Bienes y mercancías estaban esparcidos por todas partes y la gente no se paraba a recogerlos.

Los soldados a caballo pasaban como energúmenos entre la gente indefensa, gritando órdenes, sin prestar atención a los muertos. Teníamos que seguir adelante, todo el mundo tenía que seguir adelante. El lugar estaba lleno de soldados, unos con la lanza en ristre, otros empuñando la espada.

No podíamos detenernos para ayudar a nadie, como tampoco había sido posible en la ciudad. Los soldados empujaban a la gente con sus lanzas, y la gente se apresuraba para que no los tocaran de manera tan vergonzosa.

Pero, más que nada, fue la cantidad de muertos lo que nos dejó pasmados. Eran innumerables.

—Esto ha sido una matanza —dijo mi tío Alfeo. Atrajo hacia sí a sus hijos Silas y Leví y dijo, para que todos lo oyeran—: Fijaos en lo que ha hecho este hombre. Ved y no lo olvidéis nunca.

—Ya lo veo, padre —dijo Silas—, pero ¡deberíamos quedarnos! ¡Deberíamos pelear!

Habló en susurros pero todos pudimos oírlo, y las mujeres le rogaron que no dijera esas cosas. José replicó con voz tajante que no nos quedaríamos allí.

Me eché a llorar. Lloré, pero no sabía por qué. Sentí que me quedaba sin respiración, pero no podía refrenar mi llanto.

—Pronto llegaremos a las colinas —dijo mi madre—, lejos de todo esto. No te preocupes, estás con nosotros. Y vamos a un sitio tranquilo. No hay guerra allá donde vamos.

Traté de tragarme las lágrimas y me entró miedo. Creo que nunca antes había sentido miedo. Volvió a mi cabeza la visión de aquel muerto.

Santiago me estaba mirando, y también mi primo Juan, el hijo de Isabel. Esta iba montada en un burro. Como aquellos dos, Santiago y Juan, me miraban, dejé de llorar. Me costó mucho.

El camino era cada vez más empinado. Teníamos que subir y subir, hasta que pudiéramos ver la ciudad a nuestros pies. Y cuanto más subíamos, menos miedo tenía yo. Al poco rato la pequeña Salomé se puso a mi lado. No nos habría sido posible ver la ciudad, sobre las cabezas de los mayores, aunque hubiésemos querido. Pero yo ya no quería verla, y nadie se detuvo para decir lo hermoso que era el Templo.

Los hombres habían hecho montar a Cleofás en un burro y tía María fue obligada a montar en el otro. Ambos llevaban niños pequeños en brazos. Cleofás farfullaba en voz baja.

La caravana siguió adelante.

Sin embargo, a mí no me parecía bien abandonar Jerusalén de aquella manera. Pensé en Silas, en lo que había dicho antes. No parecía correcto abandonar, alejarse corriendo cuando el Templo necesitaba ayuda. Claro que había centenares de sacerdotes que sabían cómo limpiar el Templo, y muchos de ellos vivían en Jerusalén y no podrían marcharse. Se quedarían allí—ellos y el sumo sacerdote— y limpiarían el Templo como era preciso hacerlo.

Y ellos sabrían qué hacer con aquel muerto. Se ocuparían de que lo amortajaran y enterraran debidamente. Pero yo procuraba no pensar en él por temor a echarme a llorar otra vez.

Las colinas nos rodeaban. Nuestras voces resonaron en las laderas. La gente empezó a cantar, pero esta vez fueron salmos luctuosos de dolor y aflicción.

Cuando llegaron los jinetes, nos apartamos hacia los lados. Las mujeres gritaron. La pequeña Salomé iba dormida en el burro con Cleofás, que daba cabezadas y hablaba y reía; parecían dos bultos más.

Prorrumpí en sollozos sin poder evitarlo. Los jinetes nos adelantaban, eran muchos y cabalgaban rápido, y atrás quedaba Jerusalén.

—Volveremos el año que viene —me dijo José—. Y el siguiente. Ahora estamos en casa.

—Y el año que viene quizá ya no estará Arquelao —murmuró Cleofás sin abrir los ojos, pero Santiago y yo lo oímos—. ¡El rey de los judíos! —se mofó—. ¡El rey de los judíos!

7

Un sueño. «Despierta.» Yo estaba sollozando. El hombre caía, traspasado por la lanza. Caía de nuevo, la lanza atravesándole el pecho. «Despierta», decían más voces. Algo húmedo en mi cara. Sollozos. Abrí los ojos. ¿Dónde estábamos?

—Despierta —dijo mi madre.

Me hallaba en medio de las mujeres, y el fuego era la única luz, aparte de otra cosa que iluminaba el cielo.

—Estabas soñando —dijo mi madre. Me abrazó.

Santiago pasó corriendo por nuestro lado. La pequeña Salomé me llamaba a voces.

—¡Jesús, despierta! —llamó mi primo Juan, que no había pronunciado palabra hasta ahora.

¿Qué sitio era éste, una cueva? No. Era la casa de mis parientes, la casa donde vivían Juan y su madre. José me llevaba en brazos cuando llegamos allí.

Las mujeres me enjugaban la cara. «Estás soñando.» Tosía de tanto llorar. Tenía mucho miedo, nunca iba a estar tan asustado como en ese momento. Me aferré a mi madre y pegué la cara a la suya.

—Es el palacio real —gritó alguien—. ¡Le han prendido fuego!

Oí un fuerte ruido, rumor de caballos. Cayó la oscuridad. Y entonces la luz roja jugueteó en el techo.

Mi prima Isabel rezaba en voz baja y uno de los hombres dijo que los niños se apartaran de la puerta.

—¡Apagad las lámparas! —ordenó José.

De nuevo el ruido, ruido de caballos pasando al galope, y gritos en el exterior.

Yo no quería saber de qué hablaban, todos los niños gritando y chillando, y los rezos de Isabel de fondo. El miedo me engulló, pero incluso con los ojos cerrados pude ver los destellos rojos de luz. Mi madre me besó en la coronilla.

—Jericó está ardiendo —dijo Santiago—. El palacio de Herodes está en llamas. Se está quemando todo.

—Lo reconstruirán —respondió José—. No es la primera vez que lo queman. César Augusto se ocupará de que lo reconstruyan. —Su voz era firme. Noté su mano en mi hombro—. No te preocupes, pequeño. No te preocupes por nada.

Volví a dormirme unos instantes: el Templo, el hombre precipitándose contra la lanza. Mis dientes rechinaron y grité. Mi madre me abrazó fuertemente.

—Estamos a salvo, pequeño —dijo José—. Dentro de la casa, todos juntos, estamos seguros.

Las mujeres se levantaron y fueron a ver el incendio. La pequeña Salomé chillaba de excitación como chillaba cuando jugábamos. Todos corrían de un lado para el otro, empujándose para salir al umbral y mirar.

El pequeño Simeón gritó:

—¡El fuego, el fuego!

Alcé los ojos. Logré ver más allá de la puerta y la simple visión del cielo enrojecido me hizo tiritar. Nunca había visto un cielo así. Me di la vuelta y vi a Cleofás tumbado junto a la pared, con los ojos brillantes. Me sonrió.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. ¿Por qué están incendiando Jericó?

—¿Por qué no iban a hacerlo? —replicó Cleofás—. ¡Que César Augusto vea cuánto despreciamos al hombre que envió a sus soldados para que nuestra sangre se mezclara con la de nuestros sacrificios! La noticia llegará a Roma antes que Arquelao. Las llamas siempre alcanzan más que las palabras.

—Como si las llamas tuvieran el propósito de las palabras —murmuró mi madre en voz baja, pero no creo que la oyeran.

Mi primo Silas entró en la casa a la carrera, gritando:

—Es Simón, uno de los esclavos de Herodes. Se ha coronado rey y ha reunido muchos hombres. ¡El ha prendido fuego al palacio!

—¡No vuelvas a salir de esta casa! —Ordenó mi tío Alfeo—. ¿Dónde está tu hermano?

Pero Leví no se había movido. En la cara tenía una horrible expresión de miedo, y eso acrecentó mi propio miedo.

Los hombres se levantaron y salieron para ver el incendio. Observé aquellas formas negras recortadas contra el cielo, muchas de ellas moviéndose de acá para allá, como si todo el mundo estuviera bailando.

José se puso de pie.

—Yeshua, ven a ver esto —dijo.

—Oh, pero ¿por qué? —protestó mi madre—. ¿Es preciso que salga?

—Ven, podrás ver lo que ha hecho una banda de ladrones y asesinos —insistió José—. Podrás ver cómo corren a celebrar la muerte del viejo Herodes. Podrás ver lo que pasa bajo la superficie cuando un rey se vale del terror y la crueldad para gobernar. Vamos.

—¿Y por qué permitir que los tiranos vivan rodeados de lujo?—terció Cleofás—. Tiranos que asesinan a su propia gente, tiranos que construyen teatros y circos en Jerusalén, la Ciudad Santa, sitios a los que ningún buen judío debería ir. Y los sumos sacerdotes a los que designa, tratándolos como si un sumo sacerdote no fuera la persona que accede al mismísimo sanctasanctórum, como si no fuera más que un criado a sueldo.

—Hermano —dijo mi madre—, ¡me voy a volver loca!

Yo temblaba de tal manera que temía ponerme en pie, pero lo hice y José me cogió de la mano.

Salimos de la casa. Todos los nuestros estaban en lo alto del cerro, mujeres incluidas —salvo mi madre—, y había también otros grupos de personas que se habían aventurado a internarse en la noche.

Las nubes que cubrían el llano hervían de fuego. El aire estaba caliente y frío, y la gente hablaba en voz alta como lo habría hecho en una fiesta, los niños corriendo y bailando y mirando otra vez el fuego. Me arrimé a José.

—Todavía es muy pequeño —dijo mi madre detrás de mí.

—Es preciso que lo vea —dijo José.

Era un gran, un pavoroso incendio. De repente, un muro de llamas se elevó con tal furia que pareció querer alcanzar las estrellas del firmamento. Volví la cabeza. No podía mirar aquello. Me eché a llorar. Expulsaba los gemidos como nudos de una cuerda que alguien me sacara de uno en uno. Entre las lágrimas me llegó el fulgor del incendio. No podía sustraerme a él. El olor a humo lo invadía todo. Mi madre trataba de levantarme y yo no quería oponer resistencia, pero lo hacía, y entonces José me abrazó y pronunció mi nombre una y otra vez.

—¡Estamos muy lejos del fuego! —dijo para tranquilizarme—. No puede alcanzarnos. ¿Me oyes?

No logré contener el llanto hasta que me estrechó contra su pecho y ya no pude moverme ni volver la cabeza.

Me llevó rápidamente de regreso a la casa.

Me dolía el pecho. Me dolía el corazón.

Nos dejamos caer en el suelo, y mi prima Isabel tomó mi cara entre sus manos. Acercó sus ojos a mi cara.

—Escucha lo que voy a decirte. No llores más. ¿ Crees que el ángel del Señor habría bajado para decirle a tu padre, José, que te trajera a casa si no habías de estar a salvo? ¿Quién puede conocer los designios del Señor? Vamos, deja de llorar y confía en El. Descansa junto al pecho de tu madre, así, y deja de llorar. Tu madre te abrazará. Estás en manos de Dios.

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