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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (22 page)

Retorno al punto de vista, antes sugerido, de que en el drama griego el acento recae sobre el padecer, no sobre el obrar: ahora resultará más fácil comprender por qué yo opino que nosotros somos
necesariamente
injustos con Ésquilo y con Sófocles, que propiamente no los
conocemos. No
tenemos, en efecto, ninguna norma para controlar el juicio del público ático sobre una obra poética, porque no sabemos, o sólo en mínima parte sabemos, cómo se lograba que el sufrir, y en general la vida afectiva en sus erupciones, produjese una impresión conmovedora. Frente a una tragedia griega somos incompetentes porque en buena parte su efecto principal descansaba sobre un elemento que se nos ha perdido, la música. A la posición de la música con respecto al drama antiguo se le puede aplicar perfectamente la exigencia que Gluck formuló en el famoso prólogo a su Alcestis. La música estaba destinada a apoyar el poema, a reforzar la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción ni perturbarla con ornamentos inútiles. Debía ser para la poesía lo que son para un dibujo impecable y bien ordenado la viveza de los colores y una mezcla feliz de sombra y luz, que sirven únicamente para dar vida a las figuras sin destruir los contornos. La música fue aplicada, por tanto, sólo como medio para una finalidad: su tarea era la de trocar la pasión del dios y del héroe en una fortísima compasión en los oyentes. Sin duda esa misma tarea la tiene también la palabra, mas para ésta es mucho más difícil resolverla y sólo puede hacerlo con rodeos. La palabra actúa primero sobre el mundo conceptual, y sólo a partir de él lo hace sobre el sentimiento, más aún, con bastante frecuencia no alcanza en modo alguno su meta, dada la longitud del camino. En cambio, la música toca directamente el corazón, puesto que es el verdadero lenguaje universal que en todas partes se comprende.

Es verdad que todavía hoy se encuentran difundidas opiniones sobre la música griega según las cuales ésta no habría sido de ninguna de las maneras semejante lenguaje universalmente comprensible, sino que significaría, antes bien, un mundo sonoro inventado por vía docta, abstraído de unas doctrinas acústicas, y completamente extraño a nosotros. Acá y allá la gente mantiene, por ejemplo, la superstición de que en la música griega la tercera mayor fue sentida como una disonancia. De tales ideas tenemos que liberarnos completamente, y no olvidar nunca que la música de los griegos está mucho más próxima a nuestro sentimiento que la de la Edad Media. Las composiciones antiguas que se nos han conservado recuerdan totalmente, en su nítida articulación rítmica, nuestras canciones populares: pero fue de la canción popular de donde brotaron todo el arte poético y toda la música antiguos. Es cierto que existe también música instrumental pura: mas en ella se hacía valer únicamente el virtuosismo. El griego genuino sentía siempre en ella algo ajeno a su patria, algo importado del extranjero asiático. La música propiamente griega es por completo música vocal: el lazo natural entre el lenguaje de las palabras y el lenguaje de la música no está roto todavía: y esto hasta tal grado, que el poeta era también necesariamente el que ponía música a su canción. Los griegos no llegaban a conocer una canción más que a través del canto: pero al oírlo sentían también la unidad intimísima de palabra y música. Nosotros, que nos hemos criado bajo el influjo de la grosería artística moderna, bajo el aislamiento de las artes, apenas somos ya capaces de disfrutar juntos el texto y la música. Nos hemos habituado precisamente a disfrutar, por separado, el texto en la lectura —por lo cual no nos fiamos de nuestro juicio cuando vemos recitar una poesía, representar un drama, y pedimos el libro— y la música en la audición. También encontramos soportable el texto más absurdo con tal de que la música sea bella: algo que a un griego le parecería propiamente una barbarie.

Además de esta hermandad recién subrayada entre poesía y arte musical, la música antigua tenía otras dos características, su sencillez e incluso pobreza de armonía, y su riqueza de medios de expresión rítmica. Ya he insinuado que el canto coral se diferenciaba del canto solista únicamente por el número de voces, y que sólo a los instrumentos de acompañamiento les estaba permitida una muy restringida polifonía, es decir, una armonía en sentido nuestro. La exigencia primera de todas era que se
entendiese
el contenido de la canción interpretada: y si se entendía realmente una canción coral de Píndaro o de Ésquilo, con sus temerarias metáforas y saltos de pensamiento: esto presupone un arte asombroso de interpretación y, a la vez, una acentuación y una rítmica musicales extraordinariamente características. Al lado de la estructura rítmico-musical en períodos, que se movía en estrechísimo paralelismo con el texto, iba por otra parte, como medio de expresión externa, el movimiento del baile, la orquéstica. En las evoluciones de los coreutas, que diseñaban ante los ojos de los espectadores algo así como arabescos sobre la ancha superficie de la orquesta, la gente sentía la música hecha visible en cierto modo. Mientras la música incrementaba el efecto de la poesía, la orquéstica aclaraba la música. Con esto se le originaba al mismo tiempo al poeta y compositor la tarea de ser además un maestro de ballet productivo.

Aquí hay que decir todavía unas palabras sobre los límites de la música en el drama. El significado más hondo de esos límites, que son el talón de Aquiles del drama musical antiguo, puesto que en ellos comienza el proceso de disolución de éste, no lo vamos a discutir hoy, ya que en mi próxima conferencia pienso tratar de la decadencia de la tragedia antigua, y, por tanto, también del punto que acabamos de insinuar. Baste aquí con este hecho: no todo lo poetizado se podía cantar, y a veces también se lo hablaba, como en nuestro melodrama, con, acompañamiento de música instrumental. Pero ese hablar hemos de imaginárnoslo siempre como un semirrecitado, de modo que el peculiar sonido retumbante del mismo no introducía ningún dualismo en el drama musical, antes, por el contrario, también en el lenguaje se había impuesto el influjo dominante de la música. Una especie de eco de ese tono de recitado lo tenemos en el denominado tono de lección, con que en la Iglesia católica son leídos los evangelios, las epístolas y muchas oraciones. «El sacerdote lector hace, en las pausas y finales de las frases, ciertas flexiones de voz, con lo que queda asegurada la claridad de la lectura y se evita a la vez la monotonía. Pero en momentos importantes de la acción sagrada la voz del clérigo se eleva, el
pater noster
, el prefacio, la bendición se convierten en un canto declamatorio». En general, muchas cosas del ritual de la misa solemne recuerdan el drama musical griego, sólo que en Grecia todo era mucho más luminoso, más solar, en suma, más bello, pero también, en cambio, menos íntimo, y estaba desprovisto de aquel simbolismo enigmático e infinito propio de la Iglesia cristiana.

Con esto, estimadísima concurrencia, he llegado al final. Antes he comparado al creador del drama musical griego con el pentatleta, el atleta que participaba en cinco juegos: una imagen distinta nos aclarará mejor el significado que tal pentatleta músico-dramático tuvo para todo el arte antiguo. Ésquilo posee una importancia extraordinaria para la historia de la indumentaria antigua en cuanto que fue él quien introdujo el ropaje libre, la elegancia, esplendor y gracia del vestido principal, mientras que, antes de él, los griegos barbarizaban en sus vestidos y no conocían el ropaje libre. El drama musical griego es, para todo el arte antiguo, ese ropaje libre: todo lo no-libre, todo lo aislado de cada una de las artes queda superado con él; en su común festividad sacrificial se cantan himnos a la belleza y a la vez a la audacia. Sujeción y, sin embargo, gracia, pluralidad y, sin embargo, unidad, muchas artes en actividad suprema y,
sin embargo, una sola
obra de arte —eso es el drama musical antiguo. Mas aquel a quien su contemplación le traiga al recuerdo el ideal del reformador actual del arte, tendrá que decirse simultáneamente que aquella obra de arte del futuro no es por acaso un espejismo brillante, pero engañoso: lo que nosotros esperamos del futuro, eso ha sido ya una vez realidad— en un pasado de hace más de dos mil años.

Sócrates y la tragedia

La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron con una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños, más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados, enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas de los maestros. Como dice Aristófanes, la gente sentía una nostalgia tan íntima, tan ardiente, del último de los grandes muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, pudo percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia se llama Eurípides, el género artístico posterior es conocido con el nombre de comedia ática nueva. En ella pervivió la figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y difícil fenecer.

Es conocida la extraordinaria veneración de que Eurípides disfrutó entre los poetas de la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró que se dejaría ahorcar al instante: si estuviera convencido de que el difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que Eurípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resumirlo brevísimamente en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario. Antes de Eurípides, habían sido seres humanos estilizados en héroes, a los cuales se les notaba en seguida que procedían de los dioses y semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello que, en instantes sublimes, vivía también en su alma. Con Eurípides irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana. El espejo que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo más transparente en cierto modo, la máscara se transformó en semimáscara: las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la figura de Ulises, había sido elevada por Esquilo hasta el carácter grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo: entre las manos de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se encuentra, como temerario intrigante, en el centro del drama entero. Lo que, en
Las ranas
de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre todo a las figuras de los héroes: en lo esencial, lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble, envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la retórica. La idealidad se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. Pero justo aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los ojos, de la innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar: esto lo ensalza él mismo, en el certamen con Ésquilo:

Mediante él ahora el pueblo sabe el arte de servirse de reglas, de escuadras para medir los versos, de observar, de pensar, de ver, de entender, de engañar, de amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.

Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del lenguaje habían sido en la tragedia el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.

Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros

vivimos y tejemos,

y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno, conocedor

de esto, ha juzgado de mi arte.

Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:

Sólo yo he inoculado a esos que nos rodean

tal sabiduría, al prestarles

el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí

ahora todo el mundo filosofa, y administra

la casa y el patio, el campo y los animales

con más inteligencia que nunca:

continuamente investiga y reflexiona

¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?

¿Adónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?

De una masa preparada e ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para esta comedia nueva Eurípides se convirtió en cierto modo en el maestro de coro: sólo que esta vez era el coro de los
oyentes
el que tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos. Pero Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como la tragedia. Al abandonar ésta, sin embargo, el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y estrafalario», se puede aplicar también a la Grecia senil. El instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en cuanto a la mentalidad.

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