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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (17 page)

Que nadie intente debilitar nuestra fe en un renacimiento ya inminente de la Antigüedad griega; pues en ella encontramos la única esperanza de una renovación y purificación del espíritu alemán por la magia de fuego de la música. ¿Qué otra cosa podríamos mencionar que, en la desolación y decaimiento de la cultura de ahora, pudiese despertar alguna expectativa consoladora para el futuro? En vano andamos al acecho de una única raíz que haya echado ramas vigorosas, de un pedazo de tierra sana y fértil: por todas partes polvo, arena, rigidez, consunción. Aquí un hombre aislado y sin consuelo no podría elegir mejor símbolo que el caballero con la muerte y el diablo, tal como nos lo dibujó Durero, el caballero recubierto con su armadura, de dura, broncínea mirada, que emprende su camino de espanto, sin que lo desvíen sus horripilantes compañeros, y, sin embargo, desesperanzado, sólo con el corcel y el perro. Nuestro Schopenhauer fue un caballero dureriano de este tipo: le faltaba toda esperanza, pero quería la verdad. No existe su igual.

Mas, cuando lo toca la magia dionisíaca, ¡cómo cambia de pronto ese desierto, que acabamos de describir tan sombríamente, de nuestra fatigada cultura! Un viento huracanado coge todas las cosas inertes, podridas, quebradas, atrofiadas, las envuelve, formando un remolino, en una roja nube de polvo y se las lleva cual un buitre a los aires. Perplejas buscan lo desaparecido nuestras miradas: pues lo que ellas ven ha ascendido como desde un foso hasta una luz de oro, tan pleno y verde, tan exuberantemente vivo, tan nostálgicamente inconmensurable. La tragedia se asienta en medio de ese desbordamiento de vida, sufrimiento y placer, en un éxtasis sublime, y escucha un canto lejano y melancólico —éste habla de las Madres del ser, cuyos nombres son: Ilusión, Voluntad, Dolor.—Sí, amigos míos, creed conmigo en la vida dionisíaca y en el renacimiento de la tragedia. El tiempo del hombre socrático ha pasado: coronaos de hiedra, tomad en la mano el tirso y no os maravilléis si el tigre y la pantera se tienden acariciadores a vuestras rodillas. Ahora osad ser hombres trágicos: pues seréis redimidos. ¡Vosotros acompañaréis al cortejo dionisíaco desde India hasta Grecia! ¡Armaos para un duro combate, pero creed en los milagros de vuestro dios!

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Volviendo de estos tonos exhortatorios al estado de ánimo que conviene al hombre contemplativo, repito que sólo de los griegos se puede aprender qué es lo que semejante despertar milagroso y súbito de la tragedia ha de significar para el fondo vital más íntimo de un pueblo. El pueblo de los Misterios trágicos es el que libra las batallas contra los persas: y, a su vez, el pueblo que ha mantenido esas guerras necesita la tragedia como bebida curativa necesaria. ¿Quién iba a suponer que cabalmente en ese pueblo habría todavía una efusión tan equilibrada y vigorosa del sentimiento político más simple, de los instintos naturales de la patria, del espíritu guerrero originario y varonil, después de que a lo largo de varias generaciones había sido agitado hasta lo más íntimo por las fortísimas convulsiones del demón dionisíaco? Pues así como cuando hay una propagación importante de excitaciones dionisíacas se puede siempre advertir que la liberación dionisíaca de las cadenas del individuo se manifiesta ante todo en un menoscabo, que llega hasta la indiferencia, más aún, hasta la hostilidad, de los instintos políticos, igualmente es cierto, por otro lado, que el Apolo formador de estados es también el genio del
principium individuationis
, y que ni el Estado ni el sentimiento de la patria pueden vivir sin afirmación de la personalidad individual. Para salir del orgiasmo no hay, para un pueblo, más que un único camino, el camino que lleva al budismo indio, el cual, para ser soportado en su anhelo de hundirse en la nada, necesita de esos raros estados extáticos que alzan las cosas por encima del espacio, del tiempo y del individuo: de igual manera que esos estados exigen, a su vez, una filosofía que enseñe a superar con una representación el displacer indescriptible de los estados intermedios. De manera igualmente necesaria, un pueblo, a partir de una vigencia incondicional de los instintos políticos, cae en una vía de mundanización extrema, cuya expresión más grandiosa, pero también más horrorosa, es el
imperium
romano.

Situados entre India y Roma, y empujados a una elección tentadora, los griegos consiguieron inventar con clásica pureza una tercera forma, de la cual no usaron, ciertamente, largo tiempo, pero que, justo por ello, está destinada a la inmortalidad. Pues que los predilectos de los dioses mueren pronto eso es algo que se cumple en todas las cosas, pero asimismo es cierto que luego viven eternamente con los dioses. No se exija, pues, de las cosas más nobles que posean la firme resistencia del cuero; la recia duración, tal como fue propia, por ejemplo, del instinto nacional romano, no forma parte, verosímilmente, de los predicados necesarios de la perfección. Mas si preguntamos cuál fue la medicina que permitió a los griegos, en su gran época, pese al extraordinario vigor de sus instintos dionisíacos y políticos, no quedar agotados ni por un ensimismamiento extático ni por una voraz ambición de poder y de honor universales, sino alcanzar aquella mezcla magnífica que tiene un vino generoso, el cual calienta y a la vez suscita un estado de ánimo contemplativo, tenemos que acordarnos del poder enorme de la
tragedia
, poder que excita, purifica y descarga la vida entera del pueblo; su valor supremo lo presentiremos tan sólo si, cual ocurría entre los griegos, ese poder se nos presenta como el compendio de todas las fuerzas curativas profilácticas, como el mediador soberano entre las cualidades más fuertes y de suyo más fatales del pueblo.

La tragedia absorbe en sí el orgiasmo musical más alto, de modo que es ella la que, tanto entre los griegos como entre nosotros, lleva derechamente la música a su perfección, pero luego sitúa junto a ella el mito trágico y el héroe trágico, el cual entonces, semejante a un titán poderoso, toma sobre sus espaldas el mundo dionisíaco entero y nos descarga a nosotros de él: mientras que, por otro lado, gracias a ese mismo mito trágico sabe la tragedia redimirnos, en la persona del héroe trágico, del ávido impulso hacia esa existencia, y con mano amonestadora nos recuerda otro ser y otro placer superior, para el cual el héroe combatiente, lleno de presentimientos, se prepara con su derrota, no con sus victorias. Entre la vigencia universal de su música y el oyente dionisíacamente receptivo la tragedia interpone un símbolo sublime, el mito, y despierta en aquél la apariencia de que la música es sólo un medio supremo de exposición, destinado a dar vida al mundo plástico del mito. Confiando en ese noble engaño, le es lícito ahora a la tragedia mover sus miembros en el baile ditirámbico y entregarse sin reservas a un orgiástico sentimiento de libertad, en el cual a ella, en cuanto música en sí, no le estaría permitido, sin aquel engaño, regalarse. El mito nos protege de la música, de igual manera que es él el que por otra parte otorga a ésta la libertad suprema. A cambio de esto la música presta al mito, para corresponder a su regalo, una significatividad metafísica tan insistente y persuasiva, cual no podrían alcanzarla jamás, sin aquella ayuda única, la palabra y la imagen; y, en especial, gracias a ella recibe el espectador trágico cabalmente aquel seguro presentimiento de un placer supremo, al que conduce el camino que pasa por el ocaso y la negación, de tal modo que le parece oír que el abismo mas íntimo de las cosas le habla perceptiblemente a él.

Si con las últimas frases no he sido capaz tal vez de dar a esta difícil noción más que una expresión provisional, que pocos comprenderán en seguida, no desistiré, precisamente en este lugar, de incitar a mis amigos a que hagan un nuevo intento, ni de rogarles que con un único ejemplo de nuestra experiencia común se preparen al conocimiento de la tesis general. En este ejemplo no me referiré a quienes utilizan las imágenes de los sucesos escénicos, las palabras y afectos de los personajes que actúan, para aproximarse con esa ayuda al sentimiento musical; pues ninguno de éstos habla la música como lengua materna, y tampoco llegan, pese a esa ayuda, más que hasta los pórticos de la percepción musical, sin que jamás les sea lícito rozar sus santuarios más íntimos; muchos de ellos, como Gervinus, no llegan por ese camino ni siquiera hasta los pórticos. He de dirigirme tan sólo, por el contrario, a quienes están emparentados directamente con la música, a aquellos que, por decirlo así, tienen en ella su seno materno y se relacionan con las cosas únicamente a través de relaciones musicales inconscientes. A esos músicos genuinos es a quienes yo dirijo la pregunta de si pueden imaginarse un hombre que sea capaz de escuchar el tercer acto de
Tristán e Isolda
sin ninguna ayuda de palabra e imagen, puramente como un enorme movimiento sinfónico, y que no expire, desplegando espasmódicamente todas las alas del alma. Un hombre que, por así decirlo, haya aplicado, como aquí ocurre, el oído al ventrículo cardíaco de la voluntad universal, que sienta cómo el furioso deseo de existir se efunde a partir de aquí, en todas las venas del mundo, cual una corriente estruendosa o cual un delicadísimo arroyo pulverizado, ¿no quedará destrozado bruscamente? Protegido por la miserable envoltura de cristal del individuo humano, debería soportar el percibir el eco de innumerables gritos de placer y dolor que llegan del «vasto espacio de la noche de los mundos», sin acogerse inconteniblemente, en esta danza pastoral de la metafísica, a su patria primordial. Pero si semejante obra puede ser escuchada como un todo sin negarla existencia individual, si semejante creación ha podido ser creada sin triturar a su creador —¿dónde obtendremos la solución de tal contradicción?

Entre nuestra excitación musical suprema y aquella música se interponen aquí el mito trágico y el héroe trágico, los cuales no son en el fondo más que un símbolo de hechos universalísimos, acerca de los cuales sólo la música puede hablar por vía directa. Mas en cuanto es un símbolo, si nuestra manera de sentir fuese la de seres puramente dionisíacos, entonces el mito permanecería a nuestro lado completamente inatendido e ineficaz, y ni por un instante nos apartaría de tender nuestro oído hacia el eco de los
universalia ante rem
[universales anteriores a la cosa]. La fuerza
apolínea
, sin embargo, dirigida al restablecimiento del casi triturado individuo, irrumpe aquí con el bálsamo saludable de un engaño delicioso: de repente creemos estar viendo nada más que a Tristán, que inmóvil y con voz sofocada se pregunta: «la vieja melodía, ¿por qué me despierta?». Y lo que antes nos parecía un gemido hueco brotado del centro del ser, ahora quiere decirnos tan sólo cuán «desierto y vacío está el mar». Y cuando imaginábamos extinguirnos sin aliento, en un espasmódico estirarse de todos los sentimientos, y sólo una pequeña cosa nos ligaba a esta existencia, ahora oímos y vemos tan sólo al héroe herido de muerte, que, sin embargo, no muere, y que desesperadamente grita: «¡Anhelar! ¡Anhelar! ¡Anhelar, al morir, no morir de anhelo!». Y si antes el júbilo del cuerno, tras tal desmesura y tal exceso de voraces tormentos, nos partió el corazón, casi como el más grande de los tormentos, ahora entre nosotros y ese «júbilo en sí» está Kurwenal, el cual grita de alegría mirando hacia el barco que trae a Isolda. Por muy violentamente que la compasión nos invada, en cierto sentido es ella, sin embargo, la que nos salva del sufrimiento primordial del mundo, de igual modo que es la imagen simbólica del mito la que nos salva de la intuición inmediata de la Idea suprema del mundo, y son el pensamiento y la palabra los que nos salvan de la efusión no refrenada de la voluntad inconsciente. Gracias a este magnífico engaño apolíneo parécenos que incluso el reino mismo de los sonidos sale a nuestro encuentro como un mundo plástico, que también en este mundo ha sido modelado y acuñado plásticamente, como en la más delicada y expresiva de las materias, sólo el destino de Tristán e Isolda.

De este modo lo apolíneo nos arranca de la universalidad dionisíaca y nos hace extasiarnos con los individuos; a ellos encadena nuestro movimiento de compasión, mediante ellos calma el sentimiento de belleza, que anhela formas grandes y sublimes; hace desfilar ante nosotros imágenes de vida y nos incita a captar con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido. Con la energía enorme de la imagen, del concepto, de la doctrina ética, de la excitación simpática, lo apolíneo arrastra al hombre fuera de su autoaniquilación orgiástica y, pasando engañosamente por alto la universalidad del suceso dionisíaco, le lleva a la ilusión de que él ve una sola imagen del mundo, por ejemplo Tristán e Isolda, y que,
mediante la música
, tan sólo la
verá
mejor y más íntimamente. ¿Qué no logrará la magia terapéutica de Apolo, si incluso en nosotros puede suscitar el engaño de que realmente lo dionisíaco, puesto al servicio de lo apolíneo, es capaz de intensificar los efectos de éste, más aún, de que la música es incluso en su esencia el arte de representar un contenido apolíneo?

Con esa armonía preestablecida que impera entre el drama perfecto y su música el drama alcanza un grado supremo de visualidad, inaccesible, por lo demás, al drama hablado. De igual modo que todas las figuras vivientes de la escena se simplifican ante nosotros en las líneas melódicas que se mueven independientemente, hasta alcanzar la claridad de la línea ondulada, así la combinación de esas líneas resuena para nosotros en el cambio armónico, que simpatiza de la manera más delicada con el suceso que se mueve: gracias a ese cambio las relaciones de las cosas se nos vuelven inmediatamente perceptibles, perceptibles de una manera sensible, no abstracta en absoluto, de igual forma que también gracias a ese cambio nos damos cuenta de que sólo en esas relaciones se revela con pureza la esencia de un carácter y de una línea melódica. Y mientras la música nos constriñe de ese modo a ver más, y de un modo más íntimo que de ordinario, y a desplegar ante nosotros como una delicada tela de araña el suceso de la escena, para nuestro ojo espiritualizado, que penetra con su mirada en lo íntimo, el mundo de la escena se ha ampliado de un modo infinito y asimismo se encuentra iluminado desde dentro. ¿Qué cosa análoga podría ofrecer el poeta de las palabras, que se esfuerza por alcanzar aquella ampliación interior del mundo visible de la escena y su iluminación interna con un mecanismo mucho más imperfecto, por un camino indirecto, a partir de la palabra y del concepto? Y si es cierto que también la tragedia musical agrega la palabra, ella puede mostrar juntos a la vez el substrato y el lugar de nacimiento de la palabra y esclarecernos desde dentro el devenir de ésta.

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