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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (21 page)

Pero lleno de unción, igual que el actor, escuchaba también el
oyente
: también sobre él se expandía un estado de ánimo festivo inusitado, deseado largo tiempo. Lo que a aquellos varones los empujaba al teatro no era la angustiada huida del aburrimiento, la voluntad de liberarse por algunas horas, a cualquier precio, de sí mismos y de su propia mezquindad. El griego huía de la disipante vida pública que le era tan habitual, huía de la vida en el mercado, en la calle y en el tribunal, y se refugiaba en la solemnidad de la acción teatral, solemnidad que producía un estado de ánimo tranquilo e invitaba al recogimiento: no como el viejo alemán, que, cuando alguna vez rompía el círculo de su existencia íntima, lo que deseaba era distracción, y la distracción auténtica y divertida la encontraba en los debates jurídicos, que por eso determinaron la forma y la atmósfera también de su drama. Por el contrario, el alma del ateniense que iba a ver la tragedia en las grandes dionisias continuaba teniendo en sí algo de aquel elemento de que nació la tragedia. Ese elemento es el impulso primaveral, que explota con una fuerza extraordinaria, un irritarse y enfurecerse, teniendo sentimientos mezclados, que conocen, al aproximarse la primavera, todos los pueblos ingenuos y la naturaleza entera. Como es sabido, también nuestras comedias y nuestras mascaradas de carnaval son en su origen festividades primaverales de ese tipo, que sólo por razones eclesiásticas quedan «trasladadas a una fecha un poco anterior. Todo es aquí instinto profundísimo: aquellos enormes cortejos dionisíacos de la Grecia antigua tienen su analogía en los bailarines de san Juan y de san Vito de la Edad Media, los cuales iban de ciudad en ciudad bailando, cantando y saltando, en masas cada vez mayores. Aun cuando la medicina de hoy hable de ese fenómeno como de una epidemia popular de la Edad Media: nosotros retendremos únicamente que el drama antiguo floreció a partir de una epidemia popular de ese tipo, y que la desgracia de las artes modernas es no haber brotado de semejante fuente misteriosa. No es un capricho ni una travesura arbitraria el que, en los primeros comienzos del drama, muchedumbres excitadas de un modo salvaje, disfrazadas de sátiros y silenos, pintados los rostros con hollín, con minio y otros jugos vegetales, coronadas de flores las cabezas, anduviesen errantes por campos y bosques: el efecto omnipotente de la primavera, que se manifiesta tan de súbito, incrementa aquí también las fuerzas vitales con tal desmesura, que por todas partes aparecen estados extáticos, visiones y una creencia en una transformación mágica de sí mismo, y seres acordes en sus sentimientos marchan en muchedumbres por el campo. Y aquí está la cuna del drama. Pues su comienzo no consiste en que alguien se disfrace y quiera producir un engaño en otros: no, antes bien, en que el hombre esté fuera de sí y se crea a sí mismo transformado y hechizado. En el estado del “hallarse-fuera-de-sí”, en el éxtasis, ya no es menester dar más que un solo paso: no retornamos a nosotros mismos, sino que ingresamos en otro ser, de tal modo que nos portamos como seres transformados mágicamente. De aquí procede, en última instancia, el profundo estupor ante el espectáculo del drama: vacila el suelo, la creencia en la indisolubilidad y fijeza del individuo. Y de igual modo que, en contraste total con Lanzadera en el
Sueño de una noche de verano
el entusiasta dionisíaco cree en su transformación, así el poeta dramático cree en la realidad de sus personajes. Quien no abrigue esa creencia, puede seguir perteneciendo, sin duda, a los que agitan el tirso, a los diletantes, pero no a los verdaderos servidores de Dioniso, los bacantes».

En la época de florecimiento del drama ático, algo de esa vida natural dionisíaca perduraba todavía en el alma de los oyentes. Éstos no eran un perezoso, fatigado público abonado todas las tardes, que llega al teatro con unos sentidos cansados y rendidos de fatiga, para dejarse emocionar aquí. En contraposición a este público, que es la camisa de fuerza de nuestro teatro de hoy, el espectador ateniense, cuando se situaba en las gradas del teatro, continuaba teniendo sus sentidos frescos, matinales, festivamente estimulados. Para él lo sencillo no era todavía demasiado sencillo: su erudición estética consistía en los recuerdos de felices días anteriores de teatro, su confianza en el genio dramático de su pueblo era ilimitada. Pero lo más importante es que eran tan raras las veces que sorbía la bebida de la tragedia, que siempre la saboreaba como si fuera la primera vez. En este sentido voy a citar las palabras del más importante arquitecto vivo, el cual da su voto en favor de los frescos en el techo y de las cúpulas pintadas. «Nada es más ventajoso —dice— para la obra de arte que el que quede sustraída al contacto directo y vulgar con lo inmediato y a la línea de visión habitual del hombre. Por el hábito de ver cómodamente queda tan embotado el nervio óptico, que el encanto y las proporciones de los colores y las formas ya no los reconoce más que como si estuvieran detrás de un velo». Sin duda estará permitido reivindicar algo análogo también para el raro goce del drama: les favorece a los cuadros y a los dramas que se los mire con una actitud y un sentimiento poco habituales: si bien tampoco queremos recomendar ya con esto la vieja costumbre romana de permanecer de pie en el teatro.

Hasta ahora nos hemos venido fijando únicamente en el actor y en el espectador. Pensemos también, en tercer lugar, en el poeta (Poet): esta palabra la tomo aquí, claro está, en su sentido más amplio, tal como la entendieron los griegos. Es exacto que los trágicos griegos han ejercido sus inmensos efectos sobre el arte moderno tan sólo en cuanto libretistas; pero si bien esto es verdad, yo estoy convencido de que una representación real e íntegra de una trilogía esquilea, con actores, público y poetas áticos, tendría que producir realmente un efecto anonadante, pues nos revelaría el hombre estético con una perfección y una armonía tales que, frente a ellas, nuestros grandes poetas aparecerían sin duda como estatuas bellamente iniciadas, pero no trabajadas hasta el final.

En la Antigüedad griega al dramaturgo le estaba planteada su tarea de la manera más difícil posible: una libertad cual la disfrutan nuestros poetas escénicos en lo referente a elección de materia, número de actores e innumerables otras cosas le parecería al juez ático del arte una falta de disciplina. Todo el arte griego está penetrado de la orgullosa ley de que sólo lo más dificil constituye una tarea digna del varón libre. Así, la autoridad y la gloria de una obra de arte plástico dependían en gran manera de la dificultad de su realización, de la dureza de la materia empleada. Entre las dificultades especiales que hicieron que el camino hacia la fama dramática no llegase a ser nunca muy ancho, cuéntanse el número limitado de actores, el empleo del coro, el restringido ciclo de mitos, pero sobre todo aquella virtud de pentatleta, la necesidad de poseer dotes productivas de poeta y de músico, en la orquéstica y en la dirección, y, por fin, de actor. Lo que constituye siempre para nuestros poetas dramáticos el ancla de salvación es la novedad y, con ello, lo interesante de la materia que han elegido para su drama. Piensan igual que los improvisadores italianos, los cuales narran una historia nueva hasta llegar a su punto culminante y a la máxima tensión, y entonces están persuadidos de que ya nadie se irá antes del final. Ahora bien, el retener hasta el final mediante el atractivo de lo interesante era algo nunca oído entre los trágicos griegos: las materias de sus obras maestras eran conocidas desde antiguo, y, en forma épica y lírica, resultaban familiares desde la infancia a los oyentes. El despertar verdadero interés por un Orestes y un Edipo era ya una proeza heroica: pero ¡qué restringidos, qué arbitrariamente limitados eran los medios que era lícito emplear para suscitar ese interés! Aquí entra en consideración sobre todo el coro, el cual era tan importante para el poeta antiguo como lo eran para el trágico francés los personajes aristocráticos que tenían sus puestos a ambos lados de la escena y que, por así decirlo, transformaban el escenario en una antecámara principesca. De igual modo que, por consideración a ese singular «coro», que no intervenía y, sin embargo, sí intervenía en la representación, al trágico francés no le era lícito modificar los decorados, de igual modo que el lenguaje y el gesto en el escenario se guiaban por el modelo de ese «coro»: así el coro antiguo exigía que la acción entera en todo drama se desarrollase en público —y que el lugar de acción de la tragedia fuese un lugar abierto. Es ésta una exigencia temeraria: pues el acto trágico y la preparación para el mismo no se los suele encontrar precisamente en la calle, sino que donde mejor crecen es en lo oculto. Todo en público, todo a plena luz, todo en presencia del coro —ésa era la cruel exigencia. No es que esto se hubiera expresado alguna vez como exigencia, en razón de una sutileza estética cualquiera: antes bien, en el largo proceso de desarrollo del drama se había alcanzado ese nivel, y se lo había mantenido, sabiendo por instinto que para el genio eminente había aquí una tarea eminente a resolver. Es sabido, en efecto, que la tragedia no fue originariamente más que un gran canto coral: pero este conocimiento histórico nos da de hecho la clave de ese raro problema. En los mejores tiempos el efecto capital y de conjunto de la tragedia antigua continuaba descansando en el coro: éste era el factor con que se tenía que contar ante todo, al que no era lícito dejar dé lado. Aquel nivel en que se mantuvo el drama aproximadamente desde Ésquilo hasta Eurípides es un nivel en que el coro había quedado ya tan en segundo plano como para continuar dando justamente el colorido de conjunto. Un solo paso más, y la escena dominó a la orquesta, la colonia a la metrópoli; la dialéctica de los personajes escénicos y sus cantos individuales pasaron a primer plano y se impusieron sobre la impresión coral-musical de conjunto que había estado vigente hasta entonces. Ese paso fue dado, y Aristóteles, contemporáneo del mismo, lo fijó en su famosa definición, tan desorientadora, y que no expresa en absoluto la esencia del drama esquileo.

El primer pensamiento al proyectar un poema dramático tenía que ser, por tanto, el inventar un grupo de varones o mujeres que estuviesen estrechamente vinculados con los personajes de la acción: después era necesario buscar ocasiones en las que pudieran hacer irrupción sentimientos lírico-musicales masivos. En cierto modo el actor miraba desde el coro a los personajes del escenario, y con él lo hacía el público ateniense: nosotros, que no tenemos más que el libreto, miramos desde el escenario hacia el coro. El significado de éste no es posible agotarlo con una comparación. Si Schlegel lo calificó de «espectador ideal», esto quiere decir únicamente que, en la manera como el coro concibe los acontecimientos, el poeta sugiere a la vez la manera como, según su deseo, debe concebirlos el espectador. Mas con esto se ha resaltado bien únicamente un aspecto: sobre todo es importante que quien representa al héroe le grite al espectador sus sentimientos a través del coro como a través de un altavoz, con una ampliación colosal. Aun cuando sea un grupo de personajes, musicalmente el coro no representa, sin embargo, una masa, sino sólo un enorme individuo, dotado de unos pulmones mayores que los naturales. No es éste el sitio de indicar cuál es el pensamiento ético que hay en la música coral unísona de los griegos: ella forma la antítesis más poderosa del desarrollo de la música cristiana, en la que la armonía, auténtico símbolo de la mayoría, ha dominado durante largo tiempo, hasta el punto de que la melodía quedó asfixiada y tuvo que volver a ser descubierta de nuevo. El coro es el que ha prescrito los límites a la fantasía poética que en la tragedia se patentiza: el baile coral religioso, con su
andante
solemne, rodeaba de barreras el espíritu inventivo de los poetas, tan travieso en otras ocasiones: mientras que la tragedia inglesa, que no tiene esa barrera, se comporta, con su realismo fantástico, de manera mucho más impetuosa, mucho más dionisíaca, pero, en el fondo, mucho más melancólica, aproximadamente como un
allegro
beethoveniano. Propiamente la tesis más importante en la economía del drama antiguo es que el coro tuviese varias ocasiones grandes de entregarse a manifestaciones lírico-patéticas. Pero esto está logrado con facilidad también en el más breve fragmento de la leyenda: y por ello falta en absoluto todo lo complicado, todo lo basado en intrigas, todo lo combinado de manera sutil y artificial, en suma, todo lo que constituye cabalmente el carácter del drama moderno. En el drama musical antiguo no había nada que la gente tuviera que calcular: en él incluso la astucia de ciertos héroes del mito tiene en sí algo sencillo y honesto. Nunca, ni siquiera en Eurípides, se transformó la esencia del espectáculo en la esencia del juego de ajedrez: mientras que ciertamente lo ajedrecístico se convirtió en el rasgo fundamental de la denominada comedia nueva. Por ello cada uno de los dramas de los antiguos se parece, en su sencilla estructura, a
un solo
acto de nuestras tragedias, y, desde luego, casi siempre al quinto acto, el cual lleva a la catástrofe con pasos cortos y rápidos. La tragedia clásica francesa, como no conocía su modelo, el drama musical griego, más que precisamente como libreto, y con la introducción del coro caía en perplejidades, tuvo que admitir en sí un elemento totalmente nuevo, sólo para llenar los cinco actos prescritos por Horacio: ese lastre, sin el que aquella forma de arte no se habría arriesgado a salir al mar, era la intriga, es decir, un enigma a resolver para el entendimiento y una palestra de las pasiones
pequeñas
, que en el fondo no son trágicas: con esto su carácter se aproximó significativamente al de la comedia ática nueva. Comparada con ésta, la tragedia antigua era pobre de acción y de tensión: incluso puede decirse que en sus etapas evolutivas anteriores no tenía puestas sus miradas en modo alguno en el obrar, el δράμα, sino en el padecer, el πάυος. La acción se añadió cuando surgió el diálogo: e incluso en la época de florecimiento del drama el obrar verdadero y serio no fue presentado en escena descubierta. Qué otra cosa fue originariamente la tragedia más que una lírica objetiva, una canción cantada partiendo del estado de determinados seres mitológicos, y, además, con el traje de los mismos. Al principio un coro ditirámbico de varones disfrazados de sátiros y silenos tenía que dar a entender qué era lo que le había excitado de tal modo: aludía a un rasgo, rápidamente comprensible para los oyentes, de la historia de las luchas y sufrimientos de Dioniso. Más tarde fue introducida la divinidad misma, con una doble finalidad: por un lado, para hacer personalmente una narración de las aventuras en que se encuentra metida en ese momento y que incitan a su séquito a participar en ellas de manera vivísima. Por otro lado, durante esos apasionados cantos corales Dioniso es en cierto modo la imagen viviente, la estatua viviente del dios: y de hecho el actor antiguo tiene algo del convidado de piedra de Mozart. Un musicólogo moderno hace sobre esto la correcta observación siguiente: «En nuestro actor disfrazado —dice— nos sale a nosotros al encuentro un hombre natural, a los griegos en la máscara trágica les salía al encuentro un hombre artificial, estilizado en héroe, si se quiere. Nuestros profundos escenarios, en los cuales están agrupados a menudo unos cien personajes, convierten las representaciones con toda la vivacidad que pueden en
pinturas
coloreadas. El estrecho escenario antiguo, con la pared del fondo muy adelantada, convertía a las pocas figuras que allí había y que se movían pausadamente en bajorrelieves vivientes o en vivientes imágenes marmóreas del frontón de un templo. Si un milagro hubiese insuflado vida a las figuras marmóreas de la disputa entre Atenea y Posidón del frontón del Partenón, habrían hablado sin duda el lenguaje de Sófocles».

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