Confróntese ahora con esto el hombre abstracto, no guiado por mitos, la educación abstracta, las costumbres abstractas, el derecho abstracto, el Estado abstracto: recuérdese la divagación carente de toda regla, no refrenada por ningún mito patrio, de la fantasía artística: imagínese una cultura que no tenga una sede primordial fija y sagrada, sino que esté condenada a agotar todas las posibilidades y a nutrirse mezquinamente de todas las culturas —eso es el presente, como resultado de aquel socratismo dirigido a la aniquilación del mito. Y ahora el hombre no-mítico está, eternamente hambriento, entre todos los pasados, y excavando y revolviendo busca raíces, aun cuando tenga que buscarlas excavando en las más remotas Antigüedades. El enorme apetito histórico de la insatisfecha cultura moderna, de coleccionar a nuestro alrededor innumerables culturas distintas, el voraz deseo de conocer, ¿a qué apunta todo esto sino a la pérdida del mito, a la pérdida de la patria mítica, del seno materno mítico? Pregúntese si la febril y tan desazonante agitación de esta cultura es otra cosa que el ávido alargar la mano y andar buscando alimentos propios del hambriento— ¿y quién podría dar todavía algo a tal cultura, que no puede saciarse con todo aquello que engulle, y a cuyo contacto el alimento más vigoroso, más saludable, suele transformarse en «historia y crítica»?
Con dolor habría que desesperar también de nuestro ser alemán si éste estuviese ya indisolublemente ligado, más aún, unificado con su cultura de igual manera que podemos observar que lo está, para nuestro espanto, en la civilizada Francia; y lo que durante largo tiempo fue la gran ventaja de Francia y la causa de su enorme preponderancia, justo aquella unidad de pueblo y cultura, acaso nos obligaría, ante este panorama, a alabar la fortuna de que esta cultura nuestra tan problemática no haya tenido hasta ahora nada en común con el noble núcleo de nuestro carácter popular. Todas nuestras esperanzas tienden llenas de anhelo, antes bien, a percibir que, bajo esta vida y este espasmo culturales que se mueven inquietos y convulsos hacia arriba y hacia abajo, yace oculta una fuerza ancestral magnífica, íntimamente sana, la cual, es cierto, sólo en momentos excepcionales se revuelve con violencia, y luego vuelve a seguir soñando en espera de un futuro despertar. De ese abismo surgió la Reforma alemana: en su coral resonó por vez primera la melodía del futuro de la música alemana. Tan profundo, animoso e inspirado, tan desbordadamente bueno y delicado resonó ese coral de Lutero, como si fuera el primer reclamo dionisíaco que, en la cercanía de la primavera, brota de una intrincada maleza. A él le dio respuesta, en un eco de emulación, aquel cortejo festivo, solemnemente altanero, de entusiastas dionisíacos a los que debemos la música alemana —¡y a los que deberemos
el renacimiento del mito alemán
!—
Yo sé que al amigo que me sigue con simpatía tengo que conducirlo ahora a una altiplanicie de consideraciones solitarias en donde tendrá pocos compañeros, y para darle ánimos le grito que hemos de atenernos a nuestros luminosos guías, los griegos. De ellos hemos venido tomando en préstamo hasta ahora, para purificar nuestro conocimiento estético, aquellas dos imágenes de dioses, cada una de las cuales rige de por sí un reino artístico separado, y acerca de cuyo contacto e intensificación mutuos hemos llegado a tener un presentimiento gracias a la tragedia griega. El ocaso de ésta tuvo que parecernos provocado por el notable hecho de que esos dos instintos artísticos primordiales se disociaran: con ese suceso concordaban una degeneración y una transformación del carácter del pueblo griego, invitándonos a una seria reflexión acerca de cuán necesaria y estrechamente se hallan ligados en sus fundamentos el arte y el pueblo, el mito y la costumbre, la tragedia y el Estado. Aquel ocaso de la tragedia fue a la vez el ocaso del mito. Hasta entonces los griegos habían estado involuntariamente constreñidos a enlazar en seguida con sus mitos todas sus vivencias, más aún, a comprender éstas únicamente mediante ese enlace: con lo cual también el presente más inmediato tenía que aparecérseles en seguida
sub specie aeterni
[bajo el aspecto de lo eterno] y, en cierto sentido, como intemporal. En esta corriente de lo intemporal sumergíanse tanto el Estado como el arte, para encontrar en ella descanso de la pesadumbre y de la avidez del instante. Y el valor de un pueblo —como, por lo demás, también el de un hombre— se mide precisamente por su mayor o menor capacidad de imprimir a sus vivencias el sello de lo eterno: pues, por decirlo así, con esto queda desmundanizado y muestra su convicción inconsciente e íntima de la relatividad del tiempo y del significado verdadero, esto es, metafisico de la vida. Lo contrario de esto acontece cuando un pueblo comienza a concebirse a sí mismo de un modo histórico y a derribar a su alrededor los baluartes míticos: con lo cual van unidas de ordinario una mundanización decidida, una ruptura con la metafísica inconsciente de su existencia anterior, en todas las consecuencias éticas. El arte griego y, en especial, la tragedia griega retardaron sobre todo la aniquilación del mito: era preciso aniquilarlos también a ellos para poder, desligados del suelo patrio, vivir desenfrenadamente en el desierto del pensamiento, de la costumbre y de la acción. Incluso ahora aquel instinto metafísico sigue intentando crearse una forma, bien que debilitada, de transfiguración en un socratismo de la ciencia que apremia a vivir: pero en los niveles inferiores ese mismo instinto ha llevado tan sólo a una búsqueda febril, extraviada poco a poco en un pandemonio de mitos y supersticiones acumulados de todas partes: en el centro de ese pandemonio, sin embargo, se asentó el heleno con un corazón insatisfecho, hasta que como
graeculus
[gréculo] supo disimular aquella fiebre con jovialidad griega y con ligereza griega, o aturdirse del todo en cualquier lóbrega superstición oriental.
Desde la resurrección de la Antigüedad romano-alejandrina en el siglo XV, tras un prolongado entreacto difícil de describir, nosotros nos hemos aproximado de la manera más llamativa a ese estado. En las cumbres, la misma abundantísima ansia de saber, la misma insaciada felicidad de encontrar, esa mundanización enorme, y junto a ello un apátrida andar vagando, un ávido agolparse a las mesas extranjeras, un frívolo endiosamiento del presente, o un apartamiento obtuso y aturdido, todo
sub specie saeculi
[bajo el aspecto del siglo], del «tiempo de ahora». [
Jetztzeit
]: síntomas idénticos que permiten adivinar en el corazón de esa cultura un fallo idéntico, la aniquilación del mito. Parece que apenas es posible transplantar con éxito durable un mito extranjero sin producir con ese transplante un daño incurable al árbol: el cual acaso alguna vez sea lo bastante fuerte y sano como para volver a expeler con una lucha terrible ese elemento extranjero, pero de ordinario tiene que consumirse, unas veces enclenque y atrofiado, otras en una proliferación espasmódica. Nosotros tenemos en tanto el núcleo puro y vigoroso del ser alemán, que precisamente de él nos atrevemos a aguardar aquella expulsión de elementos extranjeros injertados a la fuerza, y consideramos posible que el espíritu alemán reflexione de nuevo sobre sí mismo. Acaso más de uno opinará que ese espíritu tiene que comenzar su lucha con la expulsión del elemento latino: y reconocerá una preparación y un estímulo externos para ello en la triunfadora valentía y en la sangrienta aureola de la última guerra pero la necesidad íntima tiene que buscarla en la emulación de ser siempre dignos de nuestros sublimes paladines en esta vía, dignos tanto de Lutero como de nuestros grandes artistas y poetas. ¡Pero que no crea nunca que puede entablar semejantes luchas sin sus dioses domésticos, sin su patria mítica, sin una «restauración» de todas las cosas alemanas! Y si el alemán mirase vacilante a su alrededor en busca de un guía que de nuevo lo conduzca a la patria hace tanto tiempo perdida, cuyos caminos y sendas él apenas conoce ya —que escuche la llamada deliciosamente atrayente del pájaro dionisíaco, el cual se balancea por encima de él y quiere señalarle el camino hacia aquélla.
Entre los efectos artísticos peculiares de la tragedia musical hubimos de destacar un
engaño
apolíneo, el cual está destinado a salvarnos de una unificación inmediata con la música dionisíaca, mientras nuestra excitación musical puede descargarse en una esfera apolínea y a base de un mundo intermedio visible intercalado. Aquí creímos haber observado que aquel mundo intermedio del suceso escénico, y en general el drama, se hacía, justo por esa descarga, visible y comprensible desde dentro en un grado que en todo otro arte apolíneo resulta inalcanzable: de tal modo que aquí, donde, por así decirlo, ese arte era dotado de alas y llevado hacia lo alto por el espíritu de la música, tuvimos nosotros que reconocer la intensificación máxima de sus fuerzas, y por consiguiente, reconocer en esa alianza fraternal de Apolo y de Dioniso la cúspide tanto de los propósitos artísticos apolíneos como de los dionisíacos.
Es verdad que, justo en la iluminación interna por la música, la imagen de luz no alcanzaba el efecto peculiar de los grados más débiles del arte apolíneo; lo que la epopeya o la piedra animada son capaces de hacer, forzar al ojo que mira a entregarse a aquel éxtasis tranquilo en el mundo de la
individuatio
, eso no se podía alcanzar aquí, pese a una animación y claridad superiores. Hemos mirado el drama y hemos penetrado, con una mirada perforadora, en el movido mundo interno de sus motivos —y, sin embargo, nos parecía como si junto a nosotros pasase únicamente una imagen simbólica, cuyo sentido más hondo nosotros creímos casi adivinar, y que quisimos apartar, cual si fuera una cortina, para divisar tras ella la imagen primordial—. La nitidez clarísima de la imagen no nos bastaba: pues ésta parecía tanto revelar algo como encubrirlo; y mientras que con su revelación simbólica parecía incitar a desgarrar el velo, a descubrir el trasfondo misterioso, precisamente aquella iluminada visibilidad total mantenía hechizado a su vez el ojo y le impedía penetrar más hondo.
A quien no haya experimentado esa vivencia, la de tener que mirar y al mismo tiempo desear ir más allá del mirar, le resultará difícil imaginarse cuán nítidos y claros subsisten juntos y son sentidos juntos esos dos procesos en la consideración del mito trágico: mientras que los espectadores verdaderamente estéticos me confirmarán que, entre los efectos peculiares de la tragedia, el más notable es esa coexistencia. Basta con transferir este fenómeno del espectador estético a un proceso análogo que se da en el artista trágico para haber comprendido la génesis del mito trágico. Con la esfera del arte apolíneo comparte éste el placer pleno por la apariencia y por la visión, y a la vez niega ese placer y tiene una satisfacción aún más alta en la aniquilación del mundo de la apariencia visible. El contenido del mito trágico es, en primer término, un acontecimiento épico, con la glorificación del héroe luchador: mas, ¿de dónde procede aquella tendencia, en sí enigmática, a que el sufrimiento que hay en el destino del héroe, las superaciones más dolorosas, las antítesis más torturantes de los motivos, en suma, la ejemplificación de aquella sabiduría de Sileno, o, expresado en términos estéticos, lo feo y disarmónico sean representados una y otra vez de nuevo, en formas tan innumerables, con tal predilección, y cabalmente en la edad más pujante y juvenil de un pueblo, si justo en todas esas cosas no se percibe un placer superior?
Pues el hecho de que en la vida los acontecimientos se desarrollen de una manera tan trágica es lo que menos explicaría la génesis de una forma artística; ya que el arte no es sólo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la misma, colocado junto a ella para superarla. En la medida en que pertenece al arte, el mito trágico participa también plenamente de ese propósito metafísico de transfiguración, propio del arte en cuanto tal: ¿qué es lo que el mito trágico transfigura, sin embargo, cuando presenta el mundo aparencial bajo la imagen del héroe que sufre? Lo que menos, la «realidad» de ese mundo aparencial, pues nos dice precisamente: «¡Mirad! ¡Mirad bien! ¡Ésta es vuestra vida! ¡Ésta es la aguja del reloj de vuestra existencia! ».
¿Y el mito mostraba esta vida para transfigurarla de ese modo ante nosotros? Pero si no es así, ¿en qué está entonces el placer estético con que hacemos desfilar ante nosotros también aquellas imágenes? Yo pregunto por el placer estético, y sé muy bien que muchas de esas imágenes pueden producir además, en ocasiones, un deleite moral, por ejemplo en forma de compasión o de triunfo moral. Mas quien el efecto de lo trágico quisiera derivarlo únicamente de esas fuentes morales, como solía hacerse en la estética no hace mucho tiempo, no crea que con eso ha hecho algo por el arte: el cual, en su campo, tiene que exigir ante todo pureza. Para aclarar el mito trágico la primera exigencia es cabalmente la de buscar el placer peculiar de él en la esfera estética pura, sin invadir el terreno de la compasión, del miedo, de lo moralmente sublime. ¿Cómo lo feo y lo disarmónico, que son el contenido del mito trágico, pueden suscitar un placer estético?
Aquí se hace necesario elevarse, con una audaz arremetida, hasta una metafísica del arte, al repetir yo mi anterior tesis de que sólo como fenómeno estético aparecen justificados la existencia y el mundo: en ese sentido, es justo el mito trágico el que ha de convencernos de que incluso lo feo y disarmónico son un juego artístico que la voluntad juega consigo misma, en la eterna plenitud de su placer. Este fenómeno primordial del arte dionisíaco, difícil de aprehender, no se vuelve comprensible más que por un camino directo, y es aprehendido inmediatamente en el significado milagroso de la
disonancia musical
: de igual modo que en general es sólo la música, adosada al mundo, la que puede dar un concepto de qué es lo que se ha de entender por justificación del mundo como fenómeno estético. El placer que el mito trágico produce tiene idéntica patria que la sensación placentera de la disonancia en la música. Lo dionisíaco, con su placer primordial percibido incluso en el dolor, es la matriz común de la música y del mito trágico.
¿No se habrá facilitado esencialmente entre tanto ese difícil problema del efecto trágico, por el hecho de haber recurrido nosotros a la ayuda de la relación musical de la disonancia? Pues ahora comprendemos qué quiere decir el que en la tragedia nosotros queramos mirar y a la vez deseemos ir más allá del mirar: en lo que respecta a la disonancia empleada artísticamente, habríamos de caracterizar ese estado diciendo que nosotros queremos oír y a la vez deseamos ir más allá del oír. Ese aspirar a lo infinito, el aletazo del anhelo dentro del máximo placer por la realidad claramente percibida, nos recuerdan que en ambos estados hemos de reconocer un fenómeno dionisíaco, el cual vuelve una y otra vez a revelarnos, como efluvio de un placer primordial, la construcción y destrucción por juego del mundo individual, de modo parecido a como la fuerza formadora del mundo es comparada por Heráclito el Oscuro a un niño que, jugando, coloca piedras acá y allá y construye montones de arena y luego los derriba.