Tú ves en mí para lo que ella sirve,
a quien no posee mucho entendimiento
sírvele para decir la verdad con una imagen.
Pero a Sócrates le parecía que el arte trágico ni siquiera «dice la verdad»: prescindiendo de que se dirige «a quien no posee mucho entendimiento», por tanto, no al filósofo: doble razón para mantenerse alejado de él. Al igual que Platón, Sócrates lo contaba entre las artes lisonjeras, que sólo representan lo agradable, no lo útil, y por eso exigía de sus discípulos que se abstuvieran y que se apartaran rigurosamente de tales atractivos no filosóficos; con tal éxito, que Platón, el joven poeta trágico, lo primero que hizo para poder convertirse en alumno de Sócrates fue quemar sus poemas. Allí donde, sin embargo, unas disposiciones invencibles combatían contra las máximas socráticas, la fuerza de éstas, junto con el brío de aquel enorme carácter, siguió siendo lo bastante grande para empujar a la poesía misma a unas posiciones nuevas y hasta entonces desconocidas.
Un ejemplo de esto es el recién nombrado Platón; él, que en la condena de la tragedia y del arte en general no quedó ciertamente a la zaga del ingenuo cinismo de su maestro, tuvo que crear, sin embargo, por pura necesidad artística, una forma de arte cuya afinidad precisamente con las formas de arte vigentes y rechazadas por él es íntima. El reproche capital que Platón había de hacer al arte anterior —el de ser imitación de una imagen aparente, es decir, el pertenecer a una esfera inferior incluso al mundo empírico—, contra lo que menos se tenía derecho a dirigirlo era contra la nueva obra de arte; y así vemos a Platón esforzándose en ir más allá de la realidad y en exponer la idea que está a la base de esa pseudorrealidad. Mas con esto el Platón pensador había llegado, a través de un rodeo, justo al lugar en que, como poeta, había tenido siempre su hogar y desde el cual Sófocles y todo el arte antiguo protestaban solemnemente contra aquel reproche. Si la tragedia había absorbido en sí todos los géneros artísticos precedentes, lo mismo cabe decir a su vez, en un sentido excéntrico, del diálogo platónico, que, nacido de una mezcla de todos los estilos y formas existentes, oscila entre la narración, la lírica y el drama, entre la prosa y la poesía, habiendo infringido también con ello la rigurosa ley anterior de que la forma lingüística fuese unitaria; por este camino fueron aún más lejos los escritores
cínicos
, que con un amasijo muy grande de estilos, con su fluctuar entre las formas prosaicas y las métricas alcanzaron también la imagen literaria del «Sócrates furioso», al que solían representar en la vida. El diálogo platónico fue, por así decirlo, la barca en que se salvó la vieja poesía náufraga, junto con todos sus hijos: apiñados en un espacio angosto, y medrosamente sujetos al único timonel Sócrates, penetraron ahora en un mundo nuevo, que no se cansó de contemplar la fantasmagórica imagen de aquel cortejo. Realmente Platón proporcionó a toda la posteridad el prototipo de una nueva forma de arte, el prototipo de la
novela
: de la cual se ha de decir que es la fábula esópica amplificada hasta el infinito, en la que la poesía mantiene con la filosofía dialéctica una relación jerárquica similar a la que durante muchos siglos mantuvo la misma filosofía con la teología: a saber, la de
ancilla
[esclava]. Ésa fue la nueva posición de la poesía, a la que Platón la empujó, bajo la presión del demónico Sócrates.
Aquí el
pensamiento filosófico
, al crecer, se sobrepone al arte y obliga a éste a aferrarse estrechamente al tronco de la dialéctica. En el esquematismo lógico la tendencia
apolínea
se ha transformado en crisálida: de igual manera que en Eurípides hubimos de percibir algo análogo y, además, una trasposición de lo
dionisiaco
al efecto naturalista. Sócrates, el héroe dialéctico del drama platónico, nos trae al recuerdo la naturaleza afín del héroe euripideo, el cual tiene que defender sus acciones con argumentos y contraargumentos, corriendo así peligro frecuentemente de no obtener nuestra compasión trágica: pues quién no vería el elemento
optimista
que hay en la esencia de la dialéctica, elemento que celebra su fiesta jubilosa en cada deducción y que no puede respirar más que en la claridad y la consciencia frías: elemento optimista que, una vez infiltrado en la tragedia, tiene que recubrir poco a poco las regiones dionisíacas de ésta y empujarlas necesariamente a la autoaniquilación —hasta el salto mortal al espectáculo burgués. Basta con recordar las consecuencias de las tesis socráticas—: «la virtud es el saber; se peca sólo por ignorancia; el virtuoso es el feliz»; en estas tres formas básicas del optimismo está la muerte de la tragedia. Pues ahora el héroe virtuoso tiene que ser un dialéctico, ahora tiene que existir un lazo necesario y visible entre la virtud y el saber, entre la fe y la moral, ahora la solución trascendental de la justicia de Ésquilo queda degradada al principio banal e insolente de la «justicia poética», con su habitual
deus ex machina
.
¿Cómo aparece ahora, frente a este nuevo mundo escénico socrático-optimista, el
coro y
, en general, todo el sustrato dionisíaco-musical de la tragedia? Como algo casual, como una reminiscencia, de la que sin duda cabe prescindir, del origen de la tragedia, mientras que nosotros hemos visto, por el contrario, que al coro sólo se lo puede entender como
causa
de la tragedia y de lo trágico en general. Ya en Sófocles aparece esa perplejidad con respecto al coro —señal importante de que ya en él comienza a resquebrajarse el suelo dionisíaco de la tragedia—. Él no se atreve ya a confiar al coro la parte principal del efecto, sino que restringe su ámbito de tal manera, que ahora el coro casi aparece coordinado con los actores, como si, habiéndolo subido desde la orquesta, se lo hubiera introducido en el escenario: con lo cual, claro está, su esencia queda destruida del todo, aunque Aristóteles apruebe precisamente esa concepción del coro. Aquel desplazamiento de posición del coro, que Sófocles recomendó en todo caso con su
praxis
, e incluso, según la tradición, con un escrito, es el primer paso hacia la
aniquilación
del mismo, cuyas fases se suceden con espantosa rapidez en Eurípides, Agatón y la comedia nueva. Con el látigo de sus silogismos la dialéctica optimista arroja de la tragedia a la
música
: es decir, destruye la esencia de la tragedia, esencia que únicamente se puede interpretar como una manifestación e ilustración de estados dionisíacos, como simbolización visual de la música, como el mundo onírico de una embriaguez dionisíaca.
Si hemos de suponer, pues, que incluso antes de Sócrates actuó ya una tendencia antidionisíaca, que sólo en él adquiere una expresión inauditamente grandiosa: entonces no tenemos que arredrarnos de preguntar hacia dónde apunta una aparición como la de Sócrates: que, si tenemos en cuenta los diálogos platónicos, no podemos concebir como un poder únicamente disolvente y negativo. Y aun cuando es muy cierto que el efecto más inmediato del instinto socrático perseguía una descomposición de la tragedia dionisíaca, sin embargo una profunda experiencia vital de Sócrates nos fuerza a preguntar si entre el socratismo y el arte existe
necesariamente
tan sólo una relación antipódica, y si el nacimiento de un «Sócrates artístico» es en absoluto algo contradictorio en sí mismo.
Aquel lógico despótico tenía a veces, en efecto, frente al arte, el sentimiento de una laguna, de un vacío, de un semirreproche, de un deber acaso desatendido. Con mucha frecuencia se le presentaba en sueños, como él cuenta en la cárcel a sus amigos, una y la misma aparición, que siempre le decía igual cosa: «¡Sócrates, cultiva la música!». Hasta sus últimos días Sócrates se tranquiliza con la opinión de que su filosofar es el arte supremo de las musas, y no cree que una divinidad le invite a cultivar aquella «música vulgar, popular». Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su conciencia moral, decídese a cultivar también aquella música tan poco apreciada por él. Y con esos sentimientos compone un proemio en honor de Apolo y pone en verso algunas fábulas de Esopo. Lo que le empujó a realizar esos ejercicios fue algo semejante a aquella demónica voz admonitoria, fue su intuición apolínea de no comprender, lo mismo que si fuera un rey bárbaro, una noble estatua de un dios, y de correr peligro de pecar contra su divinidad —por su incomprensión. Aquella frase dicha por la aparición onírica socrática es el único signo de una perplejidad acerca de los límites de la naturaleza lógica: ¿acaso ocurre así tenía él que preguntarse que lo incomprensible para mí no es ya también lo ininteligible sin más? ¿Acaso hay un reino de sabiduría del cual está desterrado el lógico? ¿Acaso el arte es incluso un correlato y un suplemento necesarios de la ciencia?
En el sentido de esta última pregunta llena de presentimientos resulta necesario declarar que hasta este momento, e incluso por todo el futuro, el influjo de Sócrates se ha extendido sobre la posteridad como una sombra que se hace cada vez mayor en el sol del atardecer, así como que ese mismo influjo obliga una y otra vez a recrear el arte —y, desde luego, el arte en un sentido metafísico, más amplio y más profundo— y, dada su propia infinitud, garantiza también la infinitud de éste.
Pero antes de que esto pudiera ser reconocido, antes de que fuese mostrada de manera convincente la intimísima dependencia que todo arte tiene con respecto a los griegos, los griegos desde Homero hasta Sócrates, a nosotros tuvo que irnos con esos griegos lo mismo que a los atenienses les fue con Sócrates. Casi cada tiempo y cada grado de cultura han intentado alguna vez, con profundo malhumor, liberarse de los griegos, porque, en presencia de éstos, todo lo realizado por ellos, en apariencia completamente original y sinceramente admirado, parecía perder de súbito color y vida y reducirse, arrugado, a una copia mal hecha, más aún, a una caricatura. Y de esta manera estalla siempre de nuevo una rabia íntima contra aquel presuntuoso pueblecillo que se atrevió a calificar para siempre de «bárbaro» a todo lo no nativo de su patria: ¿quiénes son esos, nos preguntamos, que, aunque sólo pueden mostrar un esplendor histórico efímero, unas instituciones ridículamente limitadas y estrechas, un dudoso vigor en su moralidad, y que incluso están señalados con feos vicios, pretenden tener entre los pueblos la dignidad y la posición especial que al genio le corresponde entre la masa? Por desgracia, nadie ha tenido hasta ahora la suerte de encontrar la copa de cicuta con que semejante ser pudiera quedar sencillamente eliminado: pues todo el veneno producido por la envidia, la calumnia y la rabia no ha bastado para aniquilar aquella magnificencia contenta de sí misma. Y de esta manera sentimos vergüenza y miedo ante los griegos; a no ser que uno estime la verdad por encima de todo y se atreva a confesarse también esta verdad, que los griegos tienen en sus manos, como aurigas, tanto nuestra cultura como cualquier otra, pero que, casi siempre, carro y caballos están hechos de un material demasiado mediocre y son inadecuados a la aureola de sus conductores, los cuales consideran luego una broma el arrojar semejante tiro al abismo: que ellos mismos salvan con el salto de Aquiles.
Para mostrar que también a Sócrates le corresponde la dignidad de semejante posición de guía bastará con ver en él el tipo de una forma de existencia nunca oída antes de él, el tipo del
hombre teórico
, cuyo significado y cuya meta trataremos de entender a continuación. También el hombre teórico encuentra una satisfacción infinita en lo existente, igual que el artista, y, como éste, se halla defendido por esa satisfacción contra la ética práctica del pesimismo y contra sus ojos de Linceo, que brillan sólo en la oscuridad. Si, en efecto, a cada desvelamiento de la verdad el artista, con miradas extáticas, permanece siempre suspenso únicamente de aquello que también ahora, tras el desvelamiento, continúa siendo velo, el hombre teórico, en cambio, goza y se satisface con el velo arrojado y tiene su más alta meta de placer en el proceso de un desvelamiento cada vez más afortunado, logrado por la propia fuerza. No habría ciencia alguna si ésta tuviera que ver sólo con esa
única
diosa desnuda, y con nada más. Pues entonces sus discípulos tendrían que sentirse como individuos que quisieran excavar un agujero precisamente a través de la tierra: cada uno de los cuales se da cuenta de que, con un esfuerzo máximo, de toda la vida, sólo sería capaz de excavar un pequeñísimo trozo de la enorme profundidad, trozo que ante sus mismos ojos es cubierto de nuevo por el trabajo del siguiente, de tal manera que un tercero parece hacer bien eligiendo por propia cuenta un nuevo lugar para sus intentos de perforación. Si ahora alguien demuestra convincentemente que por ese camino directo no se puede alcanzar la meta de los antípodas, ¿quién querrá seguir trabajando en los viejos pozos, a no ser que entre tanto se contente con encontrar piedras preciosas o con descubrir leyes de la naturaleza? Por ello Lessing, el más honesto de los hombres teóricos, se atrevió a declarar que a él le importa más la búsqueda de la verdad que esta misma: con lo que ha quedado al descubierto el secreto fundamental de la verdad, para estupor, más aún, para fastidio de los científicos. Ciertamente, junto a este conocimiento aislado está, como un exceso de honestidad, si no de altanería, una profunda representación
ilusoria
, que por vez primera vino al mundo en la persona de Sócrates, —aquella inconcusa creencia de que, siguiendo el hilo de la causalidad, el pensar llega hasta los abismos más profundos del ser, y que el pensar es capaz no sólo de conocer, sino incluso de
corregir
el ser. Esta sublime ilusión metafísica le ha sido añadida como instinto a la ciencia, y una y otra vez la conduce hacia aquellos límites en los que tiene que transmutarse en
arte: en el cual es en el que tiene puesta propiamente la mirada este mecanismo
—
Ahora, iluminados por la antorcha de este pensamiento, miremos hacia Sócrates: éste se nos aparece como el primero que, de la mano de ese instinto de la ciencia, supo no sólo vivir, sino —lo que es mucho más— morir; y por ello la imagen del
Sócrates moribundo
, como hombre a quien el saber y los argumentos han liberado del miedo a la muerte, es el escudo de armas que, colocado sobre la puerta de entrada a la ciencia, recuérdale a todo el mundo el destino de ésta, a saber, el de hacer aparecer inteligible, y por tanto justificada, la existencia: a lo cual, desde luego, si los argumentos no llegan, tiene que servir en definitiva también el mito, del que acabo de decir que es la consecuencia necesaria, más aún, el propósito de la ciencia.