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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (22 page)

–¡Qué digo con los pies! ¡Razona como Frédéric Larsan!

Porque Joseph Rouletabille pasaba alternativamente por períodos de admiración y de desdén por Frédéric Larsan; a veces exclamaba: "¡Es verdaderamente bueno!", a veces se lamentaba: "¡Qué bruto!", según -y eso yo lo había notado muy bien- los descubrimientos de Frédéric Larsan corroboraran o contradijeran su propio razonamiento. Era una de las facetas del noble carácter de aquel extraño muchacho.

Nos levantamos y me llevó hacia el parque. Cuando estábamos en el patio, y nos dirigíamos hacia la salida, un ruido de postigos que golpeaban contra la pared nos hizo girar la cabeza y vimos, en una ventana del primer piso del ala izquierda del castillo, un rostro amoratado y completamente afeitado que yo no conocía.

–Caramba -murmuró Rouletabille -, ¡Arthur Rance!

Bajó la cabeza, apuró el paso y le oí decir entre dientes:

–¡Quiere decir que anoche estaba en el castillo?... ¿A qué habrá venido?

Cuando nos alejamos lo suficiente del castillo, le pregunté quién era ese Arthur Rance y cómo lo había conocido. Entonces se refirió a su relato de esa mañana y me recordó que Arthur W Rance era el estadounidense de Filadelfia con el que tantas veces había brindado en la recepción del Elíseo.

–Pero ¿no tenía que irse de Francia casi de inmediato? – pregunté.

–Efectivamente; por eso me ve tan sorprendido de encontrarlo todavía aquí, no sólo en Francia, sino, sobre todo, en el Glandier. No llegó esta mañana, y tampoco anoche; habrá llegado antes de cenar y no lo vi. ¿Cómo puede ser que los caseros no me hayan avisado?

A propósito de los caseros, le señalé a mi amigo que todavía no me había dicho cómo se las había ingeniado para que los dejaran en libertad.

Nos acercábamos justamente a la casa que ellos ocupaban; el tío y la tía Bernier nos miraban llegar. Una hermosa sonrisa iluminaba sus caras radiantes. No parecían guardar ningún mal recuerdo de su prisión preventiva. Mi joven amigo les preguntó a qué hora había llegado Arthur Rance. Le respondieron que ignoraban que el señor Rance estuviera en el castillo. Debió de presentarse la noche anterior, pero no habían tenido que abrirle la reja, ya que Arthur Rance -quien, al parecer, amaba las caminatas y no quería que lo fueran a buscar en coche- tenía la costumbre de bajar en la estación del pueblito de Saint Michel y, desde allí, se dirigía al castillo a través del bosque. Llegaba al parque del castillo por la gruta de Santa Genoveva, bajaba hasta esta gruta, saltaba por encima del alambrado y estaba en el parque.

A medida que los caseros hablaban, yo veía que el rostro de Rouletabille se ensombrecía con manifiesto descontento; sin lugar a dudas, descontento consigo mismo. Evidentemente, se sentía un poco humillado dado que, después de haber trabajado en el lugar, estudiando a los seres y a las cosas del Glandier con un cuidado meticuloso, recién en ese momento se enteraba de que Arthur Rance era un visitante habitual del castillo.

Malhumorado, pidió explicaciones.

–Dicen que Arthur Rance suele venir al castillo... Pero ¿cuándo vino por última vez?

–No sabríamos decírselo con exactitud -respondió el señor Bernier, pues ese era el nombre del casero-, porque no podíamos enterarnos de nada mientras estábamos presos y, además, porque este señor no pasa por nuestra reja cuando viene al castillo, ni tampoco cuando se va...

–Al menos, ¿saben cuándo vino por primera vez?

–¡Oh, sí, señor, hace nueve años!...

–Entonces, vino a Francia hace nueve años -respondió Rouletabille. Y en esa ocasión, ¿cuántas veces vino al Glandier, que ustedes sepan?

–Tres veces.

–Que ustedes sepan, ¿cuándo vino al Glandier por última vez, antes de hoy?

–Unos ocho días antes del atentado del "cuarto amarillo". Rouletabille volvió a preguntar, esta vez dirigiéndose a la mujer:

–En la ranura del panqué?

–En la ranura del parqué -respondió la casera.

–Gracias -dijo Rouletabille-, y prepárense para esta noche. Pronunció esta última frase con un dedo en los labios, para recomendar silencio y discreción.

Salimos del parque y nos dirigimos a la Posada del Torreón.

–¿Va a comer a la posada a veces?

–A veces.

–¿Pero también come en el castillo?

–Sí, Larsan y yo pedimos que nos sirvan en nuestras habitaciones: unas veces en la mía, otras, en la suya.

–¿El señor Stangerson nunca los invitó a su mesa?

–Nunca.

–¿No le cansará su presencia?

–No lo sé, pero, en todo caso, hace como si no le molestáramos.

–¿Nunca les pregunta nada?

–¡Nunca! Sigue siendo el hombre que estaba detrás de la puerta del "cuarto amarillo" mientras asesinaban a su hija, que derribó la puerta y no pudo encontrar al asesino. Está convencido de que, si él no pudo descubrir nada en el acto, mucho menos podremos descubrirlo nosotros... Pero, desde que Larsan formuló su hipótesis, se ha impuesto el deber de no oponerse a nuestras ocurrencias.

Rouletabille volvió a sumirse en sus reflexiones. Por fin, saliendo de su ensimismamiento, me explicó cómo había liberado a los caseros.

–Hace unos días, fui a buscar al señor Stangerson con una hoja de papel. Le pedí que escribiera estas palabras en la hoja: "Me comprometo, a pesar de lo que declaren, a conservar a mi servicio a mis dos fieles servidores, Bernier y su esposa, y que las firmara. Le expliqué que, con esta declaración, yo estaría en condiciones de hacer hablar al casero y a su mujer, y le aseguré que, según mi opinión, no tenían nada que ver con el crimen. Él, por otra parte, siempre había pensado lo mismo. El juez de instrucción presentó esta hoja firmada a los Bernier, que entonces hablaron. Dijeron lo que yo sabía que iban a decir no bien perdieran el miedo de ser despedidos de su trabajo. Contaron que cazaban furtivamente
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en la propiedad del señor Stangerson y que, aquella noche, habían salido para una batida, por eso estaban cerca del pabellón cuando ocurrió la tragedia. Los pocos conejos que obtenían de este modo, a expensas del señor Stangerson, los vendían al dueño de la Posada del Torreón, que los destinaba a su clientela o los despachaba a París
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. Esa era la verdad y yo la había adivinado desde el primer día. Acuérdese de esta frase con la que entré en la Posada del Torreón: "¡Ahora va a haber que comer carne roja
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!". Esa frase yo la había oído esa misma mañana, cuando llegamos ante la reja del parque, y usted también la oyó, pero no le dio importancia. Recuerde que cuando llegábamos a esa reja, nos detuvimos a mirar un instante a un hombre que iba y venía delante de la pared del parque y consultaba a cada rato su reloj. Ese hombre era Frédéric Larsan, que ya estaba trabajando. Ahora bien, detrás de nosotros, el patrón de la posada, en el umbral, le decía a alguien que estaba en el interior de la posada: "¡Ahora, habrá que comer carne roja!". ¿Por qué decía ahora? Cuando alguien está, como yo, en busca de la más misteriosa de las verdades, no deja que se le escape nada de lo que ve ni de lo que oye. Hay que encontrarle un sentido a todo. Acabábamos de llegar a un pequeño poblado que todavía estaba conmocionado por un crimen. La lógica me llevaba a sospechar que toda palabra que se dijera podía relacionarse con el acontecimiento del día. "Ahora", para mí, significaba: "Desde que ocurrió el atentado". Por eso, desde el principio de mi investigación, intenté encontrar una correlación entre esta frase y el drama. Fuimos a almorzar al Torreón. Repetí la frase de buenas a primeras y, al ver la sorpresa y el fastidio del tío Mathieu, comprobé que no era exagerada la importancia que yo le había dado a esta frase. El tío Mathieu nos habló de aquella gente como se habla de verdaderos amigos, a quienes se extraña... Por una asociación inevitable de ideas me digo: "Ahora que los caseros están detenidos, habrá que comer carne roja". ¡Sin caseros, no hay caza! ¿Cómo llegué a precisar que se trataba de la caza? El odio que el tío Mathieu manifestó por el guardabosque del señor Stangerson (un odio que, según pretendía, era compartido por los caseros) me llevó naturalmente a la idea de la caza furtiva... Ahora bien, era innegable que los caseros no estaban en su cama en el momento del crimen. ¿Por qué se hallaban afuera aquella noche? ¿A causa del crimen? No estaba dispuesto a creerlo, puesto que ya pensaba, por razones que le expondré después, que el asesino no tenía cómplices y que todo ese drama ocultaba un misterio entre la señorita Stangerson y el asesino; misterio con el que los caseros no tenían ninguna relación. La historia de la caza furtiva explicaba todo lo relativo a los caseros. Lo admití en principio y busqué una prueba en su vivienda. Entré a su cabaña, como usted sabe, y descubrí, debajo de sus camas, lazos y alambre. "¡Caramba!" pensé, "¡Caramba! Por eso estaban de noche en el parque". No me extrañó que hubieran callado delante del juez y que, ante una acusación tan grave como la de complicidad en el crimen, no respondieran enseguida confesando que cazaban de manera furtiva. La caza furtiva los salvaba del tribunal, pero los ponía de patitas en la calle y, como estaban absolutamente seguros de su inocencia en relación con el crimen, esperaban que este se resolviera rápidamente y que no se descubriera el asunto de la caza furtiva. ¡Siempre estarían a tiempo de hablar! Cuando les llevé el compromiso firmado por el señor Stangerson, hice que adelantaran su confesión. Ofrecieron todas las pruebas necesarias, fueron liberados y sienten por mí una inmensa gratitud. ¿Por qué no hice que los pusieran en libertad antes? Porque no estaba seguro de que sólo estuvieran involucrados en la caza furtiva. Quería estudiar el terreno y esperar a que actuaran antes de intervenir. Mi convicción se afirmó a medida que pasaban los días. Al día siguiente del suceso de la "galeria inexplicable", como necesitaba contar con gente fiel aquí, resolví ponerlos de mi lado e hice que terminara su cautiverio. ¡Eso es todo! Así se expresó Joseph Rouletabille, y no pude menos que maravillarme una vez más de lo sencillo del razonamiento que lo había conducido a la verdad en lo que respecta a la complicidad de los caseros. Sin duda, se trataba de un tema nimio, pero yo pensaba que, cualquiera de esos días, el joven no dejaría de explicarnos, con la misma sencillez, las extraordinarias noches del "cuarto amarillo" y de la "galeria inexplicable".

Habíamos llegado a la Posada del Torreón. Entramos.

Esta vez no vimos al dueño, sino que fue su mujer quien nos recibió con una alegre sonrisa. Ya describí el salón en el que nos encontrábamos y adelanté algo acerca de la encantadora mujer rubia de ojos dulces que se puso inmediatamente a nuestra disposición para prepararnos el almuerzo.

–¿Cómo anda el tío Mathieu? – preguntó Rouletabille.

–No mejora, señor, no mejora: sigue en cama.

–¿Su reuma no lo deja tranquilo?

–¡No! Anoche tuve que volver a aplicarle una inyección de morfina. Es la única droga que calma sus dolores.

Hablaba con voz dulce; todo en ella expresaba dulzura. Era realmente una hermosa mujer, un poco indolente, con ojos grandes y ojerosos, ojos de enamorada. El tío Mathieu debía de ser alegre y atrevido cuando no sufría de reumatismo. Pero ¿era ella feliz con ese reumático huraño? La escena que habíamos presenciado con anterioridad lo desmentía y, sin embargo, la actitud de la mujer no denotaba desesperación. Desapareció en la cocina para preparar nuestra comida, dejándonos en la mesa una excelente botella de sidra. Rouletabille la sirvió en dos cuencos, llenó su pipa, la encendió y, tranquilamente, me explicó por fin la razón por la que había decidido pedirme que viniera al Glandier con dos revólveres.

–Sí -dijo, siguiendo con mirada contemplativa las volutas de humo que soltaba de su pipa-, sí, amigo, esta noche espero al asesino.

Hubo un breve silencio, que me cuidé de no interrumpir, y prosiguió:

–Anoche, cuando iba a acostarme, Robert Darzac golpeó a la puerta de mi habitación. Le abrí y me confió que necesitaba ir, la mañana siguiente, es decir, esta mañana, a París. La razón que lo impulsaba a ese viaje era, a la vez, perentoria y misteriosa: perentoria, porque le resultaba imposible no emprenderlo, y misteriosa, porque le era igualmente imposible rebelarme con qué finalidad lo realizaba.

-Me voy -añadió- y, sin embargo, daría la mitad de mi vida para no dejar en este momento a la señorita Stangerson.

No me ocultó que la creía nuevamente en peligro.

-No me sorprendería que ocurriera algo mañana a la noche -confesó- y, sin embargo, debo ausentarme. No estaré de regreso en el Glandier hasta pasado mañana a la mañana.

Le pedí explicaciones y esto fue lo que me dijo: la idea del peligro inminente se debía únicamente a la coincidencia que existía entre sus ausencias y los atentados de los que la señorita Stangerson era víctima. La noche de la "galeria inexplicable", había tenido que abandonar el Glandier; la noche del "cuarto amarillo" no había podido estar en el castillo y, de hecho, sabemos que no se hallaba en él. Al menos lo sabíamos oficialmente, según sus declaraciones. El hecho de que hoy se ausentara otra vez, embargado por una idea semejante, tenía que obedecer a una voluntad más fuerte que la suya. Eso fue lo que pensé, y se lo dije. Me respondió:

-¡Tal vez!

Le pregunté si esa voluntad más fuerte que la suya era la de la señorita Stangerson; me juró que no y que él había tomado la decisión de partir, más allá de cualquier instrucción de la señorita Stangerson. En resumen, me repitió que sólo creía en la posibilidad de un nuevo atentado a causa de aquella extraordinaria coincidencia que había notado y que, además, el juez de instrucción le había hecho notar.

-Si le sucediera algo a la señorita Stangerson -dijo-, sería terrible para ella y para mí; para ella, porque estaría nuevamente entre la vida y la muerte; para mí, porque no podré defenderla en caso de que fuera atacada e, inmediatamente, me vería en la necesidad de ocultar adónde pasé la noche. Ahora bien, me doy cuenta de las sospechas que pesan sobre mí. El juez de instrucción y Frédéric Larsan (este último me siguió la pista, la última noche que fui a París, y me costó mucho sacármelo de encima) no están lejos de considerarme culpable.

-¿Por qué no dice el nombre del asesino, ya que lo sabe? – exclamé de repente.

El señor Darzac pareció alterarse mucho ante mi sospecha. Me replico con voz titubeante:

-¿Que yo sé el nombre del asesino? ¿Quién me lo habría dicho?

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